TEXTOS ELECTRÓNICOS / ELECTRONIC TEXTS |
OBRAS COMPLETAS de Miguel de Cervantes.Ediciones publicadas por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas CENTRO DE ESTUDIOS CERVANTINOS. 1993-1995 |
La Galatea / libro cuarto |
Cuarto libro
de
Galatea
Con gran deseo esperaba la hermosa Teolinda el venidero día,
para despedirse de Galatea y Florisa y acabar de buscar por todas las riberas
de Tajo a su querido Artidoro, con intención de fenecer la vida en triste
y amarga soledad, si fuese tan corta de ventura que del amado pastor alguna
nueva no supiese. Llegada, pues, la hora deseada, cuando el sol comenzaba
a tender sus rayos por la faz de la tierra, ella se levantó, y, con lágrimas
en sus ojos, pidió licencia a las dos pastoras para proseguir su demanda,
las cuales con muchas razones la persuadieron que en su compañía algunos
días más esperase, ofreciéndole Galatea de enviar algún pastor de los de
su padre a buscar a Artidoro por todas las riberas de Tajo y por donde se
imaginase que podría ser hallado. Teolinda agradeció sus ofrecimientos,
pero no quiso hacer lo que le pedían; antes, después de haber mostrado,
con las mejores palabras que supo, la obligación en que quedaba de servir
todos los días de su vida las obras que dellas había rescebido, abrazándolas
con tierno sentimiento, les rogaba que una sola hora no la detuviesen. Viendo,
pues, Galatea y Florisa cuán en vano trabajaban en pensar detenerla, le
encargaron que de cualquier suceso bueno o malo que en aquella amorosa demanda
le sucediese, procurase de avisarlas, certificándola del gusto que de su
contento o la pena que de su desgracia rescibirían. Teolinda se ofreció
ser ella mesma quien las nuevas de su buena dicha trujese, pues las malas
no tendría sufrimiento la vida para resistirlas, y así, sería escusado que
della saberse pudiesen. Con esta promesa de Teolinda se satisficieron Galatea
y Florisa, y determinaron de acompañarla algún trecho fuera del lugar. Y
así, tomando las dos solos sus cayados, y habiendo proveído el zurrón de
Teolinda de algunos regalos para el trabajoso camino, se salieron con ella
del aldea a tiempo que ya los rayos del sol más derechos y con más fuerzas
comenzaban a herir la tierra.
Y, habiéndola acompañado casi media legua del lugar, al tiempo que ya querían
volverse y dejarla, vieron atravesar, por una quebrada que poco desviada
dellas estaba, cuatro hombres de a caballo y algunos de a pie, que luego
conoscieron ser cazadores en el hábito y en los halcones y perros que llevaban.
Y, estándolos con atención mirando, por ver si los conoscían, vieron salir
de entre unas espesas matas que cerca de la quebrada estaban, dos pastoras
de gallardo talle y brío. Traían los rostros rebozados con dos blancos lienzos;
y, alzando la una dellas la voz, pidió a los cazadores que se detuviesen,
los cuales así lo hicieron, y, llegándose entrambas a uno dellos, que en
su talle y postura el principal de todos parecía, le asieron las riendas
del caballo y estuvieron un poco hablando con él, sin que las tres pastoras
pudiesen oír palabra de las que decían, por la distancia del lugar, que
lo estorbaba. Solamente vieron que, a poco espacio que con él hablaron,
el caballero se apeó, y, habiendo, a lo que juzgarse pudo, mandado a los
que le acompañaban que se volviesen, quedando sólo un mozo con el caballo,
trabó a las dos pastoras de las manos, y poco a poco comenzó a entrar con
