TEXTOS ELECTRÓNICOS / ELECTRONIC TEXTS |
OBRAS COMPLETAS de Miguel de Cervantes.Ediciones publicadas por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas CENTRO DE ESTUDIOS CERVANTINOS. 1993-1995 |
La Galatea / libro segundo |
Segundo libro
de
Galatea
Libres ya y desembarazadas de lo que aquella noche con sus
ganados habían de hacer, procuraron recogerse y apartarse con Teolinda en
parte donde, sin ser de nadie impedidas, pudiesen oír lo que del suceso
de sus amores les faltaba. Y así, se fueron a un pequeño jardín que estaba
en casa de Galatea; y, sentándose las tres debajo de una verde y pomposa
parra que entricadamente por unas redes de palos se entretejía, tornando
a repetir Teolinda algunas palabras de lo que antes había dicho, prosiguió
diciendo:
«Después de acabado nuestro baile y el canto de Artidoro como
ya os he dicho, bellas pastoras, a todos nos pareció volvernos al aldea
a hacer en el templo los solemnes sacrificios, y por parecernos asimesmo
que la solemnidad de la fiesta daba en alguna manera licencia para [que],
no teniendo cuenta tan a punto con el recogimiento, con más libertad nos
holgásemos; y por esto, todos los pastores y pastoras, en montón confuso,
alegre y regocijadamente al aldea nos volvimos, hablando cada uno con quien
más gusto le daba. Ordenó, pues, la suerte y mi diligencia, y aun la solicitud
de Artidoro, que sin mostrar artificio en ello, los dos nos apareamos, de
manera que a nuestro salvo pudiéramos hablar en aquel camino más de lo que
hablamos, si cada uno por sí no tuviera respecto a lo que a sí mesmo y al
otro debía. En fin, yo, por sacarle a barrera como decirse suele,
le dije: "Años se te harán, Artidoro, los días que en nuestra aldea estuvieres,
pues debes de tener en la tuya cosas en que ocuparte que te deben de dar
más gusto". "Todo el que yo puedo esperar en mi vida trocara yo respondió
Artidoro porque fueran, no años, sino siglos, los días que aquí tengo
de estar, pues, en acabándose, no espero tener otros que más contento me
hagan". "¿Tanto es el que rescibes respondí yo en mirar nuestras
fiestas?" "No nasce de ahí respondió él, sino de contemplar la
hermosura de las pastoras desta vuestra aldea". "¡Es verdad repliqué
yo, que deben de faltar hermosas zagalas en la tuya!" "Verdad es que
allá no faltan respondió él, pero aquí sobran, de manera que una
sola que yo he visto, basta para que, en su comparación, las de allá se
tengan por feas". "Tu cortesía te hace decir eso, ¡oh Artidoro! respondí
yo, porque bien sé que en este pueblo no hay ninguna que tanto se aventaje
como dices". "Mejor sé yo ser verdad lo que digo respondió él,
pues he visto la una y mirado las otras". "Quizá la miraste de lejos, y
la distancia del lugar dije yo te hizo parecer otra cosa de lo
que debe de ser". "De la mesma manera respondió él que a ti te
veo y estoy mirando agora, la he mirado y visto a ella; y yo me holgaría
de haberme engañado, si no conforma su condición con su hermosura". "No
me pesara a mí ser la que dices, por el gusto que debe sentir la que se
vee pregonada y tenida por hermosa". "Harto más respondió Artidoro
quisiera yo que tú no fueras". "Pues, ¿qué perdieras tú respondí yo
si, como yo no soy la que dices, lo fuera?" "Lo que he ganado res-pondió
él bien lo sé; de lo que he de perder estoy incierto y temeroso". "Bien
sabes hacer del enamorado dije yo, ¡oh Artidoro!" "Mejor sabes
tú enamorar, ¡oh Teolinda!", respondió él. A esto le dije: "No sé si te
diga, Artidoro, que deseo que ninguno de los dos sea el engañado". A lo
que él respondió: "De que yo no me engaño estoy bien seguro, y de querer
tú desengañarte, está en tu mano, todas las veces que quisieres hacer experiencia
de la limpia voluntad que tengo de servirte". "Ésa te pagaré yo con la mesma
repliqué yo, por parecerme que no sería bien a tan poca costa
quedar en deuda con alguno".
»A esta sazón, sin que él tuviese lugar de responderme, llegó Eleuco, el
mayoral, y dijo con voz alta: "¡Ea, gallardos pastores y hermosas pastoras!,
haced que sientan en el aldea vuestra venida, entonando vosotras, zagalas,
algún villancico, de modo que nosotros os respondamos; porque vean los del
pueblo cuánto hacemos al caso los que aquí vamos para alegrar nuestra fiesta".
Y porque en ninguna cosa que Eleuco mandaba dejaba de ser obedecido, luego
los pastores me dieron a mí la mano para que comenzase. Y así, yo, sirviéndome
de la ocasión y aprovechándome de lo que con Artidoro había pasado, di principio
a este villancico:
En los estados de amor,
nadie llega a ser perfecto,
sino el honesto y secreto.
Para llegar al süave
gusto de amor, si se acierta,
es el secreto la puerta,
y la honestidad la llave.
Y esta entrada no la sabe
quien presume de discreto,
sino el honesto y secreto.
Amar humana beldad
suele ser reprehendido,
si tal amor no es medido
con razón y honestidad.
Y amor de tal calidad
luego le alcanza, en efecto,
el qu'es honesto y secreto.
Es ya caso averiguado,
que no se puede negar,
que a veces pierde el hablar
lo qu'el callar ha ganado.
Y el que fuere enamorado,
jamás se verá en aprieto,
si fuere honesto y secreto.
Cuanto una parlera lengua
y unos atrevidos ojos
suelen causar mil enojos
y poner al alma en mengua,
tanto este dolor desmengua
y se libra deste aprieto
el qu'es honesto y secreto.
»No sé si acerté, hermosas pastoras, en cantar lo que habéis oído, pero
sé bien que se supo aprovechar dello Artidoro, pues, en todo el tiempo que
en nuestra aldea estuvo, puesto que me habló muchas veces, fue con tanto
recato, secreto y honestidad, que los ociosos ojos y lenguas parleras ni
tuvieron ni vieron que decir cosa que a nuestra honra perjudicase. Mas con
el temor que yo tenía que, acabado el término que Artidoro había prometido
de estar en nuestra aldea, se había de ir a la suya, procuré, aunque a costa
de mi vergüenza, que no quedase mi corazón con lástima de haber callado
lo que después fuera escusado decirse estando Artidoro ausente. Y así, después
que mis ojos dieron licencia que los suyos amorosamente me mirasen, no estuvieron
quedas las lenguas, ni dejaron de mostrar con palabras lo que hasta entonces
por señas los ojos habían bien claramente manifestado.
»En fin, sabréis, amigas mías, que un día, hallándome acaso sola con Artidoro,
con señales de un encendido amor y comedimiento, me descubrió el verdadero
y honesto amor que me tenía; y, aunque yo quisiera entonces hacer de la
retirada y melindrosa, porque temía, como ya os he dicho, que él se partiese,
no quise desdeñarle ni despedirle; y también por parecerme que los sinsabores
que se dan y sienten en el principio de los amores son causa de que abandonen
y dejen la comenzada empresa los que en sus sucesos no son muy experimentados.
Y por esto le di respuesta tal cual yo deseaba dársela, quedando, en resolución,
concertados en que él se fuese a su aldea, y que, de allí a pocos días,
con alguna honrosa tercería me enviase a pedir por esposa a mis padres;
de lo que él fue tan contento y satisfecho, que no acababa de llamar venturoso
el día en que sus ojos me miraron. De mí os sé decir que no trocara mi contento
por ningún otro que imaginar pudiera, por estar segura que el valor y calidad
de Artidoro era tal, que mi padre sería contento de recebirle por yerno.
»En el dichoso punto que habéis oído, pastoras, estaba el de nuestros amores,
que no quedaban sino dos o tres días a la partida de Artidoro, cuando la
fortuna, como aquella que jamás tuvo término en sus cosas, ordenó que una
hermana mía de poco menos edad que yo a nuestra aldea tornase, de otra donde
algunos días había estado en casa de una tía nuestra que mal dispuesta se
hallaba. Y porque consideréis, señoras, cuán estraños y no pensados casos
en el mundo suceden, quiero que entendáis una cosa que creo no os dejará
de causar alguna admiración estraña; y es que esta hermana mía que os he
dicho, que hasta entonces había estado ausente, me parece tanto en el rostro,
estatura, donaire y brío, si alguno tengo, que no sólo los de nuestro lugar,
sino nuestros mismos padres muchas veces nos han desconocido, y a la una
por la otra hablado; de manera que, para no caer en este engaño, por la
diferencia de los vestidos, que diferentes eran, nos diferenciaban. En una
cosa sola, a lo que yo creo, nos hizo bien diferentes la naturaleza, que
fue en las condiciones, por ser la de mi hermana más áspera de lo que mi
contento había menester, pues por ser ella menos piadosa que advertida,
tendré yo que llorar todo el tiempo que la vida me durare.
»Sucedió, pues, que luego que mi hermana vino al aldea, con el deseo que
tenía de volver al agradable pastoral ejercicio suyo, madrugó luego otro
día más de lo que yo quisiera, y con las ovejas proprias que yo solía llevar
se fue al prado; y, aunque yo quise seguirla, por el contento que se me
seguía de la vista de mi Artidoro, con no sé qué ocasión, mi padre me detuvo
todo aquel día en casa, que fue el último de mis alegrías. Porque aquella
noche, habiendo mi hermana recogido su ganado, me dijo, como en secreto,
que tenía necesidad de decirme una cosa que mucho me importaba. Yo, que
cualquiera otra pudiera pensar de la que me dijo, procuré que presto a solas
nos viésemos, adonde ella, con rostro algo alterado, estando yo colgada
de sus palabras, me comenzó a decir: "No sé, hermana mía, lo que piense
de tu honestidad, ni menos sé si calle lo que no puedo dejar de decirte,
por ver si me das alguna disculpa de la culpa que imagino que tienes; y,
aunque yo, como hermana menor, estaba obligada a hablarte con más respecto,
debes perdonarme, porque en lo que hoy he visto hallarás la disculpa de
lo que te dijere". Cuando yo desta manera la oí hablar, no sabía qué responderle,
sino decirle que pasase adelante con su plática. "Has de saber, hermana
siguió ella, que esta mañana, saliendo con nuestras ovejas al
prado, y yendo sola con ellas por la ribera de nuestro fresco Henares, al
pasar por el alameda del Concejo, salió a mí un pastor que con verdad osaré
jurar que jamás le he visto en estos nuestros contornos, y, con una estraña
desenvoltura, me comenzó a hacer tan amorosas salutaciones que yo estaba
con vergüenza y confusa, sin saber qué responderle; y él, no escarmentado
del enojo que, a lo que yo creo, en mi rostro mostraba, se llegó a mí diciéndome:
'¿Qué silencio es éste, hermosa Teolinda, último refugio de esta ánima que
os adora?' Y faltó poco que no me tomó las manos para besármelas, añadiendo
a lo que he dicho un catálogo de requiebros, que parecía que los traía estudiados.
Luego di yo en la cuenta, considerando que él daba en el error en que otros
muchos han dado, y que pensaba que con vos estaba hablando, de donde me
nació sospecha que si vos, hermana, jamás le hubiérades visto, ni familiarmente
tratado, no fuera posible tener el atrevimiento de hablaros de aquella manera.
De lo cual tomé tanto enojo, que apenas podía formar palabra para responderle;
pero al fin respondí de la suerte que su atrevimiento merescía, y cual a
mí me pareció que estábades vos, hermana, obligada a responder a quien con
tanta libertad os hablara. Y si no fuera porque en aquel instante llegó
la pastora Licea, yo le añadiera tales razones, que fuera bien arrepentido
de haberme dicho las suyas. Y es lo bueno, que nunca le quise decir el engaño
en que estaba, sino que así creyó él que yo era Teolinda como si con vos
mesma estuviera hablando. En fin, él se fue llamándome ingrata, desagradecida
y de poco conocimiento; y, a lo que yo puedo juzgar del semblante que él
llevaba, a fe, hermana, que otra vez no ose hablaros, aunque más sola os
encuentre. Lo que deseo saber es quién es este pastor y qué conversación
ha sido la de entrambos, de do nasce que con tanta desenvoltura él se atreviese
a hablaros".
»A vuestra mucha discreción dejo, discretas pastoras, lo que mi alma sintiría,
oyendo lo que mi hermana me contaba. Pero al fin, disimulando lo mejor que
pude, le dije: "La mayor merced del mundo me has hecho, hermana Leonarda
que así se llama la turbadora de mi descanso, en haberme quitado
con tus ásperas razones el fastidio y desasosiego que me daban las importunas
de ese pastor que dices, el cual es un forastero que habrá ocho días que
está en esta nuestra aldea, en cuyo pensamiento ha cabido tanta arrogancia
y locura que, doquiera que me vee, me trata de la manera que has visto,
dándose a entender que tiene granjeada mi voluntad; y, aunque yo le he desengañado,
quizá con más ásperas palabras de las que tú le dijiste, no por eso deja
él de proseguir en su vano propósito; y a fe, hermana, que deseo que venga
ya el nuevo día , para ir a decirle que si no se aparta de su vanidad, que
espere el fin della que mis palabras siempre le han significado". Y así
era la verdad, dulces amigas, que diera yo porque ya fuera el alba cuanto
pedírseme pudiera, sólo por ir a ver a mi Artidoro y desengañarle del error
en que había caído, temerosa que con la aceda y desabrida respuesta que
mi hermana le había dado, él no se desdeñase y hiciese alguna cosa que en
perjuicio de nuestro concierto viniese.
