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TEXTOS ELECTRÓNICOS / ELECTRONIC TEXTS

Obras de Cervantes. Association for Hispanic Classical Theater, Inc.

Obras de Cervantes / La entretenida / parte 3ª

Electronic text by J T Abraham and Vern G.Williamsen

LA ENTRETENIDA, Part 3 of 9

D. [ANTONIO]:        ¡Alto! Vos habéis hablado
                 de modo que me obligáis
                 a que de humilde subáis
                 a más eminente estado,
                     siendo al primero escalón
                 servirme de consejero;
                 y así, amigo Ocaña, quiero
                 mostraros mi corazón,
                     para que, viendo patentes
                 las ansias que en él se anidan,
                 ellas a tu ingenio pidan
                 los remedios suficientes:
                     que tal vez una dolencia
                 casi incurable la sana
                 de una vejezuela cana
                 una fácil experiencia.
OCAÑA:               Dime tu mal, mi señor,
                 y verás cómo en tantico
                 tantos remedios aplico,
                 que sanes con el menor.
                     Y si, por ventura, es
                 el ciego el que te atormenta,
                 puedes, señor, hacer cuenta
                 de que ya sano te ves,
                     porque no se ha de tomar
                 conmigo el dios ceguezuelo.
D. [ANTONIO]:    Que no estás en ti recelo.
OCAÑA:           ¿Pues en quién había de estar?
                     Que, a no tomarme del vino,
                 por costumbre o por conhorte,
                 no hubiera en toda la corte
                 otro Catón Censorino
                     como yo.
D. [ANTONIO]:                 Ya desvarías.
                 Vuélvete, Ocaña, a tu establo.