ellas por medio de un cerrado bosque que allí estaba. Lo cual visto por
las tres pastoras, Galatea, Florisa y Teolinda, determinaron de ver, si
pudiesen, quién eran las disfrazadas pastoras y el caballero que las llevaba;
y así, acordaron de rodear por una parte del bosque, y mirar si podían ponerse
en alguna que pudiese serlo para satisfacerles de lo que deseaban. Y, haciéndolo
así como pensado lo habían, atajaron al caballero y a las pastoras, y, mirando
Galatea por entre las ramas lo que hacían, vio que, torciendo sobre la mano
derecha, se emboscaban en lo más espeso del bosque, y luego por sus mesmas
pisadas les fueron siguiendo, hasta que el caballero y las pastoras, pareciéndoles
estar bien adentro del bosque, en medio de un estrecho pradecillo, que de
infinitas breñas estaba rodeado, se pararon. Galatea y sus compañeras se
llegaron tan cerca que, sin ser vistas ni sentidas, veían todo lo que el
caballero y las pastoras hacían y decían; las cuales, habiendo mirado a
una y a otra parte por ver si podrían ser vistas de alguno, aseguradas desto,
la una se quitó el rebozo; y apenas se le hubo quitado cuando de Teolinda
fue conoscida, y, llegándose al oído de Galatea, le dijo con la más baja
voz que pudo:
Estrañísima ventura es ésta, porque, si no es que con la pena que traigo
he perdido el conoscimiento, sin duda alguna aquella pastora que se ha quitado
el rebozo es la bella Rosaura, hija de Roselio, señor de una aldea que a
la nuestra está vecina, y no sé qué pueda ser la causa que la haya movido
a ponerse en tan estraño traje y a dejar su tierra, cosas que tan en perjuicio
de su honestidad se declaran. Mas, ¡ay desdichada! añadió Teolinda,
que el caballero que con ella está es Grisaldo, hijo mayor del rico Laurencio,
que junto a esta vuestra aldea tiene otras dos suyas.
Verdad dices, Teolinda respondió Galatea, que yo le conozco;
pero calla y sosiégate, que presto veremos con qué intento ha sido aquí
su venida.
Quietóse con esto Teolinda, y con atención se puso a mirar lo que Rosaura
hacía, la cual, llegándose al caballero, que de edad de veinte años parecía,
con voz turbada y airado semblante, le comenzó a decir:
En parte estamos, fementido caballero, donde podré tomar de tu desamor
y descuido la deseada venganza. Pero, aunque yo la tomase de ti tal que
la vida te costase, poca recompensa sería al daño que me tienes hecho. Vesme
aquí, desconocido Grisaldo, desconoscida por conoscerte; ves aquí que ha
mudado el traje por buscarte la que nunca mudó la voluntad de quererte.
Considera, ingrato y desamorado, que la que apenas en su casa y con sus
criadas sabía mover el paso, agora por tu causa anda de valle en valle y
de sierra en sierra con tanta soledad buscando tu compañía.
Todas estas razones que la bella Rosaura decía las escuchaba el caballero
con los ojos hincados en el suelo y haciendo rayas en la tierra con la punta
de un cuchillo de monte que en la mano tenía. Pero, no contenta Rosaura
con lo dicho, con semejantes palabras prosiguió su plática:
Dime: ¿conoces, por ventura, conoces, Grisaldo, que yo soy aquélla
que no ha mucho tiempo que enjugó tus lágrimas, atajó tus sospiros, remedió
tus penas, y sobre todo, la que creyó tus palabras? ¿O, por suerte, entiendes
tú que eres aquél a quien parecían cortos y de ninguna fuerza todos los
juramentos que imaginarse podían, para asegurarme la verdad con que me engañabas?