»Las largas noches del escabroso deciembre no dieron más pesadumbre al amante
que del venidero día algún contento esperase, cuanto a mí me dio disgusto
aquella, puesto que era de las cortas del verano, según deseaba la nueva
luz, para ir a ver a la luz por quien mis ojos veían. Y así, antes que las
estrellas perdiesen del todo la claridad, estando aún en duda si era de
noche o de día, forzada de mi deseo, con la ocasión de ir a apacentar las
ovejas, salí del aldea; y, dando más priesa al ganado de la acostumbrada
para que caminase, llegué al lugar adonde otras veces solía hallar a Artidoro,
el cual hallé solo y sin ninguno que dél noticia me diese, de que no pocos
saltos me dio el corazón, que casi adevinó el mal que le estaba guardado.
¡Cuántas veces, viendo que no le hallaba, quise con mi voz herir el aire,
llamando el amado nombre de mi Artidoro, y decir: "Ven, bien mío, que yo
soy la verdadera Teolinda, que más que a sí te quiere y ama!", sino que
el temor que de otro que dél fuesen mis palabras oídas, me hizo tener más
silencio del que quisiera. Y así, después que hube rodeado una y otra vez
toda la ribera y el soto del manso Henares, me senté cansada al pie de un
verde sauce, esperando que del todo el claro sol sus rayos por la faz de
la tierra estendiese, para que con su claridad no quedase mata, cueva, espesura,
choza ni cabaña que de mí mi bien no fuese buscado. Mas, apenas había dado
la nueva luz lugar para discernir las colores, cuando luego se me ofreció
a los ojos un cortecido álamo blanco, que delante de mí estaba, en el cual
y en otros muchos vi escritas unas letras, que luego conocí ser de la mano
de Artidoro allí fijadas; y, levantándome con priesa a ver lo que decían,
vi, hermosas pastoras, que era esto:
Pastora en quien la belleza
en tanto estremo se halla,
que no hay a quien comparalla
sino a tu mesma crüeza.
Mi firmeza y tu mudanza
han sembrado a mano llena
tus promesas en la arena
y en el viento mi esperanza.
Nunca imaginara yo
que cupiera en lo que vi,
tras un dulce alegre sí,
tan amargo y triste no.
Mas yo no fuera engañado
si pusiera en mi ventura,
así como en tu hermosura,
los ojos que te han mirado.
Pues cuanto tu gracia estraña
promete, alegra y concierta,
tanto turba y desconcierta
mi desdicha, y enmaraña.
Unos ojos me engañaron,
al parecer pïadosos.
¡Ay, ojos falsos, hermosos!,
los que os ven, ¿en qué pecaron?
Dime, pastora crüel:
¿a quién no podrá engañar
tu sabio honesto mirar
y tus palabras de miel?
De mí ya está conoscido
que, con menos que hicieras,
días ha que me tuvieras
preso, engañado y rendido.
Las letras que fijaré
en esta áspera corteza
crecerán con más firmeza
que no ha crecido tu fe;
la cual pusiste en la boca
y en vanos prometimientos,
no firme al mar y a los vientos,
como bien fundada roca.
Tan terrible y rigurosa
como víbora pisada,
tan cruel como agraciada,
tan falsa como hermosa;
lo que manda tu crueldad
cumpliré sin más rodeo,
pues nunca fue mi deseo
contrario a tu voluntad.
Yo moriré desterrado
porque tú vivas contenta,
mas mira que amor no sienta
del modo que me has tratado;
porque, en la amorosa danza,
aunque amor ponga estrecheza,
sobre el compás de firmeza
no se sufre hacer mudanza.
Así como en la belleza
pasas cualquiera mujer,
creí yo que en el querer
fueras de mayor firmeza;
mas ya sé, por mi pasión,
que quiso pintar natura
un ángel en tu figura,
y el tiempo en tu condición.
Si quieres saber dó voy
y el fin de mi triste vida,
la sangre por mí vertida
te llevará donde estoy;
y, aunque nada no te cale
de nuestro amor y concierto,
no niegues al cuerpo muerto
el triste y último vale;
que bien serás rigurosa,
y más que un diamante dura,
si el cuerpo y la sepultura
no te vuelven piadosa.
Y en caso tan desdichado
tendré por dulce partido,
si fui vivo aborrecido,
ser muerto y por ti llorado.
»¿Qué palabras serán bastantes, pastoras, para daros a entender el estremo
de dolor que ocupó mi corazón cuando claramente entendí que los versos que
había leído eran de mi querido Artidoro? Mas no hay para qué encarescérosle,
pues no llegó al punto que era menester para acabarme la vida, la cual,
desde entonces acá tengo tan aborrecida, que no sentiría ni me podría venir
mayor gusto que perderla. Los sospiros que entonces di, las lágrimas que
derramé, las lástimas que hice, fueron tantas y tales, que ninguno me oyera
que por loca no me juzgara.
»En fin, yo quedé tal que, sin acordarme de lo que a mi honra debía, propuse
de desamparar la cara patria, amados padres y queridos hermanos, y dejar
con la guardia de sí mesmo al simple ganado mío. Y, sin entremeterme en
otras cuentas, mas de en aquellas que para mi gusto entendí ser necesarias,
aquella mesma mañana, abrazando mil veces la corteza donde las manos de
mi Artidoro habían llegado, me partí de aquel lugar con intención de venir
a estas riberas, donde sé que Artidoro tiene y hace su habitación, por ver
si ha sido tan inconsiderado y cruel consigo que haya puesto en ejecución
lo que en los últimos versos dejó escripto; que si así fuese, desde aquí
os prometo, amigas mías, que no sea menor el deseo y presteza con que le
siga en la muerte, que ha sido la voluntad con que le he amado en la vida.
Mas, ¡ay de mí, y cómo creo que no hay sospecha que en mi daño sea que no
salga verdadera!, pues ha ya nueve días que a estas frescas riberas he llegado,
y en todos ellos no he sabido nuevas de lo que deseo; y quiera Dios que
cuando las sepa, no sean las últimas que sospecho.» Veis aquí, discretas
zagalas, el lamentable suceso de mi enamorada vida. Ya os he dicho quién
soy y lo que busco; si algunas nuevas sabéis de mi contento, así la fortuna
os conceda el mayor que deseáis, que no me las neguéis.
Con tantas lágrimas acompañaba la enamorada pastora las palabras que decía,
que bien tuviera corazón de acero quien dellas no se doliera. Galatea y
Florisa, que naturalmente eran de condición piadosa, no pudieron detener
las suyas, ni menos dejaron, con las más blandas y eficaces razones que
pudieron, de consolarla, dándole por consejo que se estuviese algunos días
en su compañía; quizá haría la fortuna que en ellos algunas nuevas de Artidoro
supiese; pues no permitiría el cielo que, por tan estraño engaño, acabase
un pastor tan discreto como ella le pintaba el curso de sus verdes años;
y que podría ser que Artidoro, habiendo con el discurso del tiempo vuelto
a mejor discurso y propósito su pensamiento, volviese a ver la deseada patria
y dulces amigos; y que por esto, allí mejor que en otra parte podía tener
esperanza de hallarle. Con estas y otras razones, la pastora, algo consolada,
holgó de quedarse con ellas, agradeciéndoles la merced que le hacían y el
deseo que mostraban de procurar su contento. A esta sazón, la serena noche,
aguijando por el cielo el estrellado carro, daba señal que el nuevo día
se acercaba; y las pastoras, con el deseo y necesidad de reposo, se levantaron
y del fresco jardín a sus estancias se fueron. Mas, apenas el claro sol
había con sus calientes rayos deshecho y consumido la cerrada niebla que
en las frescas mañanas por el aire suele estenderse, cuando las tres pastoras,
dejando los ociosos lechos, al usado ejercicio de apascentar su ganado se
volvieron, con harto diferentes pensamientos Galatea y Florisa del que la
hermosa Teolinda llevaba, la cual iba tan triste y pensativa que era maravilla.
Y a esta causa, Galatea, por ver si podría en algo divertirla, le rogó que,
puesta aparte un poco la melancolía, fuese servida de cantar algunos versos
al son de la zampoña de Florisa. A esto respondió Teolinda:
Si la mucha causa que tengo de llorar, con la poca que de cantar tengo,
entendiera que en algo se menguara, bien pudieras, hermosa Galatea, perdonarme
porque no hiciera lo que me mandas; pero, por saber ya por experiencia que
lo que mi lengua cantando pronuncia mi corazón llorando lo solemniza, haré
lo que quieres, pues en ello, sin ir contra mi deseo, satisfaré el tuyo.
Y luego la pastora Florisa tocó su zampoña, a cuyo son Teolinda cantó este
soneto:
Teolinda
Sabido he por mi mal adónde llega
la cruda fuerza de un notorio engaño,
y cómo amor procura, con mi daño,
darme la vida qu'el temor me niega.
Mi alma de las carnes se despega,
siguiendo aquella que, por hado estraño,
la tiene puesta en pena, en mal tamaño,
qu'el bien la turba y el dolor sosiega.
Si vivo, vivo en fe de la esperanza,
que, aunque es pequeña y débil, se sustenta
siendo a la fuerza de mi amor asida.
¡Oh firme comenzar, frágil mudanza,
amarga suma de una dulce cuenta,
cómo acabáis por términos la vida!
No había bien acabado de cantar Teolinda el soneto que habéis oído, cuando
las tres pastoras sintieron a su mano derecha, por la ladera de un fresco
valle, el son de una zampoña, cuya suavidad era de suerte que todas se suspendieron
y pararon, para con más atención gozar de la suave armonía. Y de allí a
poco oyeron que al son de la zampoña el de un pequeño rabel se acordaba,
con tanta gracia y destreza que las dos pastoras Galatea y Florisa estaban
suspensas, imaginando qué pastores podrían ser los que tan acordadamente
sonaban, porque bien vieron que ninguno de los que ellas conocían, si Elicio
no, era en la música tan diestro. A esta sazón, dijo Teolinda:
Si los oídos no me engañan, hermosas pastoras, yo creo que tenéis hoy
en vuestras riberas a los dos nombrados y famosos pastores Tirsi y Damón,
naturales de mi patria; a lo menos Tirsi, que en la famosa Compluto, villa
fundada en las riberas de nuestro Henares, fue nacido. Y Damón, su íntimo
y perfecto amigo, si no estoy mal informada, de las montañas de León trae
su origen, y en la nombrada Mantua Carpentanea fue criado: tan aventajados
los dos en todo género de discreción, sciencia y loables ejercicios, que
no sólo en el circuito de nuestra comarca son conocidos, pero por todo el
de la tierra conocidos y estimados. Y no penséis, pastoras, que el ingenio
destos dos pastores sólo se estiende en saber lo que al pastoral estado
se conviene, porque pasa tan adelante que lo escondido del cielo y lo no
sabido de la tierra, por términos y modos concertados, enseñan y disputan.
Y estoy confusa en pensar qué causa les habrá movido a dejar Tirsi su dulce
y querida Fili, y Damón su hermosa y honesta Amarili: Fili de Tirsi, Amarili
de Damón, tan amadas, que no hay en nuestra aldea, ni en los contornos della,
persona, ni en la campaña, bosque, prado, fuente o río, que de sus encendidos
y honestos amores no tengan entera noticia.
Deja por agora, Teolinda dijo Florisa, de alabarnos estos
pastores, que más nos importa escuchar lo que vienen cantando, pues no menor
gracia me parece que tienen en la voz que en la música de los instrumentos.
Pues ¿qué diréis replicó Teolinda cuando veáis que a todo
eso sobrepuja la excelencia de su poesía, la cual es de manera que al uno
ya le ha dado renombre de "divino" y al otro de "más que humano"?
Estando en estas razones las pastoras, vieron que por la ladera del valle
por donde ellas mesmas iban, se descubrían dos pastores de gallarda dispusición
y estremado brío, de poca más edad el uno que el otro; tan bien vestidos,
aunque pastorilmente, que más parescían en su talle y apostura bizarros
cortesanos que serranos ganaderos. Traía cada uno un bien tallado pellico
de blanca y finísima lana, guarnecidos de leonado y pardo, colores a quien
más sus pastoras eran aficionadas; pendían de sus hombros sendos zurrones,
no menos vistosos y adornados que los pellicos; venían de verde laurel y
fresca yerba coronados, con los retorcidos cayados debajo del brazo puestos.
No traían compañía alguna, y tan embebecidos en su música venían, que estuvieron
gran espacio sin ver a las pastoras, que por la mesma ladera iban caminando,
no poco admiradas del gentil donaire y gracia de los pastores; los cuales,
con concertadas voces, comenzando el uno y replicando el otro, esto que
se sigue cantaban:
Damón Tirsi
Damón
Tirsi, qu'el solitario cuerpo alejas,
con atrevido paso, aunque forzoso,
de aquella luz con quien el alma dejas:
¿cómo en son no te dueles doloroso,
pues hay tanta razón para quejarte
del fiero turbador de tu reposo?
Tirsi
Damón, si el cuerpo miserable parte
sin la mitad del alma en la partida,
dejando della la más alta parte,
¿de qué virtud o ser será movida
mi lengua, que por muerta ya la cuento,
pues con el alma se quedó la vida?
Y, aunque muestro que veo, oigo y siento,
fantasma soy por el amor formada,
que con sola esperanza me sustento.
Damón
¡Oh Tirsi venturoso, y qué invidiada
es tu suerte de mí con causa justa,
por ser de las de amor más estremada!
A ti sola la ausencia te disgusta,
y tienes el arrimo de esperanza
con quien el alma en sus desdichas gusta.
Pero, ¡ay de mí!, que adonde voy me alcanza
la fría mano del temor esquiva
y del desdén la rigurosa lanza.
Ten la vida por muerta, aunque más viva
se te muestre, pastor; que es cual la vela,
que cuando muere, más su luz aviva.
Ni con el tiempo que ligero vuela,
ni con los medios que el ausencia ofrece,
mi alma fatigada se consuela.