[Vase] Don ANTONIO
OCAÑA: Aunque más sentencias hablo y elevadas fantasías, se me trasluce y figura, conjeturo, pienso y hallo, ....................[-allo] ha de ser mi sepultura. Y está muy puesto en razón: que, el que quiere porfïar contra su estrella, ha de dar coces contra el aguijón. Cristinica estará agora en la plaza; allá me impele aquella fuerza que suele, que dentro del alma mora. Búscola como a mi centro, y, si la encontrase yo, nunca jugador echó tan rico y gustoso encuentro. Deste gusto no me prive Amor, que en mi ayuda llamo, y siquiera, con mi amo, ni más medre ni más prive.
[Vase] OCAÑA. Salen Don AMBROSIO, caballero, y CRISTINA, con un billete en la mano
CRISTINA: Hasta ponerle yo en parte donde le vea, harélo; pero en lo demás recelo que no podré contentarte. D. AMBROSIO: Haz, amiga, que le lea: que en sólo aquesto consiste la alegría deste triste. CRISTINA: Digo que haré que le vea. Quizá, por curiosidad, querrá leerle Marcela: que se ha de usar de cautela con su mucha honestidad. No desplegaré la boca para decirla palabra: que en sus entrañas no labra fuerza de amor, mucha o poca. D. AMBROSIO: ¿Regálala, por ventura, don Antonio? CRISTINA: Como a hermana. D. AMBROSIO: De ser su intención tan sana, no sé yo quién lo asegura. ¡Oh padre mal advertido! CRISTINA: No le tiene. D. AMBROSIO: Sí le tiene; pero a mí no me conviene el darme por entendido. De las cosas que sospecho y de las que son tan graves, tenga la lengua las llaves, y no las arroje el pecho. CRISTINA: Vete, señor, que allí asoma un paje de casa. D. AMBROSIO: Amiga, por tu industria y tu fatiga, este pobre premio toma. Y prométete de mí montes de oro, que bien puedes. CRISTINA: La menor de tus mercedes suele ser un Potosí.
Dale una cajita pintada. Vase AMBROSIO, y entra QUIÑONES
QUIÑONES: ¿Quién era, Cristina, el lindo que con tanta sumisión debió encajar su razón? "Tuyo soy, y a ti me rindo." ¡Vive el Dador de los cielos, que es la fregona bonita! Ordena, manda, pon, quita; ta, ta, también pide celos. CRISTINA: El so paje, por su entono, que primero se tarace la lengua, que otra vez trace palabras, y no en mi abono. ¿Hásenos vuelto otro Ocaña? ¡Celos y más celos! QUIÑONES: Calle, y advierta que está en la calle. CRISTINA: ¡Ay! Por mi fe, que se ensaña el mancebito frión. QUIÑONES: Cristina, menos gallarda; que esa gallardía aguarda... CRISTINA: ¿Qué, mi rufo? QUIÑONES: Un bofetón. CRISTINA: ¿En mi cara? QUIÑONES: En la del cura le diera, a venir a mano. CRISTINA: ¿Y que alzarás tú la mano contra tanta hermosura como pusieron los cielos en mis mejillas rosadas? QUIÑONES: Siempre son desatinadas las venganzas de los celos. Ocaña es éste. Camina, y escóndete entre la gente.
[Vanse] QUIÑONES y CRISTINA, y sale OCAÑA
OCAÑA: Partió mi sol de su Oriente, y al ocaso se encamina, y tras sí lleva la sombra que le sirve de arrebol. Para mí no es este sol, sino niebla que me asombra. Plega a Dios, humilde paje, asombro de mi esperanza, que ni valgas por privanza, ni te estimen por linaje; sirvas a un catar[r]ibera, que te dé corta ración; sea tu estado un bodegón; no te dé luto, aunque muera; y cuando el cielo te adiestre a servir a un titulado, tu enemigo declarado el maestresala se muestre. De las hachas no te valgas, ni de relieves veas gozo, y nunca te salga el bozo, porque de paje no salgas. Póngante infames renombres; juegues; pierdas la ración, que es la mayor maldición que pueden darte los hombres.
[Vase] OCAÑA. Sale MUÑOZ
MUÑOZ: Despierto y durmiendo, estoy pensando siempre y soñando cuándo ha de llegar el cuándo mude el pellejo en que estoy; cuándo querrá aquel planeta que sobre mí predomina, que remedien mi rüina el gran sastre y la bayeta. Diles la memoria, y diles, previniendo mil barruntos, de los más sotiles puntos las respuestas más sotiles; pero, con todo, me pesa de haberme empeñado así, porque tengo para mí ser de peligro la empresa.
[Salen] Don ANTONIO y TORRENTE en hábito de peregrino
D. [ANTONIO]: Mucho más es melindre que advertencia, y hase tenido confianza poca de quien yo soy. Por Dios, que estoy corrido. MUÑOZ: ¡Válgate el diablo! ¿Qué disfraz es éste? Esto no puse yo en la lista. TORRENTE: Digo que el señor don Silvestre de Almendárez no pudo más. El caso fue forzoso, y la borrasca tal, que nos convino alijar el navío, y echar cuanto en su anchísimo vientre recogía al mar, que se sorbió como dos huevos catorce mil tejuelos de oro puro. Al cielo las promesas y oraciones volaban más espesas que las nubes, que la cara del sol cubrían entonces; entre las cuales oraciones, una envió don Silvestre al sumo alcázar con tan vivos y tiernos sentimientos, que penetró los cascos de los cielos. Conteníase en ella que de Roma aquello que se llama Siete Iglesias andaría descalzo peregrino, si Dios de aquel peligro le sacaba. Añadió a su promesa mi persona; añadidura inútil, aunque buena en parte, pues que soy su amparo y báculo. En fin: salimos mondos y desnudos a tierra, ni sé adónde, ni sé