¿Eres tú, acaso, Grisaldo, aquél cuyas infinitas lágrimas ablandaron la
dureza del honesto corazón mío? Tú eres, que ya te veo, y yo soy, que ya
me conozco. Pero si tú eres Grisaldo, el que yo creo, y yo soy Rosaura,
la que tú imaginas, cúmpleme la palabra que me diste; darte he yo la promesa
que nunca te he negado. Hanme dicho que te casas con Leopersia, la hija
de Marcelio, tan a gusto tuyo que eres tú mesmo el que la procuras; si esta
nueva me ha dado pesadumbre, bien se puede ver por lo que he hecho por venir
a estorbar el cumplimiento della; y si tú la puedes hacer verdadera, a tu
consciencia lo dejo. ¿Qué respondes a esto, enemigo mortal de mi descanso?
¿Otorgas, por ventura, callando, lo que por el pensamiento sería justo que
no te pasase? Alza los ojos ya, y ponlos en estos que por su mal te miraron;
levántalos y mira a quién engañas, a quién dejas y a quién olvidas. Verás
que engañas, si bien lo consideras, a la que siempre te trató verdades,
dejas a quien ha dejado a su honra y a sí mesma por seguirte, olvidas a
la que jamás te apartó de su memoria. Considera, Grisaldo, que en nobleza
no te debo nada, y que en riqueza no te soy desigual, y que te aventajo
en la bondad del ánimo y en la firmeza de la fe. Cúmpleme, señor, la que
me diste, si te precias de caballero y no te desprecias de cristiano. Mira
que si no correspondes a lo que me debes, que rogaré al cielo que te castigue,
al fuego que te consuma, al aire que te falte, al agua que te anegue, a
la tierra que no te sufra, y a mis parientes que me venguen. Mira que si
faltas a la obligación que me tienes, que has de tener en mí una perpetua
turbadora de tus gustos en cuanto la vida me durare; y aun después de muerta,
si ser pudiere, con continuas sombras espantaré tu fementido espíritu, y
con espantosas visiones atormentaré tus engañadores ojos. Advierte que no
pido sino lo que es mío, y que tú ganas en darlo lo que en negarlo pierdes.
Mueve agora tu lengua para desengañarme de cuantas la has movido para ofenderme.
Calló diciendo esto la hermosa dama, y estuvo un poco esperando a ver lo
que Grisaldo respondía; el cual, levantando el rostro, que hasta allí inclinado
había tenido, encendido con la vergüenza que las razones de Rosaura le habían
causado, con sosegada voz le respondió desta manera:
Si yo quisiese negar, ¡oh Rosaura!, que no te soy deudor de más de
lo que dices, negaría asimesmo que la luz del sol no es clara, y aun diría
que el fuego es frío y el aire duro. Así que, en esta parte confieso lo
que te debo, y que estoy obligado a la paga. Pero, que yo confiese que puedo
pagarte como quieres, es imposible, porque el mandamiento de mi padre lo
ha prohibido y tu riguroso desdén imposibilitado; y no quiero en esta verdad
poner otro testigo que a ti mesma, como a quien tan bien sabe cuántas veces
y con cuántas lágrimas rogué que me aceptases por esposo, y que fueses servida
que yo cumpliese la palabra que de serlo te había dado. Y tú, por las causas
que te imaginaste, o por parecerte ser bien corresponder a las vanas promesas
de Artandro, jamás quisiste que a tal ejecución se llegase; antes, de día
en día me ibas entretiniendo y haciendo pruebas de mi firmeza, pudiendo
asegurarla de todo punto con admitirme por tuyo. También sabes, Rosaura,
el deseo que mi padre tenía de ponerme en estado y la priesa que daba a
ello, trayendo los ricos honrosos casamientos que tú sabes, y cómo yo con
mil escusas me apartaba de sus importunaciones, dándotelas siempre a ti
para que no dilatases más lo que tanto a ti convenía y yo deseaba; y que
al cabo de todo esto, te dije un día que la voluntad de mi padre era que
yo con Leopersia me casase; y tú, en oyendo el nombre de Leopersia, con
una furia desesperada me dijiste que más no te hablase, y que me casase
norabuena con Leopersia o con quien más gusto me diese. Sabes también que
te persuadí muchas veces que dejases aquellos celosos devaneos, que yo era
tuyo, y no de Leopersia, y que jamás quisiste admitir mis disculpas ni condescender
con mis ruegos; antes, perseverando en tu obstinación y dureza, y en favorescer
a Artandro, me enviaste a decir que te daría gusto en que jamás te viese.