Tirsi
El firme y puro amor jamás descrece
en el discurso de la ausencia amarga;
antes en fe de la memoria crece.
Así que, en el ausencia, corta o larga,
no vee remedio el amador perfecto
de dar alivio a la amorosa carga.
Que la memoria puesta en el objecto
que amor puso en el alma, representa
la amada imagen viva al intelecto.
Y allí en blando silencio le da cuenta
de su bien o su mal, según la mira
amorosa, o de amor libre y esenta.
Y si ves que mi alma no sospira,
es porque veo a Fili acá en mi pecho,
de modo que a cantar me llama y tira.
Damón
Si en el hermoso rostro algún despecho
vieras de Fili, cuando te partiste
del bien que así te tiene satisfecho,
yo sé, discreto Tirsi, que tan triste
vinieras como yo cuitado vengo,
que vi al contrario de lo que tú viste.
Tirsi
Damón, con lo que he dicho me entretengo,
y el estremo del mal de ausencia tiemplo,
y alegre voy, si voy, si quedo o vengo.
Que aquella que nasció por vivo ejemplo
de la inmortal belleza acá en el suelo,
digna de mármol, de corona y templo,
con su rara virtud y honesto celo
así los ojos codiciosos ciega,
que de ningún contrario me recelo.
La estrecha sujeción que no le niega
mi alma al alma suya, el alto intento,
que sólo en la adorar para y sosiega,
el tener deste amor conocimiento
Fili, y corresponder a fe tan pura,
destierran el dolor, traen el contento.
Damón
¡Dichoso Tirsi, Tirsi con ventura,
de la cual goces siglos prolongados
en amoroso gusto, en paz segura!
Yo, a quien los cortos implacables hados
trujeron a un estado tan incierto,
pobre en el merecer, rico en cuidados,
bien es que muera; pues, estando muerto,
no temeré a Amarili rigurosa,
ni del ingrato amor el desconcierto.
¡Oh más que el cielo, oh más que el sol hermosa,
y para mí más dura que un diamante,
presta a mi mal y al bien muy perezosa!
¿Cuál ábrego, cuál cierzo, cuál levante
te sopló de aspereza, que así ordenas
que huiga el paso y no te esté delante?
Yo moriré, pastora, en las ajenas
tierras, pues tú lo mandas, condemnado
a hierros, muertes, yugos y cadenas.
Tirsi
Pues con tantas ventajas te ha dotado,
Damón amigo, el pïadoso cielo
de un ingenio tan vivo y levantado,
tiempla con él el llanto, tiempla el duelo,
considerando bien que no contino
nos quema el sol ni nos enfría el yelo.
Quiero decir, que no sigue un camino
siempre con pasos llanos reposados
para darnos el bien nuestro destino;
que alguna vez, por trances no pensados,
lejos, al parecer, de gusto y gloria,
nos lleva a mil contentos regalados.
Revuelve, dulce amigo, la memoria
por los honestos gustos que algún tiempo
amor te dio por prendas de victoria;
y si es posible, busca un pasatiempo
que al alma engañe, en tanto que se pasa
este desamorado airado tiempo.
Damón
Al yelo que por términos me abrasa,
y al fuego que sin término me yela,
¿quién le pondrá, pastor, término o tasa?
En vano cansa, en vano se desvela
el desfavorecido que procura
a su gusto cortar de amor la tela,
que si sobra en amor, falta en ventura.
Aquí cesó el estremado canto de los agraciados pastores, pero no el gusto
que las pastoras habían recebido en escucharle; antes quisieran que tan
presto no se acabara, por ser de aquellos que no todas veces suelen oírse.
A esta sazón, los dos gallardos pastores encaminaban sus pasos hacia donde
las pastoras estaban, de que pesó a Teolinda, porque temió ser dellos conocida;
y por esta causa rogó a Galatea que de aquel lugar se desviasen. Ella lo
hizo, y ellos pasaron, y, al pasar, oyó Galatea que Tirsi a Damón decía:
Estas riberas, amigo Damón, son en las que la hermosa Galatea apascienta
su ganado, y adonde trae el suyo el enamorado Elicio, íntimo y particular
amigo tuyo, a quien dé la ventura tal suceso en sus amores, cuanto merescen
sus honestos y buenos deseos. Yo ha muchos días que no sé en qué términos
le trae su suerte; pero, según he oído decir de la recatada condición de
la discreta Galatea, por quien él muere, temo que más aína debe de estar
quejoso que satisfecho.
No me maravillaría yo deso respondió Damón, porque con cuantas
gracias y particulares dones que el cielo enriqueció a Galatea, al fin fin
la hizo mujer, en cuyo frágil subjeto no se halla todas veces el conocimiento
que se debe, y el que ha menester el que por ellas lo menos que aventura
es la vida. Lo que yo he oído decir de los amores de Elicio, es que él adora
a Galatea sin salir del término que a su honestidad se debe, y que la discreción
de Galatea es tanta, que no da muestras de querer ni de aborrecer a Elicio.
Y así, debe de andar el desdichado subjeto a mil contrarios accidentes,
esperando en el tiempo y la fortuna, medios harto perdidos, que le alarguen
o acorten la vida, de los cuales está más cierto el acortarla que el entretenerla.
Hasta aquí pudo oír Galatea de lo que della y de Elicio los pastores tratando
iban, de que no recibió poco contento, por entender que lo que la fama de
sus cosas publicaba era lo que a su limpia intención se debía. Y, desde
aquel punto, determinó de no hacer por Elicio cosa que diese ocasión a que
la fama no saliese verdadera en lo que de sus pensamientos publicaba. A
este tiempo, los dos bizarros pastores, con vagarosos pasos, poco a poco
hacia el aldea se encaminaban, con deseo de hallarse a las bodas del venturoso
pastor Daranio, que con Silveria "de los verdes ojos" se casaba. Y ésta
fue una de las causas por que ellos habían dejado sus rebaños y al lugar
de Galatea se venían. Pero, ya que les faltaba poco del camino, a la mano
derecha dél sintieron el son de un rabel que acordada y suavemente sonaba;
y parándose Damón, trabó a Tirsi del brazo, diciéndole:
Espera y escucha un poco, Tirsi, que si los oídos no me mienten, el
son que a ellos llega es del rabel de mi buen amigo Elicio, a quien dio
naturaleza tanta gracia en muchas y diversas habilidades, cuanto las oirás
si le escuchas y conocerás si le tratas.
No creas, Damón respondió Tirsi, que hasta agora estoy por
conocer las buenas partes de Elicio, que días ha que la fama me las tiene
bien manifiestas. Pero calla agora, y escuchemos si canta alguna cosa que
del estado de su vida nos dé algún manifiesto indicio.
Bien dices replicó Damón, mas será menester, para que mejor
le oigamos, que nos lleguemos por entre estas ramas, de modo que, sin ser
vistos dél, de más cerca le escuchemos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse en parte tan buena que ninguna palabra que
Elicio dijo o cantó dejó de ser de ellos oída, y aun notada. Estaba Elicio
en compañía de su amigo Erastro, de quien pocas veces se apartaba por el
entretenimiento y gusto que de su buena conversación recibía, y todos o
los más ratos del día en cantar y tañer se les pasaba. Y, a este punto,
tocando su rabel Elicio y su zampoña Erastro, a estos versos dio principio
Elicio:
Elicio
Rendido a un amoroso pensamiento,
con mi dolor contento,
sin esperar más gloria,
sigo la que persigue mi memoria,
porque contino en ella se presenta
de los lazos de amor libre y esenta.
Con los ojos del alma aun no es posible
ver el rostro apacible
de la enemiga mía,
gloria y honor de cuanto el cielo cría;
y los del cuerpo quedan, sólo en vella,
ciegos por haber visto el sol en ella.
¡Oh dura servidumbre, aunque gustosa!
¡Oh mano poderosa
de Amor, que así pudiste
quitarme, ingrato, el bien que prometiste
de hacerme, cuando libre me burlaba
de ti, del arco tuyo y de tu aljaba!
¡Cuánta belleza, cuánta blanca mano
me mostraste, tirano!
¡Cuánto te fatigaste
primero que a mi cuello el lazo echaste!
Y aun quedaras vencido en la pelea,
si no hubiera en el mundo Galatea.
Ella fue sola la que sola pudo
rendir el golpe crudo
el corazón esento,
y avasallar el libre pensamiento,
el cual, si a su querer no se rindiera,
por de mármol o acero le tuviera.
¿Qué libertad puede mostrar su fuero
ante el rostro severo,
y más quel sol hermoso,
de la que turba y cansa mi reposo?
¡Ay rostro, que en el suelo
descubres cuanto bien encierra el cielo!
¿Cómo pudo juntar naturaleza
tal rigor y aspereza
con tanta hermosura,
tanto valor y condición tan dura?
Mas mi dicha consiente
en mi daño juntar lo diferente.
Esle tan fácil a mi corta suerte
ver con la amarga muerte
junta la dulce vida,
y estar su mal a do su bien se anida,
que entre contrarios veo
que mengua la esperanza, y no el deseo.
No cantó más el enamorado pastor, ni quisieron más detenerse Tirsi y Damón;
antes, haciendo de sí gallarda e improvisa muestra, hacia donde estaba Elicio
se fueron; el cual, como los vio, conociendo a su amigo Damón, con increíble
alegría le salió a rescebir, diciéndole:
¿Qué ventura ha ordenado, discreto Damón, que la des tan buena con
tu presencia a estas riberas, que grandes tiempos ha que te desean?
No puede ser sino buena respondió Damón, pues me ha traído
a verte, ¡oh Elicio!, cosa que yo estimo en tanto, cuanto es el deseo que
dello tenía, y la larga ausencia y la amistad que te tengo me obligaba.
Pero si por alguna cosa puedes decir lo que has dicho, es porque tienes
delante al famoso Tirsi, gloria y honor del castellano suelo.
Cuando Elicio oyó decir que aquél era Tirsi, dél solamente por fama conocido,
rescibiéndole con mucha cortesía, le dijo:
Bien conforma tu agradable semblante, nombrado Tirsi, con lo que de
tu valor y discreción en las cercanas y apartadas tierras la parlera fama
pregona. Y así, a mí, a quien tus escriptos han admirado e inclinado a desear
conocerte y servirte, puedes, de hoy más, tener y tratar como verdadero
amigo.
Es tan conocido lo que yo gano en eso respondió Tirsi, que
en vano pregonaría la fama lo que la afición que me tienes te hace decir
que de mí pregona, si no conociese la merced que me haces en querer ponerme
en el número de tus amigos; y, porque entre los que lo son las palabras
de comedimiento han de ser escusadas, cesen las nuestras en este caso, y
den las obras testimonio de nuestras voluntades.
La mía será contino de servirte replicó Elicio, como lo verás,
¡oh Tirsi!, si el tiempo o la fortuna me ponen en estado que valga algo
para ello; porque el que agora tengo, puesto que no le trocaría con otro
de mayores ventajas, es tal, que apenas me deja con libertad de ofrecer
el deseo.
Tiniendo como tienes el tuyo en lugar tan alto dijo Damón,
por locura tendría procurar bajarle a cosa que menos fuese. Y así, amigo
Elicio, no digas mal del estado en que te hallas, porque yo te prometo que,
cuando se comparase con el mío, hallaría yo ocasión de tenerte más envidia
que lástima.
Bien parece, Damón dijo Elicio, que ha muchos días que faltas
destas riberas, pues no sabes lo que en ellas amor me hace sentir; y si
esto no es, no debes conocer ni tener experiencia de la condición de Galatea;
que si della tuvieses noticia, trocarías en lástima la envidia que de mi
tendrías.
Quien ha gustado de la condición de Amarili, ¿qué cosa nueva puede
esperar de la de Galatea? respondió Damón.
Si la estada tuya en estas riberas replicó Elicio fuere tan
larga como yo deseo, tú, Damón, conocerás y verás en ella, y oirás en otros,
cómo andan en igual balanza su crueldad y gentileza: estremos que acaban
la vida al que su desventura trujo a términos de adorarla.
En las riberas de nuestro Henares dijo a esta sazón Tirsi
más fama tiene Galatea de hermosa que de cruel; pero, sobre todo, se dice
que es discreta; y si esta es la verdad, como lo debe ser, de su discreción
nasce conocerse, y de conocerse estimarse, y de estimarse no querer perderse,
y del no querer perderse viene el no querer contentarte; y viendo tú, Elicio,
cuán mal corresponde a tus deseos, das nombre de crueldad a lo que debrías
llamar honroso recato; y no me maravillo, que, en fin, es condición propria
de los enamorados poco favorescidos.
Razón tendrías en lo que has dicho, ¡oh Tirsi! replicó Elicio,
cuando mis deseos se desviaran del camino que a su honra y honestidad conviene;
pero si van tan medidos como a su valor y crédito se debe, ¿de qué sirve
tanto desdén, tan amargas y desabridas respuestas, y tan a la clara esconder
el rostro al que tiene puesta toda su gloria en sólo verle?
¡Ay, Tirsi, Tirsi! respondió Elicio, y cómo te debe tener
el amor puesto en lo alto de sus contentos, pues con tan sosegado espíritu
hablas de sus efectos. No sé yo cómo viene bien lo que tú agora dices con
lo que un tiempo decías cuando cantabas:
¡Ay, de cuán ricas esperanzas vengo
al deseo más pobre y encogido!;
con lo demás que a esto añadiste.