cómo, habiéndose engullido el mar primero hasta una catalnica que traíamos, de habilidad tan rara, y tan discreta, que, si no era el hablar, no le faltaba otra cosa ninguna. D. [ANTONIO]: Bien, por cierto, la habéis encarecido; aunque yo pienso que catalnicas mudas valen poco. TORRENTE: Por señas nos decía todo cuanto quería que entendiésemos. MUÑOZ: ¡Milagro! TORRENTE: De perlas, ¡qué de cajas arrojamos; tamañas como nueces, de buen tomo, blancas como la nieve aún no pisada!; de esmeraldas, las peñas como cubas, digo, como toneles, y aun más grandes; piedras bezares, pues dos grandes sacos; anís y cochinilla, fue sin número. MUÑOZ: Entre esas zarandajas, ¿por ventura fue bayeta al mar? TORRENTE: ¡Y el sastre y todo! MUÑOZ: A malísimo viento va esta parva; no me cuadra ni esquina esta tormenta, puesto que viene bien para el embuste. D. [ANTONIO]: ¿En qué paraje sucedió el naufragio? TORRENTE: Estaba yo durmiendo en aquel trance, y no pude del paje ver el rostro. D. [ANTONIO]: Paraje dije; pero no me espanto, que aun hasta aquí os conturba la borrasca, ni que en ella os durmiésedes; que el miedo tal vez suele causar sueño profundo. TORRENTE: No quiso mi señor, ni por semejas, de cuatro mil y más ofrecimientos que de darle dineros se le hicieron, recebir sino aquellos que bastasen a no pedir limosna en su viaje; pero no supo bien hacer la cuenta, porque ya casi todos son gastados. MUÑOZ: ¡Válgate Satanás, qué bien lo enredas! TORRENTE: La primera estación fue a Guadalupe, y a la imagen de Illescas la segunda, y la tercera ha sido a la de Atocha; a hurto quiso verte, y esta tarde quiere partirse a Roma; agora queda en San Ginés hincado de hinojos, arrojando del pecho mil suspiros, vertiendo de sus ojos tiernas lágrimas, pidiendo a Dios que le encamine y guíe en el viaje santo prometido. Yo, señor, soy ternísimo de plantas, a quien callos durísimos enclavan, de tan largo camino procedidos; querría que se diese alguna traza de que por quince días descansásemos, para tomar aliento y refrigerio en el nuevo camino que se espera. Además, que también [él] es ternísimo, y podría el cansancio fatigalle, de modo que el camino con la vida se acabase en un punto: caso triste si tal viniese a ser, por el tremendo dolor que sintiría mi señora doña Ana de Brïones, madre suya. D. [ANTONIO]: Vamos, que yo pondré remedio en todo. TORRENTE: No hay decir, señor, que yo te he visto, porque me ha de matar si es que tal sabe. ¡Oh pecador de mí!, ¡Éste es que viene! ¡En la red me ha cogido! ¡Negativa, señor; si no, yo muero! D. [ANTONIO]: No hayas miedo.
[Sale] CARDENIO, como peregrino
Mi señor don Silvestre de Almendárez, ¿para qué es encubriros de quien tiene tantas obligaciones de serviros? CARDENIO: ¡Oh traidor, malnacido! Por Dios vivo, que os engaña, señor, este embustero: que yo no soy aquese don Silvestre que dices de Almendárez, sino un pobre peregrino, y tan pobre. TORRENTE: ¿Qué me miras? Yo no le he dicho nada; y si lo he dicho, digo que miento una y cien mil veces.
[Aparte, a Don ANTONIO]
(¡Vive Dios!, que es el mismo que te digo. Apriétale, y conjúrale, y confiese.) D. [ANTONIO]: ¡Por Dios, primo y señor, que es caso fuerte negarme esta verdad! ¿Qué importa venga[s] rico o pobre a tu casa, que es la mía? TORRENTE: ¡Eso es lo que yo digo, pesia al mundo! D. [ANTONIO]: ¿Mandabas tú a los vientos, o pudiste del proceloso mar las altas olas sosegar algún tanto? ¿No es locura hacer caso de honra los sucesos varios de la fortuna, siempre instable, o, por mejor decir, del cielo firme? TORRENTE: ¡Ea, señor, que ya pasa de raya tan grande pertinacia! ¡Vive Roque, señor, que es don Silvestre de Almendárez, vuestro primo y cuñado, el peregrino, y mi amo, que es más! CARDENIO: Pues tú lo dices, no quiero más negarlo, pues no importa. Dadme, señor, las manos. D. [ANTONIO]: Doy los brazos, y el alma en su lugar, querido primo. CARDENIO: Tomad los míos, que, entre aquestos brazos, también os doy mi alma.
[A TORRENTE]
( En recompensa, no te la cubrirá pelo, si puedo.) TORRENTE: Que no temo amenazas mal nacidas, porque esto es lo que importa a nuestro hecho. MUÑOZ: ¿Y cómo? D. [ANTONIO]: No hayáis miedo que se os toque al pelo de la ropa por lo dicho. TORRENTE: Mi señor es discreto, y verá presto de cuán poca importancia era el silencio, en semejante caso. D. [ANTONIO]: Señor primo, vamos a casa, y sepa vuestra esposa vuestra buena venida y deseada. CARDENIO: Siempre he de obedecer. MUÑOZ: ¡Qué bien trazada quimera! Si ella llega a colmo, espero un Potosí de barras y dinero. TORRENTE: ¿Qué os parece, Muñoz? MUÑOZ: Que me parece que es verdad cuanto ha dicho, y que lo veo. TORRENTE: ¡Y cómo que es verdad! Sin que le falte un átomo, una tilde, una meaja.
[Vanse] don ANTONIO, CARDENIO y TORRENTE
MUÑOZ: Términos tienen estos socarrones de hacerme a mí entender que la borrasca y el alijo de ropa es verdadero. Ahora bien: veremos lo que pasa, que, una por una, los dos ya están en casa.

FIN DE LA PRIMERA JORNADA