Yo hice lo que me mandaste, y, por no tener ocasión de quebrar tu mandamiento,
viendo también que cumplía el de mi padre, determiné de desposarme con Leopersia,
o, a lo menos, desposaréme mañana, que así está concertado entre sus parientes
y los míos; porque veas, Rosaura, cuán disculpado estoy de la culpa que
me pones, y cuán tarde has tú venido en conoscimiento de la sinrazón que
conmigo usabas. Mas, porque no me juzgues de aquí adelante por tan ingrato
como en tu imaginación me tienes pintado, mira bien si hay algo en que yo
pueda satisfacer tu voluntad, que, como no sea casarme contigo, aventuraré
por servirte la hacienda, la vida y la honra.
En tanto que estas palabras Grisaldo decía, tenía la hermosa Rosaura los
ojos clavados en su rostro, vertiendo por ellos tantas lágrimas que daban
bien a entender el dolor que en el alma sentía; pero, viendo ella que Grisaldo
callaba, dando un profundo y doloroso sospiro, le dijo:
Como no puede caber en tus verdes años tener, ¡oh Grisaldo!, larga
y conoscida experiencia de los infinitos accidentes amorosos, no me maravillo
que un pequeño desdén mío te haya puesto en la libertad que publicas; pero
si tú conoscieras que los celosos temores son espuelas que hacen salir al
amor de su paso, vieras claramente que los que yo tuve de Leopersia, en
que yo más te quisiese redundaban. Mas, como tú tratabas tan de pasatiempo
mis cosas, con la menor ocasión que te imaginaste, descubriste el poco amor
de tu pecho, y confirmaste las verdaderas sospechas mías, y en tal manera,
que me dices que mañana te casas con Leopersia. Pero yo te certifico que,
antes que a ella lleves al tálamo, me has de llevar a mí a la sepoltura,
si ya no eres tan cruel que niegues de darla al cuerpo de cuya alma fuiste
siempre señor absoluto. Y, porque claro conozcas y veas que la que perdió
por ti su honestidad y puso en detrimento su honra tendrá en poco perder
la vida, este agudo puñal que aquí traigo pondrá en efecto mi desesperado
y honroso intento, y será testigo de la crueldad que en ese tu fementido
pecho encierras.
Y, diciendo esto, sacó del seno una desnuda daga, y con gran celeridad se
iba a pasar el corazón con ella, si con mayor presteza Grisaldo no le tuviera
el brazo y la rebozada pastora, su compañera, no aguijara a abrazarse con
ella. Gran rato estuvieron Grisaldo y la pastora primero que quitasen a
Rosaura la daga de las manos, la cual a Grisaldo decía:
¡Déjame, traidor enemigo, acabar de una vez la tragedia de mi vida,
sin que tantas tu desamorado desdén me haga probar la muerte!
Esa no gustarás tú por mi ocasión replicó Grisaldo, pues
quiero que mi padre falte antes la palabra que por mí a Leopersia tiene
dada, que faltar yo un punto a lo que conozco que te debo. Sosiega el pecho,
Rosaura, pues te aseguro que este mío no sabrá desear otra cosa que la que
fuere de tu contento.