Hasta este punto había estado callando Erastro, mirando lo que entre los
pastores pasaba, admirado de ver su gentil donaire y apostura, con las muestras
que cada uno daba de la mucha discreción que tenía. Pero, viendo que, de
lance en lance, a razonar de casos de amor se habían reducido, como aquél
que tan experimentado en ellos estaba, rompió el silencio y dijo:
Bien creo, discretos pastores, que la larga experiencia os habrá mostrado
que no se puede reducir a continuado término la condición de los enamorados
corazones, los cuales, como se gobiernan por voluntad ajena, a mil contrarios
accidentes están subjetos. Y así, tú, famoso Tirsi, no tienes de qué maravillarte
de lo que Elicio ha dicho, ni él tampoco de lo que tú dices, ni traer por
ejemplo aquello que él dice que cantabas; ni menos lo que yo sé que cantaste
cuando dijiste:
La amarillez y la flaqueza mía;
donde claramente mostrabas el afligido estado que entonces poseías; porque
de allí a poco llegaron a nuestras cabañas las nuevas de tu contento, solemnizadas
en aquellos versos tan nombrados tuyos, que si mal no me acuerdo comenzaban:
Sale el aurora y de su fértil manto.
Por do claro se conoce la diferencia que hay de tiempos a tiempos, y cómo
con ellos suele mudar amor los estados, haciendo que hoy se ría el que ayer
lloraba y que mañana llore el que hoy ríe. Y, por tener yo tan conocida
esta su condición, no puede la aspereza y desdén zahareño de Galatea acabar
de derribar mis esperanzas, puesto que yo no espero della otra cosa si no
es que se contente de que yo la quiera.
El que no esperase buen suceso de un tan enamorado y medido deseo como
el que has mostrado, ¡oh pastor! respondió Damón, renombre más
que de desesperado merescía. Por cierto que es gran cosa la que de Galatea
pretendes. Pero dime, pastor, así ella te la conceda: ¿es posible que tan
a regla tienes tu deseo, que no se adelanta a desear más de lo que has dicho?
Bien puedes creerle, amigo Damón dijo Elicio, porque el valor
de Galatea no da lugar a que della otra cosa se desee ni se espere; y aun
ésta es tan difícil de obtenerse, que a veces a Erastro se entibia la esperanza
y a mí se enfría, de manera que él tiene por cierto, y yo por averiguado,
que primero ha de llegar la muerte que el cumplimiento della. Mas, porque
no es razón rescebir tan honrados huéspedes con los amargos cuentos de nuestras
miserias, quéde[n]se ellas aquí y recojámonos al aldea, donde descansaréis
del pesado trabajo del camino, y con más sosiego, si dello gustáredes, entenderéis
el desasosiego nuestro.
Holgaron todos de acomodarse a la voluntad de Elicio, el cual y Erastro,
recogiendo sus ganados, puesto que era algunas horas antes de lo acostumbrado,
en compañía de los dos pastores, hablando en diversas cosas, aunque todas
enamoradas, hacia el aldea se encaminaron. Mas, como todo el pasatiempo
de Erastro era tañer y cantar, así por esto como por el deseo que tenía
de saber si los dos nuevos pastores lo hacían tan bien como dellos se sonaba,
por moverlos y convidarlos a que otro tanto hiciesen, rogó a Elicio que
su rabel tocase, al son del cual así comenzó a cantar:
Erastro
Ante la luz de unos serenos ojos
que al sol dan luz con que da luz al suelo,
mi alma así se enciende, que recelo
que presto tendrá muerte sus despojos.
Con la luz se conciertan los manojos
de aquellos rayos del señor de Delo:
tales son los cabellos de quien suelo
adorar su beldad puesto de hinojos.
¡Oh clara luz, oh rayos del sol claro,
antes el mesmo sol! De vos espero
sólo que consintáis que Erastro os quiera.
Si en esto el cielo se me muestra avaro,
antes que acabe del dolor que muero,
haced, ¡oh rayos!, que de un rayo muera.
No les pareció mal el soneto a los pastores, ni les descontentó la voz de
Erastro; que, puesto que no era de las muy estremadas, no dejaba de ser
de las acordadas. Y luego Elicio, movido del ejemplo de Erastro, le hizo
que tocase su zampoña, al son de la cual este soneto dijo:
Elicio
¡Ay, que al alto designio que se cría
en mi amoroso firme pensamiento,
contradicen el cielo, el fuego, el viento,
la agua, la tierra y la enemiga mía!
Contrarios son de quien temer debría,
y abandonar la empresa el sano intento;
mas, ¿quién podrá estorbar lo qu'el violento
hado implacable quiere, amor porfía?
El alto cielo, amor, el viento, el fuego,
la agua, la tierra y mi enemiga bella,
cada cual con fuerza, y con mi hado,
mi bien estorbe, esparza, abrase y luego
deshaga mi esperanza; que, aun sin ella,
imposible es dejar lo comenzado.
En acabando Elicio, luego Damón, al son de la mesma zampoña de Erastro,
desta manera comenzó a cantar:
Damón
Más blando fui que no la blanda cera,
cuando imprimí en mi alma la figura
de la bella Amarili, esquiva y dura
cual duro mármol o silvestre fiera.
Amor me puso entonces en la esfera
más alta de su bien y su ventura;
y agora temo que la sepultura
ha de acabar mi presumpción primera.
Arrimóse el amor a la esperanza
cual vid al olmo, y fue subiendo apriesa;
mas faltóle el humor, y cesó el vuelo:
no el de mis ojos, que por larga usanza,
fortuna sabe bien que jamás cesa
de dar tributo al rostro, al pecho, al suelo.
Acabó Damón y comenzó Tirsi, al son de los instrumentos de los tres pastores,
a cantar este soneto:
Tirsi
Por medio de los filos de la muerte
rompió mi fe, y a tal punto he llegado,
que no envidio el más alto y rico estado
que encierra humana venturosa suerte.
Todo este bien nasció de sólo verte,
hermosa Fili, ¡oh Fili!, a quien el hado
dotó de un ser tan raro y estremado,
que en risa el llanto, el mal en bien convierte.
Como amansa el rigor de la sentencia
si el condenado el rostro del rey mira,
y es ley que nunca tuerce su derecho,
así ante tu hermosísima presencia
la muerte huye, el daño se retira,
y deja en su lugar vida y provecho.
Al acabar de Tirsi, todos los intrumentos de los pastores formaron tan agradable
música, que causaba grande contento a quien la oía; y más, ayudándoles de
entre las espesas ramas mil suertes de pintados pajarillos que, con divina
armonía, parece que como a coros les iban respondiendo. Desta suerte habían
caminado un trecho, cuando llegaron a una antigua ermita que en la ladera
de un montecillo estaba, no tan desviada del camino que dejase de oírse
el son de una arpa que dentro, al parecer, tañían; el cual oído por Erastro,
dijo:
Deteneos, pastores, que según pienso, hoy oiremos todos lo que ha días
que yo deseo oír, que es la voz de un agraciado mozo que dentro de aquella
ermita habrá doce o catorce días se ha venido a vivir una vida más áspera
de lo que a mí me parece que puedan llevar sus pocos años, y algunas veces
que por aquí he pasado, he sentido tocar una arpa y entonar una voz tan
suave que me ha puesto en grandísimo deseo de escucharla; pero siempre he
llegado a punto que él le ponía en su canto. Y,aunque con hablarle he procurado
hacerme su amigo, ofreciéndole a su servicio todo lo que valgo y puedo,
nunca he podido acabar con él que me descubra quién es y las causas que
le han movido a venir de tan pocos años a ponerse en tanta soledad y estrecheza.
Lo que Erastro decía del mozo y nuevo ermitaño puso en los pastores el mesmo
deseo de conocerle que él tenía. Y así, acordaron de llegarse a la ermita
de modo que, sin ser sentidos, pudiesen entender lo que cantaba antes que
llegasen a hablarle; y, haciéndolo así, les sucedió tan bien, que se pusieron
de parte donde, sin ser vistos ni sentidos, oyeron que al son de la arpa,
el que estaba dentro semejantes versos decía:
Si han sido el cielo, amor y la fortuna,
sin ser de mí ofendidos,
contentos de ponerme en tal estado,
en vano al aire envío mis gemidos,
en vano hasta la luna
se vio mi pensamiento levantado.
¡Oh riguroso hado!,
¡por cuán estrañas desusadas vías
mis dulces alegrías
han venido a parar en tal estremo,
que estoy muriendo y aun la vida temo!
Contra mí mesmo estoy ardiendo en ira,
por ver que sufro tanto
sin romper este pecho, y dar al viento
esta alma, qu'en mitad del duro llanto
al corazón retira
las últimas reliquias del aliento;
y allí de nuevo siento
que acude la esperanza a darme fuerza,
y, aunque fingida, a mi vivir es fuerza,
y no es piedad del cielo, porque ordena
a larga vida dar más larga pena.
Del caro amigo el lastimado pecho
enterneció este mío,
y la empresa difícil tomé a cargo.
¡Oh discreto fingir de desvarío!
¡Oh nunca visto hecho!
¡Oh caso gustosísimo y amargo!
¡Cuán dadivoso y largo
[el] amor se mostró por bien ajeno,
y cuán avaro y lleno
de temor y lealtad para conmigo!
Pero a más nos obliga un firme amigo.
Injustas pagas a voluntades justas
a cada paso vemos,
dadas por mano de fortuna esquiva;
y de ti, falso amor, de quien sabemos
que te alegras y gustas
de que un firme amador muriendo viva,
abrasadora y viva
llama se encienda en tus ligeras alas,
y las buenas y malas
saetas en ceniza se resuelvan,
o al dispararlas, contra tí se vuelvan.
¿Por qué camino, con qué fraude y mañas,
por qué estraño rodeo
entera posesión de mí tomaste?
Y ¿cómo en mi piadoso alto deseo
y en mis limpias entrañas
la sana voluntad, falso, trocaste?
¿Juicio habrá que baste
a llevar en paciencia el ver, perjuro,
que entré libre y seguro
a tratar de tus glorias y tus penas,
y agora al cuello siento tus cadenas?
Mas no de ti, sino de mí sería
razón que me quejase,
que a tu fuego no hice resistencia.
Yo me entregué, yo hice que soplase
el viento que dormía
de la ocasión con furia y violencia.
Justísima sentencia
ha dado el cielo contra mí que muera,
aunque sólo se espera
de mi infelice hado y desventura
que no acabe mi mal la sepultura.
¡Oh amigo dulce, oh dulce mi enemiga,
Timbrio y Nísida bella,
dichosos juntamente y desdichados!
¿Cuál dura, inicua, inexorable estrella,
de mi daño enemiga;
cuál fuerza injusta de implacables hados
nos tiene así apartados?
¡Oh miserable, humana, frágil suerte!
¡Cuán presto se convierte
en súbito pesar un alegría,
y sigue escura noche al claro día!
De la instabilidad, de la mudanza
de las humanas cosas,
¿cuál será el atrevido que se fíe?
Con alas vuela el tiempo presurosas,
y tras sí la esperanza
se lleva del que llora y del que ríe;
y ya que el cielo envíe
su favor, sólo sirve al que con celo
sancto levanta al cielo
el alma, en fuego de su amor deshecha,
y al que no, más le daña que aprovecha.
Yo, como puedo, buen señor, levanto
la una y otra palma,
los ojos, la intención al cielo sancto,
por quien espera el alma
ver vuelto en risa su contino llanto.
Con un profundo sospiro dio fin al lastimado canto el recogido mozo que
dentro de la ermita estaba. Y, sintiendo los pastores que adelante no procedía,
sin detenerse más, todos juntos entraron en ella, donde vieron a un cabo,
sentado encima de una dura piedra, a un dispuesto y agraciado mancebo, al
parecer de edad de veinte y dos años, vestido de un tosco buriel con los
pies descalzos y una áspera soga ceñida al cuerpo, que de cordón le servía.
Estaba con la cabeza inclinada a un lado, y la una mano asida de la parte
de la túnica que sobre el corazón caía, y el otro brazo a la otra parte
flojamente derribado. Y, por verle desta manera, y por no haber hecho movimiento
al entrar de los pastores, claramente conocieron que desmayado estaba, como
era la verdad, porque la profunda imaginación de sus miserias, muchas veces
a semejante término le conducía. Llegóse a él Erastro, y, trabándole recio
del brazo, le hizo volver en sí, aunque tan desacordado que parecía que
de un pesado sueño recordaba, las cuales muestras de dolor no pequeño le
causaron a los que le veían, y luego Erastro le dijo:
¿Qué es esto, señor? ¿Qué es lo que siente vuestro fatigado pecho?
No dejéis de decirlo, que presentes tenéis quien no rehusará fatiga alguna
por dar remedio a la vuestra.
No son esos respondió el mancebo con voz algo desmayada los
primeros ofrecimientos, comedido pastor, que me has hecho, ni aun serían
los últimos que yo acertase a servir si pudiese; pero hame traído la fortuna
a términos, que ni ellos pueden aprovecharme ni yo satisfacerlos más de
con el deseo. Éste puedes tomar en cuenta del bueno que me ofreces; y si
otra cosa de mí deseas saber, el tiempo, que no encubre nada, te dirá más
de lo que yo quisiera.
Si al tiempo dejas que me satisfaga de lo que me dices respondió
Erastro poco debe agradecerse tal paga, pues él, a pesar nuestro, echa
en las plazas lo más secreto de nuestros corazones.
A este tiempo, todos los demás pastores le rogaron que la ocasión de su
tristeza les contase, especialmente Tirsi, que con eficaces razones le persuadió,
y dio a entender que no hay mal en esta vida que con ella su remedio no
se alcanzase, si ya la muerte, atajadora de los humanos discursos, no se
opone a ellos. Y a esto añadió otras palabras que al obstinado mozo movieron
a que con la suyas hiciese satisfechos a todos de lo que dél saber deseaban.