Con estas enamoradas razones de Grisaldo resucitó Rosaura de la muerte de
su tristeza a la vida de su alegría, y, sin cesar de llorar, se hincó de
rodillas ante Grisaldo, pidiéndole las manos en señal de la merced que le
hacía. Grisaldo hizo lo mesmo, y, echándole los brazos al cuello, estuvieron
gran rato sin poderse hablar el uno al otro palabra, derramando entrambos
cantidad de amorosas lágrimas. La pastora arrebozada, viendo el feliz suceso
de su compañera, fatigada del cansancio que había tomado en ayudar a quitar
la daga a Rosaura, no pudiendo más sufrir el velo, se le quitó, descubriendo
un rostro tan parescido al de Teolinda, que quedaron admiradas de verle
Galatea y Florisa; pero más lo fue Teolinda, pues sin poderlo disimular,
alzó la voz, diciendo:
¡Oh cielos!, y ¿qué es lo que veo? ¿No es, por ventura, ésta mi hermana
Leonarda, la turbadora de mi reposo? Ella es, sin duda alguna.
Y, sin más detenerse, salió de donde estaba, y con ella Galatea y Florisa.
Y, como la otra pastora viese a Teolinda, luego la conosció, y con abiertos
brazos se fueron la una a la otra, admiradas de haberse hallado en tal lugar
y en tal sazón y coyuntura. Viendo, pues, Grisaldo y Rosaura lo que Leonarda
con Teolinda hacía, y que habían sido descubiertos de las pastoras Galatea
y Florisa, con no poca vergüenza de que los hubiesen hallado de aquella
suerte, se levantaron, y, limpiándose las lágrimas, con disimulación y comedimiento
rescibieron a las pastoras, que luego de Grisaldo fueron conoscidas. Mas,
la discreta Galatea, por volver en siguridad el disgusto que, quizá, de
su vista los dos enamorados habían recibido, con aquel donaire con que ella
todas las cosas decía, les dijo:
No os pese de nuestra venida, venturosos Grisaldo y Rosaura, pues sólo
servirá de acrescentar vuestro contento, pues se ha comunicado con quien
siempre le tendrá en serviros. Nuestra ventura ha ordenado que os viésemos,
y en parte donde ninguna se nos ha encubierto de vuestros pensamientos;
y, pues el cielo los ha traído a término tan dichoso, en satisfación dello,
asegurad vuestros pechos y perdonad nuestro atrevimiento.
Nunca tu presencia, hermosa Galatea respondió Grisaldo, dejó
de dar gusto doquiera que estuviese; y, siendo esta verdad tan conoscida,
antes quedamos en obligación a tu vista que con desabrimiento de tu llegada.
Con éstas, pasaron otras algunas comedidas razones, harto diferentes de
las que entre Leonarda y Teolinda pasaban, las cuales, después de haberse
abrazado una y dos veces, con tiernas palabras mezcladas con amorosas lágrimas,
la cuenta de su vida se demandaban, tiniendo suspensos mirándolas a todos
los que allí estaban, porque se parescían tanto que casi no se podían decir
semejantes, sino una mesma cosa; y si no fuera porque el traje de Teolinda
era diferente del de Leonarda, sin duda alguna que Galatea y Florisa no
supieran diferenciallas; y entonces vieron con cuánta razón Artidoro se
había engañado en pensar que Leonarda Teolinda fuese. Mas, viendo Florisa
que el sol estaba hacia la mitad del cielo, y que sería bien buscar alguna
sombra que de sus rayos las defendiese, o, a lo menos, volverse a la aldea,
pues, faltándoles la ocasión de apascentar sus ovejas, no debían estarse
tanto en el prado, dijo a Teolinda y a Leonarda:
Tiempo habrá, pastoras, donde con más comodidad podáis satisfacer nuestros
deseos y daros más larga cuenta de vuestros pensamientos, y por agora busquemos
a do pasar el rigor de la siesta que nos amenaza: o en una fresca fuente
que está a la salida del valle que atrás dejamos, o tornándonos a la aldea,
donde será Leonarda tratada con la voluntad que tú, Teolinda, de Galatea
y de mí conoces. Y si a vosotras, pastoras, hago sólo este ofrecimiento,
no es porque me olvide de Grisaldo y Rosaura, sino porque me parece que
a su valor y merescimiento no puedo ofrecerles más del deseo.