Y así, les dijo:
Puesto que a mí me fuera mejor, ¡oh agradable compañía!, vivir lo poco
que me queda de vida sin ella, y haberme recogido a mayor soledad de la
que tengo, todavía, por no mostrarme esquivo a la voluntad que me habéis
mostrado, determino de contaros todo aquello que entiendo bastará, y los
términos por donde la mudable fortuna me ha traído al estrecho estado en
que me hallo; pero, porque me parece que es ya algo tarde, y, según mis
desventuras son muchas, sería posible que antes de contároslas la noche
sobreviniese, será bien que todos juntos a la aldea nos vamos, pues a mí
no me hace otra descomodidad de hacer el camino esta noche que mañana tenía
determinado, y esto me es forzoso, pues de vuestra aldea soy proveído de
lo que he menester para mi sustento, y por el camino, como mejor pudiere,
os haré ciertos de mis desgracias.
A todos pareció bien lo que el mozo ermitaño decía, y, puniéndole en medio
dellos, con vagarosos pasos tornaron a seguir el camino de la aldea, y luego
el lastimado ermitaño, con muestras de mucho dolor, desta manera al cuento
de sus miserias dio principio:
«En la antigua y famosa ciudad de Jerez, cuyos moradores de Minerva
y Marte son favorescidos, nasció Timbrio, un valeroso caballero, del cual,
si sus virtudes y generosidad de ánimo hubiese de contar, a difícil empresa
me pondría. Basta saber que, no sé si por la mucha bondad suya o por la
fuerza de las estrellas, que a ello me inclinaban, yo procuré, por todas
las vías que pude, serle particular amigo, y fueme el cielo en esto tan
favorable que, casi olvidándose a los que nos conoscían el nombre de Timbrio
y el de Silerio que es el mío, solamente los dos amigos
nos llamaban, haciendo nosotros, con nuestra continua conversación y amigables
obras, que tal opinión no fuese vana.
»Desta suerte los dos, con increíble gusto y contento, los mozos años pasábamos,
ora en el campo en el ejercicio de la caza, ora en la ciudad en el del honroso
Marte entreteniéndonos, hasta que un día, de los muchos aciagos que el enemigo
tiempo en el discurso de mi vida me ha hecho ver, le sucedió a mi amigo
Timbrio una pesada pendencia con un poderoso caballero, vecino de la mesma
ciudad. Llegó a término la quistión que el caballero quedó lastimado en
la honra, y a Timbrio fue forzoso ausentarse, por dar lugar a que la furiosa
discordia cesase que entre los dos parentales se comenzaba a encender, dejando
escrita una carta a su enemigo, dándole aviso que le hallaría en Italia,
en la ciudad de Milán o de Nápoles, todas las veces que, como caballero,
de su agravio satisfacerse quisiese. Con esto cesaron los bandos entre los
parientes de entrambos, y ordenóse que a igual y mortal batalla el ofendido
caballero, que Pransiles se llamaba, a Timbrio desafiase, y que, en hallando
campo seguro para la batalla, se avisase a Timbrio. Ordenó más mi suerte:
que al tiempo que esto sucedió yo me hallase tan falto de salud, que apenas
del lecho levantarme podía, y por esta ocasión se me pasó la de seguir a
mi amigo dondequiera que fuese, el cual al partir se despidió de mí con
no pequeño descontento, encargándome que, en cobrando fuerzas, le buscase,
que en la ciudad de Nápoles le hallaría. Y así, se partió, dejándome con
más pena que yo sabré agora significaros. Mas, al cabo de pocos días, pudiendo
en mí más el deseo que de verle tenía, que no la flaqueza que me fatigaba,
me puse luego en camino; y, para que con más brevedad y más seguro le hiciese,
la ventura me ofreció la comodidad de cuatro galeras que en la famosa Isla
de Cádiz, de partida para Italia, prestas y aparejadas estaban. Embarquéme
en una dellas, y, con próspero viento, en tiempo breve, las riberas catalanas
descubrimos; y, habiendo dado fondo en un puerto dellas, yo, que algo fatigado
de la mar venía, asegurado primero de que por aquella noche las galeras
de allí no partirían, me desembarqué con solo un amigo y un criado mío.
Y no creo que debía de ser la media noche, cuando los marineros y los que
a cargo las galeras llevaban, viendo que la serenidad del cielo calma o
próspero viento señalaba, por no perder la buena ocasión que se les ofrecía,
a la segunda guardia hicieron la señal de partida, y, zarpando las áncoras,
dieron con mucha presteza los remos al sesgo mar y las velas al sosegado
viento. Y fue, como digo, con tanta diligencia hecho que, por mucha que
yo puse para volver a embarcarme, no fui a tiempo; y así, me hube de quedar
en la marina con el enojo que podrá considerar quien por semejantes y ordinarios
casos habrá pasado, porque quedaba mal acomodado de todas las cosas que
para seguir mi viaje por tierra eran necesarias. Mas, considerando que,
de quedarme allí, poco remedio se esperaba, acordé de volverme a Barcelona,
adonde, como ciudad más grande, podría ser hallar quien me acomodase de
lo que me faltaba, correspondiendo a Jerez o a Sevilla con la paga dello.
»Amanecióme en estos pensamientos, y, con determinación de ponerlos en efecto,
aguardaba a que el día más se levantase; y, estando a punto de partirme,
sentí un grande estruendo por la tierra y que toda la gente corría a la
calle más principal del pueblo, y, preguntando a uno qué era aquello, me
respondió: "Llegaos, señor, aquella esquina, que a voz de pregonero sabréis
lo que deseáis". Hícelo así, y lo primero en que puse los ojos fue en un
alto crucifijo y en mucho tumulto de gente, señales que alguno sentenciado
a muerte entre ellos venía, todo lo cual me certificó la voz del pregonero,
que declaraba que, por haber sido salteador y bandolero, la justicia mandaba
ahorcar un hombre, que, como a mí llegó, luego conocí que era el mi buen
amigo Timbrio, el cual venía a pie, con unas esposas a las manos y una soga
a la garganta, los ojos enclavados en el crucifijo que delante llevaba,
diciendo y protestando a los clérigos que con él iban, que por la estrecha
cuenta que pensaba dar en breves horas al verdadero Dios, cuyo retrato delante
los ojos tenía, que nunca en todo el discurso de su vida había cometido
cosa por donde públicamente meresciese rescebir tan ignominiosa muerte;
y que a todos rogaba rogasen a los jueces le diesen algún término para probar
cuán inocente estaba de lo que le acusaban.
»Considérese aquí, si tanto la consideración pudo levantarse, cuál quedaría
yo al horrendo espectáculo que a los ojos se me ofrecía. No sé qué os diga,
señores, sino que quedé tan embelesado y fuera de mí, y de tal modo quedé
ajeno de todos mis sentidos, que una estatua de mármol debiera de parecer
a quien en aquel punto me miraba. Pero ya que el confuso rumor del pueblo,
las levantadas voces de los pregoneros, las lastimosas palabras de Timbrio
y las consoladoras de los sacerdotes, y el verdadero conocimiento de mi
buen amigo, me hubieron vuelto de aquel embelesamiento primero, y la alterada
sangre acudió a dar ayuda al desmayado corazón, y despertado en él la cólera
debida a la notoria venganza de la ofensa de Timbrio, sin mirar al peligro
que me ponía, sino al de Timbrio, por ver si podía librarle, o seguirle
hasta la otra vida, con poco temor de perder la mía, eché mano a la espada,
y con más que ordinaria furia entré por medio de la confusa turba, hasta
que llegué adonde Timbrio iba, el cual, no sabiendo si en provecho suyo
tantas espadas se habían desenvainado, con perplejo y angustiado ánimo,
estaba mirando lo que pasaba, hasta que yo le dije: "¿Adónde está, ¡oh Timbrio!,
el esfuerzo de tu valeroso pecho? ¿Qué esperas, o qué aguardas? ¿Por qué
no te favoreces de la ocasión presente? Procura, ¡oh verdadero amigo!, salvar
tu vida, en tanto que esta mía hace escudo a la sinrazón que, según creo,
aquí te es hecha". Estas palabras mías y el conocerme Timbrio, fue parte
para que, olvidado todo temor, rompiese las ataduras o esposas de las manos;
mas todo su ardimiento fuera poco si los sacerdotes, de compasión movidos,
no ayudaran su deseo, los cuales, tomándole en peso, a pesar de los que
estorbarlo querían, se entraron con él en una iglesia que allí junto estaba,
dejándome a mí en medio de toda la justicia, que con grande instancia procuraba
prenderme, como al fin lo hizo, pues a tantas fuerzas juntas no fue poderosa
la sola mía de resistirlas. Y, con más ofensas que, a mi parecer, mi pecado
merescía, a la cárcel pública, herido de dos heridas, me llevaron.
»El atrevimiento mío, y el haberse escapado Timbrio, augmentó mi culpa y
el enojo en los jueces, los cuales, condenando bien el exceso por mí cometido,
pareciéndoles ser justo que yo muriese, y luego luego, la cruel sentencia
pronunciaron, y para otro día guardaban la ejecución. Llegó a Timbrio esta
triste nueva allá en la iglesia donde estaba, y, según yo después supe,
más alteración le dio mi sentencia que le había dado la de su muerte; y,
por librarme della, de nuevo se ofrecía a entregarse otra vez en poder de
la justicia, pero los sacerdotes le aconsejaron que servía de poco aquello,
antes era añadir mal a mal y desgracia a desgracia, pues no sería parte
el entregarse él para que yo fuese suelto, pues no lo podía ser sin ser
castigado de la culpa cometida. No fueron menester pocas razones para persuadir
a Timbrio no se diese a la justicia; pero sosegóse con proponer en su ánimo
de hacer otro día por mí lo que yo por él había hecho, por pagarme en la
mesma moneda, o morir en la demanda. De toda su intención fui avisado por
un clérigo que a confesarme vino, con el cual le envié a decir que el mejor
remedio que mi desdicha podía tener era que él se salvase, y procurase que,
con toda brevedad, el virrey de Barcelona supiese todo el suceso antes que
la justicia de aquel pueblo la ejecutase en él. Supe también la causa por
que a mi amigo Timbrio llevaban al amargo suplicio, según me contó el mesmo
sacerdote que os he dicho; y fue que, viniendo Timbrio caminando por el
reino de Cataluña, a la salida de Perpiñán, dieron con él una cantidad de
bandoleros, los cuales tenían por señor y cabeza a un valeroso caballero
catalán, que por ciertas enemistades andaba en la compañía, como es ya antiguo
uso de aquel reino, cuando los enemistados son personas de cuenta, salirse
a ella y hacerse todo el mal que pueden, no solamente en las vidas, pero
en las haciendas: cosa ajena de toda cristiandad y digna de toda lástima.
»Sucedió, pues, que, al tiempo que los bandoleros estaban ocupados en quitar
a Timbrio lo que llevaba, llegó en aquella sazón el señor y caudillo dellos,
y como en fin era caballero, no quiso que delante de sus ojos agravio alguno
a Timbrio se hiciese; antes, pareciéndole hombre de valor y prendas, le
hizo mil corteses ofrecimientos, rogándole que por aquella noche se quedase
con él en un lugar allí cerca, que otro día por la mañana le daría una señal
de seguro para que sin temor alguno pudiese seguir su camino hasta salir
de aquella provincia. No pudo Timbrio dejar de hacer lo que el cortés caballero
le pedía, obligado de las buenas obras dél rescibidas. Fuéronse juntos,
y llegaron a un pequeño lugar, donde por los del pueblo alegremente rescebidos
fueron. Mas la fortuna, que hasta entonces con Timbrio se había burlado,
ordenó que aquella mesma noche diesen con los bandoleros una compañía de
soldados, sólo para este efecto juntada; y, habiéndolos cogido de sobresalto,
con facilidad los desbarataron, y, puesto que no pudieron prender al caudillo,
prendieron y mataron a otros muchos, y uno de los presos fue Timbrio, a
quien tuvieron por un famoso salteador que en aquella compañía andaba; y,
según se debe imaginar, sin duda le debía de parecer mucho, pues con atestiguar
los demás presos que aquél no era el que pensaban, contando la verdad de
todo el caso, pudo tanto la malicia en el pecho de los jueces que, sin más
averiguaciones, le sentenciaron a muerte, la cual fuera puesta en efecto
si el cielo, favorescedor de los justos intentos, no ordenara que las galeras
se fuesen y yo en tierra quedase, para hacer lo que hasta agora os he contado
que hice.
»Estábase Timbrio en la iglesia, y yo en la cárcel, ordenando de partirse
aquella noche a Barcelona; y yo, que esperando estaba en qué pararía la
furia de los ofendidos jueces, [cuando] con otra mayor desventura suya,
Timbrio y yo de la nuestra fuimos librados. Mas, ¡ójala fuera servido el
cielo que en mí solo se ejecutara la furia de su ira, con tal que la alzaran
de aquel pequeño y desventurado pueblo, que a los filos de mil bárbaras
espadas tuvo puesto el miserable cuello! Poco más de media noche sería,
hora acomodada a facinorosos insultos, y en la cual la trabajada gente suele
entregar los trabajados miembros en brazos del dulce sueño, cuando improvisamente
por todo el pueblo se levantó una confusa vocería, diciendo: "¡Al arma,
al arma, que turcos hay en tierra!" Los ecos destas tristes voces ¿quién
duda que no causaron espanto en los mujeriles pechos, y aun pusieron confusión
en los fuertes ánimos de los varones? No sé qué os diga, señores, sino que
en un punto la miserable tierra comenzó a arder con tanta gana, que no parecía
sino que las mesmas piedras, con que las casas fabricadas estaban, ofrecían
acomodada materia al encendido fuego, que todo lo consumía. A la luz de
las furiosas llamas se vieron relucir los bárbaros alfanjes y parecerse
las blancas tocas de la turca gente, que, encendida, con sigures o hachas
de duro acero, las puertas de las casas derribaban, y, entrando en ellas,
de cristianos despojos salían cargados. Cuál llevaba la fatigada madre,
y cuál el pequeñuelo hijo, que con cansados y débiles gemidos, la madre
por el hijo, y el hijo por la madre, preguntaba; y alguno sé que hubo que
con sacrílega mano estorbó el cumplimiento de los justos deseos de la casta
recién desposada virgen y del esposo desdichado, ante cuyos llorosos ojos
quizá vio coger el fruto de que el sin ventura pensaba gozar en tiempo breve.
La confusión era tanta, tantos los gritos y mezclas de las voces tan diferentes,
que gran espanto ponían. La fiera y endiablada canalla, viendo cuán poca
resistencia se les hacía, se atrevieron a entrar en los sagrados templos
y poner las descomulgadas manos en las sanctas reliquias, poniendo en el
seno el oro con que guarnecidas estaban, y arrojándolas en el suelo con
asqueroso menosprecio. Poco le valía al sacerdote su santimonia, y al fraile
su retraimiento, y al viejo sus nevadas canas, y al mozo su juventud gallarda,
y al pequeño niño su inocencia simple, que de todos llevaban el saco aquellos
descreídos perros; los cuales, después de abrasadas las casas, robado los
templos, desflorado las vírgines, muertos los defensores, más cansados que
satisfechos de lo hecho, al tiempo que el alba venía, sin impedimento alguno
se volvieron a sus bajeles, habiéndolos ya cargado de todo lo mejor que
en el pueblo había, dejándole desolado y sin gente, porque toda la más gente
se llevaban, y la otra a la montaña se había recogido.
»¿Quién en tan triste espectáculo pudiera tener quedas las manos y enjutos
los ojos? Mas, ¡ay!, que está tan llena de miserias nuestra vida, que en
tan doloroso suceso como el que os he contado, hubo cristianos corazones
que se alegraron; y estos fueron los de aquellos que en la cárcel estaban,
que con la desdicha general cobraron la dicha propria, porque, en son de
ir a defender el pueblo, rompieron las puertas de la prisión y en libertad
se pusieron, procurando cada uno, no de ofender a los contrarios, sino de
salvar a sí mesmos, entre los cuales yo gocé de la libertad tan caramente
adquirida. Y, viendo que no había quien hiciese rostro a los enemigos, por
no venir a su poder ni tornar al de la prisión, desamparando el consumido
pueblo, con no pequeño dolor de lo que había visto y con el que mis heridas
me causaban, seguí a un hombre que me dijo que seguramente me llevaría a
un monasterio que en aquellas montañas estaba, donde de mis llagas sería
curado, y aun defendido si de nuevo prenderme quisiesen. Seguíle, en fin,
como os he dicho, con deseo de saber qué habría hecho la fortuna de mi amigo
Timbrio, el cual, como después supe, con algunas heridas se había escapado
y seguido por la montaña otro camino diferente del que yo llevaba; vino
a parar al puerto de Rosas, donde estuvo algunos días, procurando saber
qué suceso habría sido el mío, y que, en fin, sin saber nuevas algunas,
se partió en una nave y con próspero viento llegó a la gran ciudad de Nápoles.
Yo volví a Barcelona, y allí me acomodé de lo que menester había; y después,
ya sano de mis heridas, torné a seguir mi viaje, y, sin sucederme revés
alguno, llegué a Nápoles, donde hallé enfermo a Timbrio; y fue tal el contento
que en vernos los dos recibimos, que no me siento con fuerzas para encarecérosle
por agora.
»Allí nos dimos cuenta de nuestras vidas y de todo aquello que hasta aquel
momento nos había sucedido; pero todo este placer mío se aguaba con el ver
a Timbrio no tan bueno como yo quisiera; antes, tan malo, y de una enfermedad
tan estraña, que si yo a aquella sazón no llegara, pudiera llegar a tiempo
de hacerle las obsequias de su muerte y no solemnizar las alegrías de su
vista. Después que él hubo sabido de mí todo lo que quiso, con lágrimas
en los ojos, me dijo: "¡Ay, amigo Silerio, y cómo creo que el cielo procura
cargar la mano en mis desventuras, para que, dándome la salud por la vuestra,
quede yo cada día con más obligación de serviros!" Palabras fueron estas
de Timbrio que me enternecieron; mas, por parecerme de comedimientos, tan
poco usados entre nosotros, me admiraron. Y, por no cansaros en deciros
punto por punto lo que yo le respondí y lo que él más replicó, sólo os diré
que el desdichado de Timbrio estaba enamorado de una señora principal de
aquella ciudad, cuyos padres eran españoles, aunque ella en Nápoles había
nascido. Su nombre era Nísida y su hermosura tanta, que me atrevo a decir
que la naturaleza cifró en ella el estremo de sus pe[r]fectiones; y andaban
tan a una en ella la honestidad y belleza, que lo que la una encendía la
otra enfriaba, y los deseos que su gentileza hasta el más subido cielo levantaba,
su honesta gravedad hasta lo más bajo de la tierra abatía. A esta causa
estaba Timbrio tan pobre de esperanza, cuan rico de pensamientos, y sobre
todo falto de salud, y en términos de acabar la vida sin descubrirlos: tal
era el temor y reverencia que había cobrado a la hermosa Nísida. Pero, después
que tuve bien conocida su enfermedad y hube visto a Nísida, y considerado
la calidad y nobleza de sus padres, determiné de posponer por él la hacienda,
la vida y la honra, y más si más tuviera y pudiera. Y así, usé de un artificio,
el más estraño que hasta hoy se habrá oído ni leído; y fue que acordé de
vestirme como truhán y con una guitarra entrarme en casa de Nísida, que
por ser, como ya he dicho, sus padres de los principales de la ciudad, de
otros muchos truhanes era continuada. Parecióle bien este acuerdo a Timbrio,
y resignó luego en las manos de mi industria todo su contento. Hice yo hacer
luego muchas y diferentes galas, y, en vistiéndome, comencé a ensayarme
en el nuevo oficio delante de Timbrio, que no poco reía de verme tan truhanamente
vestido; y, por ver si la habilidad correspondía al hábito, me dijo que,
haciendo cuenta que él era un gran príncipe y que yo de nuevo venía a visitarle,
le dijese algo. Y si yo no me acuerdo mal, y si vosotros, señores, no os
cansáis de escucharme, diréos lo que entonces le canté, con ser la primera
vez.»
Todos dijeron que ninguna cosa les daría más contento que saber por estenso
todo el suceso de su negocio, y que así, le rogaban que ninguna cosa, por
de poco momento que fuese, dejase de contarles.
Pues esa licencia me dais dijo el ermitaño, no quiero dejaros
de decir cómo comencé a dar muestras de mi locura; que fue con estos versos
que a Timbrio canté, imaginando ser un gran señor a quien los decía:
«Silerio
De príncipe que en el suelo
va por tan justo nivel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
No se vee en la edad presente,
ni se vio en la edad pasada,
república gobernada
de príncipe tan prudente.
Y del que mide su celo
por tan cristiano nivel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
Del que trae por bien ajeno,
sin codiciar más despojos,
misericordia en los ojos
y la justicia en el seno;
del que lo más deste suelo
es lo menos que hay en él,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
La liberal fama vuestra,
que hasta'l cielo se levanta,
de que tenéis alma sancta
nos da indicio y clara muestra.
Del que no discrepa un pelo
de ser al cielo fiel,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
Del que con cristiano pecho
siempre en el rigor se tarda,
y a la justicia le guarda,
con clemencia, su derecho;
de aquel que levanta el vuelo
do ninguno llega a él,
¿qué se puede esperar dél
que no sean obras del cielo?
»Estas y otras cosas de más risa y juego canté entonces a Timbrio, procurando
acomodar el brío y donaire del cuerpo a que en todo diese muestras de ejercitado
truhán; y salí tan bien con ello que en pocos días fui conocido de toda
la más gente principal de la ciudad; y la fama del truhán español por toda
ella volaba, hasta tanto que ya en casa del padre de Nísida me deseaban
ver, el cual deseo les cumpliera yo con mucha facilidad, si de industria
no aguardara a ser rogado. Mas, en fin, no me pude escusar que un día de
un banquete allá no fuese, donde vi más cerca la justa causa que Timbrio
tenía de padecer, y la que el cielo me dio para quitarme el contento todos
los días que en esta vida durare. Vi a Nísida, a Nísida vi, para no ver
más, ni hay más que ver después de haberla visto. ¡Oh fuerza poderosa de
amor, contra quien valen poco las poderosas nuestras! ¿Y es posible que
en un punto, en un momento, los reparos y pertrechos de mi lealtad pusieses
en términos de dar con todos ellos por tierra? ¡Ay, que si se tardara un
poco en socorrerme la consideración de quien yo era, la amistad que a Timbrio
debía, el mucho valor de Nísida, el afrentoso hábito en que me hallaba[...];
que todo era impedimento a que, con el nuevo y amoroso deseo que en mí había
nascido, no nasciese también la esperanza de alcanzarla, que es el arrimo
con que el amor camina o vuelve atrás en los enamorados principios! En fin,
vi la belleza que os he dicho, y, porque me importaba tanto el verla, siempre
procuré granjear el amistad de sus padres y de todos los de su casa, y esto
con hacer del gracioso y bien criado, haciendo mi oficio con la mayor discreción
y gracia a mí posible. Y, rogándome un caballero que aquel día a la mesa
estaba que alguna cosa en loor de la hermosura de Nísida cantase, quiso
la ventura que me acordase de unos versos que muchos días antes, para otra
ocasión casi semejante, yo había hecho; y, sirviéndome para la presente,
los dije; que eran estos:
Silerio
Nísida, con quien el cielo
tan liberal se ha mostrado,
que en daros a vos, dio al suelo
una imagen y traslado
de cuanto encubre su velo,
si él no tuvo más que os dar,
ni vos más que desear,
con facilidad se entiende
que lo posible pretende
quien os pretende loar.
Desa beldad peregrina
la perfectión soberana,
que al cielo nos encamina,
pues no es posible la humana,
cante la lengua divina,
y diga: bien se conviene
que al alma que en sí contiene
ser tan alto y milagroso,
se le diese el velo hermoso
más qu'el mundo tuvo o tiene.
Tomó del sol los cabellos;
del sesgo cielo, la frente;
la luz de los ojos bellos,
de la estrella más luciente,
que ya no da luz ante ellos.
Como quien puede y se atreve,
a la grana y a la nieve
robó las colores bellas,
que lo más perfecto dellas
a tus mejillas se debe.
De marfil y de coral
formó los dientes y labios,
do sale rico caudal
de agudos dichos y sabios,
y armonía celestial.
De duro mármol ha hecho
el blanco y hermoso pecho,
y de tal obra ha quedado
tanto el suelo mejorado,
cuanto el cielo satisfecho.
»Con estas y otras cosas que entonces canté, quedaron todos tan mis aficionados,
especialmente los padres de Nísida, que me ofrecieron todo lo que menester
hubiese, y me rogaron que ningún día dejase de visitarlos. Y así, sin descubrirse
ni imaginarse mi industria, vine a salir con mi primero disignio, que era
facilitar la entrada en casa de Nísida, la cual gustaba en estremo de mis
desenvolturas. Pero ya que los muchos días y la mucha conversación mía,
y la grande amistad que todos los de aquella casa me mostraban, hubieron
quitado algunas sombras al demasiado temor que de descubrir mi intento a
Nísida tenía, determiné ver a do llegaba la ventura de Timbrio, que sólo
de mi solicitud la esperaba. Mas, ¡ay de mí!, que yo estaba entonces más
para pedir medicina para mi llaga que salud para la ajena, porque el donaire,
belleza, discreción, gravedad de Nísida, habían hecho en mi alma tal efecto,
que no estaba en menos estremo de dolor y de amor puesta que la del lastimado
Timbrio. A vuestra consideración discreta dejo el imaginar lo que podía
sentir un corazón a quien de una parte combatían las leyes de la amistad,
y de otra las inviolables de Cupido; porque si las unas le obligaban a no
salir de lo que ellas y la razón le pedían, las otras le forzaban que tuviese
cuenta con lo que a su contento era obligado.
»Estos sobresaltos y combates me apretaban de manera que, sin procurar la
salud ajena, comencé a dudar de la propria y a ponerme tan flaco y amarillo
que causaba general compasión a todos los que me miraban; y los que más
la mostraban eran los padres de Nísida; y aun ella mesma, con limpias y
cristianas entrañas, me rogó muchas veces que la causa de mi enfermedad
le dijese, ofreciéndome todo lo necesario para el remedio della. "¡Ay decía
yo entre mí cuando Nísida tales ofrecimientos me hacía, y con cuánta
facilidad, hermosa Nísida, podría remediar vuestra mano el mal que vuestra
hermosura ha hecho! Pero préciome tanto de buen amigo que, aunque tuviese
tan cierto mi remedio como le tengo por imposible, imposible sería que le
acetase". Y, como estas consideraciones en aquellos instantes me turbasen
la fantasía, no acertaba a responder a Nísida cosa alguna, de lo cual ella
y otra hermana suya, que Blanca se llamaba, de menos años, aunque no de
menos discreción y hermosura que Nísida, estaban maravilladas; y con más
deseo de saber el origen de mi tristeza, con muchas importunaciones me rogaban
que nada de mi dolor les encubriese. Viendo, pues, yo que la ventura me
ofrecía la comodidad de poner en efecto lo que hasta aquel punto mi industria
había fabricado, una vez que, acaso, Nísida y su hermana solas se hallaban,
tornando ellas de nuevo a pedirme lo que tantas veces, les dije: "No penséis,
señoras, que el silencio que hasta agora he tenido en no deciros la causa
de la pena que imagináis que siento lo haya causado tener yo poco deseo
de obedeceros, pues ya se sabe que si algún bien mi abatido estado en esta
vida tiene, es haber granjeado con él venir a términos de conoceros y como
criado serviros; sólo ha sido la causa imaginar que, aunque la descubra,
no servirá para más de daros lástima, viendo cuán lejos está el remedio
della. Pero, ya que me es forzoso satisfaceros en esto, sabréis, señoras,
que en esta ciudad está un caballero natural de mi mesma patria, a quien
tengo por señor, por amparo y por amigo, el más liberal, discreto y gentilhombre
que en gran parte hallarse pueda, el cual está aquí ausente de la amada
patria por ciertas quistiones que allá le sucedieron, que le forzaron a
venir a esta ciudad, creyendo que si allá en la suya dejaba enemigos, acá
en la ajena no le faltarán amigos; más hale salido tan al revés su pensamiento,
que un solo enemigo, que él mesmo, sin saber cómo, aquí se ha procurado,
le tiene puesto en tal estremo, que si el cielo no le socorre, con acabar
la vida acabará sus amistades y enemistades. Y como yo conozco el valor
de Timbrio que este es el nombre del caballero cuya desgracia os voy
contando, y sé lo que perderá el mundo en perderle, y lo que yo perderé
si le pierdo, doy las muestras de sentimiento que habéis visto, y aun son
pocas, según a lo que me obliga el peligro en que Timbrio está puesto. Bien
sé que desearéis saber, señoras, quién es el enemigo que a tan valeroso
caballero, como es el que os he pintado, tiene puesto en tal estremo; pero
también sé que, en diciéndoosle, no os maravillaréis sino de cómo ya no
le tiene consumido y muerto. Su enemigo es amor, universal destruidor de
nuestros sosiegos y bienandanzas. Este fiero enemigo tomó posesión de sus
entrañas. En entrando en esta ciudad, vio Timbrio una hermosa dama, de singular
valor y hermosura, mas tan principal y honesta que jamás el miserable se
ha aventurado a descubrirle su pensamiento".