Ése no faltará en mí mientras la vida me durare respondió Grisaldo,
de hacer, pastora, lo que fuere en tu servicio, pues no se debe pagar con
menos la voluntad que nos muestras. Mas, por parecerme que será bien hacer
lo que dices, y por tener entendido que no ignoráis lo que entre mí y Rosaura
ha pasado, no quiero deteneros ni detenerme en referirlo. Sólo os ruego
seáis servidas de llevar a Rosaura en vuestra compañía a vuestra aldea,
en tanto que yo aparejo en la mía algunas cosas que son necesarias para
concluir lo que nuestros corazones desean. Y, porque Rosaura quede libre
de sospecha, y no la pueda tener jamás de la fe de mi pensamiento, con voluntad
considerada mía, siendo vosotras testigos della, le doy la mano de ser su
verdadero esposo.
Y, diciendo esto, tendió la suya y tomó la de la bella Rosaura. Y ella quedó
tan fuera de sí de ver lo que Grisaldo hacía, que apenas pudo responderle
palabra, sino que se dejó tomar la mano; y, de allí a un pequeño espacio,
dijo:
A términos me había traído el amor, Grisaldo, señor mío, que con menos
que por mí hicieras, te quedara perpetuamente obligada; pero, pues tú has
querido corresponder antes a ser quien eres que no a mi merescimiento, haré
yo lo que en mí es, que es darte de nuevo el alma, en recompensa deste beneficio;
y después, el cielo de tan agradescida voluntad te dé la paga.
No más dijo a esta sazón Galatea, no más, señores, que adonde
andan las obras tan verdaderas, no han de tener lugar los demasiados comedimientos.
Lo que resta es rogar al cielo que traiga a dichoso fin estos principios,
y que en larga y saludable paz gocéis vuestros amores. Y en lo que dices,
Grisaldo, que Rosaura venga a nuestra aldea, es tanta la merced que en ello
nos haces, que nosotras mesmas te lo suplicamos.
De tan buena gana iré en vuestra compañía dijo Rosaura, que
no sé con qué la encarezca más que con deciros que no sentiré mucho el ausencia
de Grisaldo, estando en vuestra compañía.
Pues, ¡ea! dijo Florisa, que el aldea es lejos y el sol mucho,
y nuestra tardanza de volver a ella notada. Vos, señor Grisaldo, podéis
ir a hacer lo que os conviniere, que en casa de Galatea hallaréis a Rosaura,
y a éstas, una pastora, que no merescen ser llamadas dos las que tanto se
parecen.
Sea como queréis dijo Grisaldo.
Y, tomando a Rosaura de la mano, se salieron todos del bosque, quedando
concertado entre ellos que otro día enviaría Grisaldo un pastor, de los
muchos de su padre, a avisar a Rosaura de lo que había de hacer; y que,
enviando aquel pastor, sin ser notado, podría hablar a Galatea o a Florisa,
y dar la orden que más conviniese. A todas pareció bien este concierto;
y, habiendo salido del bosque, vio Grisaldo que le estaba esperando su criado
con el caballo; y, abrazando de nuevo a Rosaura y despidiéndose de las pastoras,
se fue acompañado de lágrimas y de los ojos de Rosaura, que nunca dél se
apartaron hasta que le perdieron de vista. Como las pastoras solas quedaron,
luego Teolinda se apartó con Leonarda, con deseo de saber la causa de su
venida; y Rosaura asimesmo fue contando a Galatea y Florisa la ocasión que
la había movido a tomar el hábito de pastora y a venir a buscar a Grisaldo,
diciendo:
«No os causara admiración, hermosas pastoras, el verme a mí en este
traje, si supiérades hasta dó se estiende la poderosa fuerza de amor, la
cual no sólo hace mudar el vestido a los que bien quieren, sino la voluntad
y el alma de la manera que más es de su gusto; y hubiera yo perdido el mío