»A este punto llegaba yo cuando Nísida me dijo: "Por cierto, Astor que
entonces era este el nombre mío, que no sé yo si crea que ese caballero
sea tan valeroso y discreto como dices, pues tan fácilmente se ha dejado
rendir a un mal deseo tan recién nacido, entregándose tan sin ocasión alguna
en los brazos de la desesperación. Y, aunque a mí se me alcanza poco destos
amorosos efectos, todavía me parece que es simplicidad y flaqueza dejar,
el que se vee fatigado dellos, de descubrir su pensamiento a quien se le
causa, puesto que sea del valor que imaginar se puede; porque, ¿qué afrenta
se le puede seguir a ella de saber que es bien querida, o a él qué mayor
mal de su aceda y desabrida respuesta, que la muerte que él mesmo se procura
callando? Y no sería bien que por tener un juez fama de riguroso, dejase
alguno de alegar de su derecho. Pero pongamos que sucede la muerte de un
amante tan callado y temeroso como ese tu amigo; dime, ¿llamarías tú cruel
a la dama de quien estaba enamorado? No, por cierto; que mal puede remediar
nadie la necesidad que no llega a su noticia, ni cae en su obligación procurar
saberla para remediarla. Así que, Astor, perdóname, que las obras de ese
tu amigo no hacen muy verdaderas las alabanzas que le das".
»Cuando yo oí a Nísida semejantes razones, luego luego quisiera con las
mías descubrirle todo el secreto de mi pecho; mas, como yo entendía la bondad
y llaneza con que ella las hablaba, hube de detenerme y esperar más sola
y mejor coyuntura; y así, le respondí: "Cuando los casos de amor, hermosa
Nísida, con libres ojos se miran, tantos desatinos se veen en ellos, que
no menos de risa que de compasión son dignos; pero si de la sotil red amorosa
se halla enlazada el alma, allí están los sentidos tan trabados y tan fuera
de su proprio ser, que la memoria sólo sirve de tesorera y guardadora del
objecto que los ojos miraron, y el entendimiento en escudriñar y conocer
el valor de la que bien ama, y la voluntad de consentir de que la memoria
y entendimiento en otra cosa no se ocupen; y así, los ojos veen como por
espejo de alinde, que todas las cosas se les hacen mayores: ora cresce la
esperanza cuando son favorescidos, ora el temor cuando desechados; y así,
sucede a muchos lo que a Timbrio ha sucedido, que, pareciéndoles a los principios
altísimo el objecto a quien los ojos levantaron, pierden la esperanza de
alcanzarle; pero no de manera que no les diga amor allá dentro en el alma:
"¿Quién sabe? Podría ser...". Y con esto anda la esperanza, como decirse
suele, entre dos aguas, la cual si del todo les desamparase, con ella huiría
el amor. Y de aquí nasce andar, entre el temor y osar, el corazón del amante
tan afligido que, sin aventurarse a decirla, se recoge y aprieta en su llaga,
y espera, aunque no sabe de quién, el remedio de que se vee tan apartado.
En este mesmo estremo he yo hallado a Timbrio, aunque todavía, a persuasiones
mías, ha escripto una carta a la dama por quien muere, la cual me dio para
que la viese y mirase si en alguna manera se mostraba en ella descomedido,
porque la enmendaría. Encargóme asimesmo que buscase orden de ponerla en
manos de su señora, que creo será imposible, no porque yo no me aventure
a ello, pues lo menos que aventuraré será la vida por servirle, mas porque
me parece que no he de hallar ocasión para darla". "Veámosla dijo Nísida,
porque deseo ver cómo escriben los enamorados discretos". Luego saqué yo
una carta del seno, que algunos días antes estaba escripta, esperando ocasión
de que Nísida la viese; y, ofreciéndome la ventura ésta, se la mostré; la
cual, por haberla yo leído muchas veces, se me quedó en la memoria, cuyas
razones eran éstas:
Timbrio a Nísida
Determinado había, hermosa señora, que el fin desastrado mío os diese noticia
de quien yo era, pareciéndome ser mejor que alabárades mi silencio en la
muerte, que no que vituperárades mi atrevimiento en la vida; mas, porque
imagino que a mi alma conviene partirse deste mundo en gracia vuestra, porque
en el otro no le niegue amor el premio de lo que ha padecido, os hago sabidora
del estado en que vuestra rara beldad me tiene puesto, que es tal, que,
a poder significarle, no procurara su remedio, pues por pequeñas cosas nadie
se ha de aventurar a ofender el valor estremado vuestro, del cual y de vuestra
honesta liberalidad espero restaurar la vida para serviros, o alcanzar la
muerte para nunca más ofenderos.
»Con mucha atención estuvo Nísida escuchando esta carta, y, en acabándola
de oír, dijo: "No tiene de qué agraviarse la dama a quien esta carta se
envía, si ya de puro grave no da en ser melindrosa, enfermedad de quien
no se escapa la mayor parte de las damas desta ciudad. Pero, con todo eso,
no dejes, Astor, de dársela, pues, como ya te he dicho, no se puede esperar
más mal de su respuesta, que no sea peor el que agora dices que tu amigo
padece. Y, para más animarte, te quiero asegurar que no hay mujer tan recatada
y tan puesta en atalaya para mirar por su honra, que le pese mucho de ver
y saber que es querida, porque entonces conoce ella que no es vana la presumpción
que de sí tiene, lo cual sería al revés si viese que de nadie era solicitada".
"Bien sé, señora, que es verdad lo que dices respondí yo, mas
tengo temor que el atreverme a darla, por lo menos, me ha de costar negarme
de allí adelante la entrada en aquella casa, de que no menor daño me vendría
a mí que a Timbrio". "No quieras, Astor replicó Nísida, confirmar
tú la sentencia que aún el juez no tiene dada. Muestra buen ánimo, que no
es riguroso trance de batalla éste a que te aventuras". "¡Plu-guiera al
cielo, hermosa Nísida respondí yo, que en ese término me viera,
que de mejor gana ofreciera el pecho al peligro y rigor de mil contrapuestas
armas, que no la mano a dar esta amorosa carta a quien temo que, siendo
con ella ofendida, ha de arrojar sobre mis hombros la pena que la ajena
culpa meresce! Pero, con todos estos inconvinientes, pienso seguir, señora,
el consejo que me has dado, puesto que aguardaré tiempo en que el temor
no tenga tan ocupados mis sentidos como agora; y en este entretanto te suplico
que, haciendo cuenta que tú eres a quien esta carta se envía, me des alguna
respuesta que lleve a Timbrio, para que con este engaño él se entretenga
un poco, y a mí el tiempo y las ocasiones me descubran lo que tengo de hacer".
"De mal artificio quieres usar respondió Nísida, porque, puesto
caso que yo agora diese en nombre ajeno alguna blanda o esquiva respuesta,
¿no ves que el tiempo, descubridor de nuestros fines, aclarará el engaño
y Timbrio quedará de ti más quejoso que satisfecho?; cuanto más que, por
no haber dado hasta agora respuesta a semejantes cartas, no querría comenzar
a darlas mentirosa y fingidamente; mas, aunque sepa ir contra lo que a mí
mesma debo, si me prometes de decir quién es la dama, yo te diré qué digas
a tu amigo, y cosa tal, que él quede contento por agora; y, puesto que después
las cosas sucedan al revés de lo que él pensare, no por eso se averiguará
la mentira". "Eso no me lo mandes, ¡oh Nísida! respondí yo, porque
en tanta confusión me pone decirte yo a ti su nombre, como me pondría el
darle a ella la carta; basta saber que es principal, y que, sin hacerte
agravio alguno, no te debe nada en la hermosura, que con esto me parece
que la encarezco sobre cuantas son nascidas". "No me maravillo que digas
eso de mí dijo Nísida, pues los hombres de vuestra condición y
trato, lisonjear es su propio oficio. Mas, dejando todo esto a una parte,
porque deseo que no pierdas la comodidad de un tan buen amigo, te aconsejo
que le digas que fuiste a dar la carta a su dama, y que has pasado con ella
todas las razones que conmigo, sin faltar punto, y cómo leyó tu carta, y
el ánimo que te daba para que a su dama la llevases, pensando que no era
ella a quien venía; y que, aunque no te atreviste a declarar del todo, que
has conoscido della que, cuando sepa ser ella para quien la carta venía,
no le causará el engaño y desengaño mucha pesadumbre. Desta suerte rescibirá
él algún alivio en su trabajo; y después, al descubrir tu intención a su
dama, puedes responder a Timbrio lo que ella te respondiere, pues hasta
el punto que ella lo sepa, queda en fuerza esta mentira y la verdad de lo
que sucediere, sin que haga al caso el engaño de agora".
»Admirado quedé de la discreta traza de Nísida, y aun no sin sospecha de
la verdad de mi artificio. Y así, besándole las manos por el buen aviso,
y quedando con ella que de cualquiera cosa que en este negocio sucediere
le había de dar particular cuenta, vine a contar a Timbrio todo lo que con
Nísida me había sucedido, que fue parte para que la tuviese en su alma la
esperanza, y volviese de nuevo a sustentarle y a desterrar de su corazón
los nublados del frío temor que hasta entonces le tenían ofuscado. Y todo
este gusto se le acrescentaba el prometerle yo a cada paso que los míos
no serían dados sino en servicio suyo, y que otra vez que con Nísida me
hallase, sacaría el juego de maña con tan buen suceso como sus pensamientos
merecían. Una cosa se me ha olvidado de deciros: que en todo el tiempo que
con Nísida y su hermana estuve hablando, jamás la menor hermana habló palabra,
sino que, con un estraño silencio, estuvo siempre colgada de las mías. Y
seos decir, señores, que si callaba, no era por no saber hablar con toda
discreción y donaire, porque en estas dos hermanas mostró naturaleza todo
lo que ella puede y vale; y, con todo esto, no sé si os diga que holgara
que me hubiera negado el cielo la ventura de haberlas conocido, especialmente
a Nísida, principio y fin de toda mi desdicha. Pero, ¿qué puedo hacer, si
lo que los hados tienen ordenado no puede por discursos humanos estorbarse?
Yo quise, quiero y querré bien a Nísida, tan sin ofensa de Timbrio cuanto
lo ha mostrado bien mi cansada lengua, que jamás la habló que en favor de
Timbrio no fuese, encubriendo siempre, con más que ordinaria discreción,
la pena propria por remediar la ajena.
»Sucedió, pues, que, como la belleza de Nísida tan esculpida en mi alma
quedó desde el primer punto que mis ojos la vieron, no pudiendo tener mi
pecho tan rico tesoro encubierto, cuando solo o apartado alguna vez me hallaba,
con algunas amorosas y lamentables canciones le descubría con velo de fingido
nombre. Y así, una noche, pensando que ni Timbrio ni otro alguno me escuchaba,
por dar alivio un poco al fatigado espíritu, en un retirado aposento, sólo
de un laúd acompañado, canté unos versos, que, por haberme puesto en una
confusión gravísima, os los habré de decir, que eran éstos:
Silerio
¿Qué laberinto es éste do se encierra
mi loca, levantada fantasía?
¿Quién ha vuelto mi paz en cruda guerra,
y en tal tristeza toda mi alegría?
¿O cuál hado me trujo a ver la tierra
qu'ha de servir de sepoltura mía,
o quién reducirá mi pensamiento
al término que pide un sano intento?
Si por romper este mi frágil pecho
y despojarme de la dulce vida,
quedase el suelo y cielo satisfecho
de que a Timbrio guardé la fe debida,
sin que me acobardara el crudo hecho,
yo fuera de mí mesmo el homicida;
mas si yo acabo, en él acaba luego
la amorosa esperanza y cresce el fuego.
Lluevan y caigan las doradas flechas
del ciego dios, y con rigor insano
al triste corazón vengan derechas,
disparadas con fiera airada mano;
que, aunque ceniza y polvo queden hechas
las heridas entrañas, lo que gano
en encubrir su dolorosa llaga
es rica de mi mal ilustre paga.
Silencio eterno a mi cansada lengua
pondrá la ley de la amistad sincera,
por cuya sin igual virtud desmengua
la pena que acabar jamás espera;
mas, aunque nunca acabe y ponga en mengua
la honra y la salud, será cual era
mi limpia fe: más firme y contrastada
que roca en medio de la mar airada.
Del humor que derraman estos ojos,
y de la lengua el pïadoso oficio;
del bien que se le debe a mis enojos,
y de la voluntad el sacrificio,
lleve los dulces premios y despojos
el caro amigo, y muéstrese propicio
el cielo a mi deseo, que pretende
el bien ajeno y a sí mismo ofende.
Socorre, ¡oh blando amor!, levanta y guía
mi bajo ingenio en la ocasión dudosa;
y al esperado punto esfuerzo envía
al alma y a la lengua temerosa,
la cual podrá, si lleva tu osadía,
facilitar la más difícil cosa,
y romper contra el hado y desventura,
hasta llegar a la mayor ventura.
»El estar tan trasportado en mis continuas imaginaciones fue ocasión para
que yo no tuviese cuenta en cantar estos versos que he dicho con tan baja
voz como debiera, ni el lugar do estaba era tan escondido que estorbara
que de Timbrio no fueran escuchados, el cual, así como los oyó, le vino
al pensamiento que el mío no estaba libre de amor, y que si yo alguno tenía,
era a Nísida, según se podía colegir de mi canto. Y, aunque él alcanzó la
verdad de mis pensamientos, no alcanzó la de mis deseos; antes, entendiendo
ser al contrario de lo que yo pensaba, determinó de ausentarse aquella mesma
noche e irse adonde de ninguno fuese hallado, sólo por dejarme comodidad
de que solo a Nísida sirviese. Todo esto supe yo de un paje suyo, sabidor
de todos sus secretos, el cual vino a mí muy angustiado y me dijo: "Acudid,
señor Silerio, que Timbrio, mi señor y vuestro amigo, nos quiere dejar y
partirse esta noche, y no me ha dicho adónde, sino que le apareje no sé
qué dineros, y que a nadie diga que se parte. Principalmente me dijo que
a vos no lo dijese. Y este pensamiento le ha venido después que estuvo escuchando
no sé qué versos que poco ha cantábades, y, según los estremos que le he
visto hacer, creo que va a desesperarse. Y, por parecerme que debo antes
acudir a su remedio que a obedecer su mandado, os lo vengo a decir, como
a quien puede ser parte para que no ponga en efecto tan dañado propósito".
»Con estraño sobresalto escuché lo que el paje me decía, y fui luego a ver
a Timbrio a su aposento, y, antes que dentro entrase, me paré a ver lo que
hacía, el cual estaba tendido encima de su lecho boca abajo, derramando
infinitas lágrimas, acompañadas de profundos sospiros, y con baja voz y
mal formadas razones me pareció que éstas decía: "Procura, verdadero amigo
Silerio, alcanzar el fruto que tu solicitud y trabajo tiene bien merescido,
y no quieras, por lo que te parece que debes a mi amistad, dejar de dar
gusto a tu deseo, que yo refrenaré el mío, aunque sea con el medio estremo
de la muerte, que, pues tú della me libraste, cuando con tanto amor y fortaleza
al rigor de mil espadas te ofreciste, no es mucho que yo agora te pague
en parte tan buena obra con dar lugar a que, sin el impedimento que mi presencia
causarte puede, goces de aquélla en quien cifró el cielo toda su belleza
y puso el amor todo mi contento. De una sola cosa me pesa, dulce amigo,
y es que no puedo despedirme de ti en esta amarga partida; mas, admite por
disculpa el ser tú la causa della. ¡Oh Nísida, Nísida, y cuán cierto está
de tu hermosura, que se ha de pagar la culpa del que se atreve a mirarla
con la pena de morir por ella! Silerio la vio, y si no quedara cual imagino
que ha quedado, perdiera en gran parte conmigo la opinión que tiene de discreto.
Mas, pues mi ventura así lo ha querido, sepa el cielo que no soy menos amigo
de Silerio que él lo es mío; y, para muestras desta verdad, apártese Timbrio
de su gloria, destiérrese de su contento, vaya peregrino de tierra en tierra,
ausente de Silerio y de Nísida, dos verdaderas y mejores mitades de su alma".
Y luego, con mucha furia, se levantó del lecho y abrió la puerta, y, hallándome
allí, me dijo: "¿Qué quieres, amigo, a tales horas? ¿Hay, por ventura, algo
de nuevo?" "Hay tanto le respondí yo que, aunque hubiera menos
no me pesara". En fin, por no cansaros más, yo llegué a tales términos con
él, que le persuadí y di a entender ser su imaginación falsa, no en cuanto
estaba yo enamorado, sino en el de quién, porque no era de Nísida, sino
de su hermana Blanca; y súpelo decir esto de manera que él lo tuvo por verdadero.
Y, porque más crédito a ello diese, la memoria me ofreció unas estancias
que muchos días antes yo mesmo había hecho a otra dama del mesmo nombre,
y díjele que para la hermana de Nísida las había compuesto, las cuales vinieron
tan a propósito que, aunque sea fuera dél decirlas ahora, no las quiero
pasar en silencio, que fueron estas:
Silerio
¡Oh Blanca, a quien rendida está la nieve,
y en condición más que la nieve helada!,
no presumáis ser mi dolor tan leve
que estéis de remediarle descuidada.
Mirad que si mi mal no ablanda y mueve
vuestra alma, en mi desdicha conjurada,
se volverá tan negra mi ventura
cuanta sois blanca en nombre y hermosura.
¡Blanca gentil, en cuyo blanco pecho
el contento de amor se anida y cierra!:
antes qu'el mío, en lágrimas deshecho,
se vuelva polvo y miserable tierra,
mostrad el vuestro en algo satisfecho
del amor y dolor qu'el mío encierra,
que ésta será tan caudalosa paga,
que a cuanto mal padezco satisfaga.
Blanca, sois vos por quien trocar querría
de oro el más finísimo ducado,
y por tan alta posesión tendría
por bien perder la del más alto estado.
Pues esto conocéis, ¡oh Blanca mía!,
dejad ese desdén desamorado,
y haced, ¡oh Blanca!, que el amor acierte
a sacar, si sois vos, blanca mi suerte.
Puesto que con pobreza tal me hallara
que tan sola una blanca poseyera,
si ella fuérades vos, no me trocara
por el más rico que en el mundo hubiera;
y si mi ser en aquel ser tornara
de Juan de Espera en Dios, dichoso fuera
si al tiempo que las tres blancas buscase,
a vos, ¡oh Blanca!, entre ellas os hallase.»
Adelante pasara con su cuento Silerio, si no lo estorbara el son de muchas
zampoñas y acordados caramillos que a sus espaldas se oía; y, volviendo
la cabeza, vieron venir hacia ellos hasta una docena de gallardos pastores
puestos en dos hileras, y en medio venía un dispuesto pastor, coronado con
una guirnalda de madreselva y de otras diferentes flores. Traía un bastón
en la una mano, y con grave paso poco a poco se movía; y los demás pastores,
andando con el mesmo aplauso y tocando todos sus instrumentos, daban de
sí agradable y estraña muestra. Luego que Elicio los vio, conosció ser Daranio
el pastor que en medio traían, y los demás ser todos circunvecinos que a
sus bodas querían hallarse, a las cuales asimesmo Tirsi y Damón vinieron,
y, por alegrar la fiesta del desposorio y honrar al nuevo desposado, de
aquella manera hacia el aldea se encaminaban. Pero, viendo Tirsi que su
venida había puesto silencio al cuento de Silerio, le rogó que aquella noche
juntos en la aldea la pasasen, donde sería servido con la voluntad posible,
y haría satisfechas las suyas con acabar el comenzado suceso. Silerio lo
prometió. Y a esta sazón llegó el montón alegre de pastores, los cuales
conosciendo a Elicio y Daranio, a Tirsi y a Damón, sus amigos, con señales
de grande alegría se recibieron; y, renovando la música y renovando el contento,
tornaron a proseguir el comenzado camino; y, ya que llegaban junto al aldea,
llegó a sus oídos el son de la zampoña del desamorado Lenio, de que no poco
gusto recibieron todos, porque ya conocían la estremada condición suya.
Y, así como Lenio los vio y conoció, sin interromper el suave canto, desta
manera cantando hacia ellos se vino:
Lenio
Por bienaventurada,
por llena de contento y alegría,
será por mí juzgada
tan dulce compañía,
si no siente de amor la tiranía.
Y besaré la tierra
que pisa aquel que de su pensamiento
el falso amor destierra
y tiene el pecho esento
desta furia cruel, deste tormento.
Y llamaré dichoso
al rústico advertido ganadero
que vive cuidadoso
del pobre manso apero
y muestra el rostro al crudo amor severo.
Deste tal las corderas,
antes que venga la sazón madura,
serán ya parideras,
y en la peña más dura
hallarán claras aguas y verdura.
Si, estando amor airado
con él, pusiere en su salud desvío,
llevaré su ganado,
con el ganado mío,
al abundoso pasto, al claro río.
Y en tanto, del encienso
el humo sancto irá volando al cielo,
a quien decirle pienso
con pío y justo celo,
las rodillas prostradas por el suelo:
"¡Oh cielo sancto y justo!,
pues eres protector del que pretende
hacer lo que es tu gusto,
a la salud atiende
de aquel que por servirte amor le ofende.
No lleve este tirano
los despojos a ti solo debidos;
antes, con larga mano
y premios merescidos,
restituye su fuerza a los sentidos".
En acabando de cantar Lenio, fue de todos los pastores cortésmente rescibido,
el cual, como oyese nombrar a Damón y a Tirsi, a quien él sólo por fama
conoscía, quedó admirado en ver su estremada presencia; y así, les dijo:
¿Qué encarecimientos bastarían, aunque fueran los mejores que en la
elocuencia pudieran hallarse, a poder levantar y encarecer el valor vuestro,
famosos pastores, si por ventura las niñerías de amor no se mezclaran con
las veras de vuestros celebrados escriptos? Pero, pues ya estáis éticos
de amor, enfermedad al parecer incurable, puesto que mi rudeza, con estimar
y alabar vuestra rara discreción, os pague lo que os debe, imposible será
que yo deje de vituperar vuestros pensamientos.
Si los tuyos tuvieras, discreto Lenio respondió Tirsi, sin
las sombras de la vana opinión que los ocupa, vieras luego la claridad de
los nuestros, y que, por ser amorosos, merescen más gloria y alabanza que
por ninguna otra sutileza o discreción que encerrar pudieran.
No más, Tirsi, no más replicó Lenio, que bien sé que contra
tantos y tan obstinados enemigos poca fuerza tendrán mis razones.
Si ellas lo fueran respondió Elicio, tan amigos son de la
verdad los que aquí están, que ni aun burlando la contradijeran; y en esto
podrás ver, Lenio, cuán fuera vas della, pues no hay ninguno que apruebe
tus palabras, ni aun tenga por buenas tus intenciones.
Pues, a fe dijo Lenio, que no te salve a ti la tuya, ¡oh
Elicio! Si no, dígalo el aire, a quien contino acrescientas con sospiros,
y la yerba destos prados, que va cresciendo con tus lágrimas, y los versos
que el otro día en las hayas de aquel bosque escribiste, que en ellos se
verá qué es lo que en ti alabas y en mí vituperas.
No quedara Lenio sin respuesta, si no vieran venir hacia donde ellos estaban
a la hermosa Galatea con las discretas pastoras Florisa y Teolinda, la cual,
por no ser conoscida de Damón y Tirsi, se había puesto un blanco velo ante
su hermoso rostro. Llegaron y fueron de los pastores con alegre acogimiento
rescebidas, principalmente de los enamorados Elicio y Erastro, que con la
vista de Galatea tan estraño contento rescibieron que, no pudiendo Erastro
disimularle, en señal dél, sin mandárselo alguno, hizo señas a Elicio que
su zampoña tocase, al son de la cual, con alegres y suaves acentos, cantó
los siguientes versos:
Erastro
Vea yo los ojos bellos
deste sol que estoy mirando,
y si se van apartando,
váyase el alma tras ellos.
Sin ellos no hay claridad,
ni mi alma no la espere,
que, ausente dellos, no quiere
luz, salud, ni libertad.
Mire quien puede estos ojos,
que no es posible alaballos;
mas ha de dar por mirallos
de la vida los despojos.
Yo los veo y yo los vi,
y cada vez que los veo
les doy un nuevo deseo
tras el alma que les di.
Ya no tengo más que dar
ni imagino más que dé,
si por premio de mi fe
no se admite el desear.
Cierta está mi perdición
si estos ojos do el bien sobra
los pusieren en la obra
y no en la sana intención.
Aunque durase este día
mil siglos, como deseo,
a mí, que tanto bien veo,
un punto parecería.
No hace el tiempo ligero
curso en alterar mi edad,
mientras miro la beldad
de la vida por quien muero.
En esta vista reposa
mi alma y halla sosiego,
y vive en el vivo fuego
de su luz pura, hermosa.
Y hace amor tan alta prueba
con ella, que en esta llama
a dulce vida la llama
y, cual fénix, la renueva.
Salgo con mi pensamiento
buscando mi dulce gloria,
y al fin hallo en mi memoria
encerrado mi contento.
Allí está y allí se encierra,
no en mandos, no en poderíos,
no en pompas, no en señoríos
ni en riquezas de la tierra.
Aquí acabó su canto Erastro, y se acabó el camino de llegar a la aldea,
adonde Tirsi y Damón y Silerio en casa de Elicio se recogieron, por no perder
la ocasión de saber en qué paraba el comenzado cuento de Silerio. Las hermosas
pastoras Galatea y Florisa, ofreciendo de hallarse el venidero día a las
bodas de Daranio, dejaron a los pastores, y todos o los más con el desposado
se quedaron, y ellas a sus casas se fueron. Y aquella mesma noche, solicitado
Silerio de su amigo Erastro, y por el deseo que le fatigaba de volver a
su ermita, dio fin al suceso de su historia, como se verá en el siguiente
libro.
Fin del segundo libro