eternamente si de la invención deste traje no me hubiera aprovechado, porque
sabréis, amigas, que, estando yo en el aldea de Leonarda, de quien mi padre
es señor, vino a ella Grisaldo con intención de estarse allí algunos días
ocupado en el sabroso ejercicio de la caza; y, por ser mi padre muy amigo
del suyo, ordenó de hospedarle en casa y de hacerle todos los regalos que
pudiese. Hízolo así; y la venida de Grisaldo a mi casa fue para sacarme
a mí della, porque, en efecto, aunque sea a costa de mi vergüenza, os habré
de decir que la vista, la conversación, el valor de Grisaldo, hicieron tal
impresión en mi alma que, sin saber cómo, a pocos días que él allí estuvo,
yo no estuve más en mí, ni quise ni pude estar sin hacerle señor de mi libertad;
pero no fue tan arrebatadamente que primero no estuviese satisfecha que
la voluntad de Grisaldo de la mía un punto no discrepaba, según él me lo
dio a entender con muchas y muy verdaderas señales. Enterada, pues, yo en
esta verdad, y viendo cuán bien me estaba tener a Grisaldo por esposo, vine
a condescender con sus deseos y a poner en efecto los míos. Y así, con la
intercesión de una doncella mía, en un apartado corredor nos vimos Grisaldo
y yo muchas veces, sin que nuestra estada solos a más se estendiese que
a vernos y a darme él la palabra que hoy con más fuerza delante de vosotras
me ha tornado a dar.
»Ordenó, pues, mi triste ventura, que en el tiempo que yo de tan dulce estado
gozaba, vino asimesmo a visitar a mi padre un valeroso caballero aragonés
que Artandro se llama, el cual, vencido, a lo que él mostró, de mi hermosura
si alguna tengo, con grandísima solicitud procuró que yo con él
me casase sin que mi padre lo supiese. Había en este medio procurado Grisaldo
traer a efecto su propósito, y, mostrándome yo algo más dura de lo que fuera
menester, le iba entretiniendo con palabras, con intención que mi padre
saliese al camino de casarme, y que entonces Grisaldo me pidiese por esposa;
pero no quería él hacer esto, porque sabía que la voluntad de su padre era
casarle con la rica y hermosa Leopersia, que bien debéis conocerla por la
fama de su riqueza y hermosura. Vino esto a mi noticia, y tomé ocasión de
pedirle celos, aunque fingidos, sólo por hacer prueba de la entereza de
su fe, y fui tan descuidada, o por mejor decir, tan simple, que, pensando
que granjeaba algo en ello, comencé a hacer algunos favores a Artandro,
lo cual visto por Grisaldo, muchas veces me significó la pena que rescibía
de lo que yo con Artandro pasaba; y aun me avisó que, si no era mi voluntad
de que él me cumpliese la palabra que me había dado, que no podía dejar
de obedecer a la de su padre. A todas estas amonestaciones y avisos respondí
yo sin ninguno, llena de soberbia y arrogancia, confiada en que los lazos
que mi hermosura habían echado al alma de Grisaldo no podían tan fácilmente
ser rompidos ni aun tocados de otra cualquier belleza. Mas salíome tan al
revés mi confianza como me lo mostró presto Grisaldo, el cual, cansado de
mis necios y esquivos desdenes, tuvo por bien de dejarme y venir obediente
al mandado de su padre. Pero, apenas se hubo él partido de mi aldea y apartado
de mi presencia, cuando yo conocí el error en que había caído, y con tanto
ahínco me comenzó a fatigar el ausencia de Grisaldo y los celos de Leopersia,
que el ausencia dél me acababa y los celos della me consumían.
»Considerando, pues, que si mi remedio se dilataba, había de dejar por fuerza
en las manos del dolor la vida, determiné de aventurar a perder lo menos,
que a mi parecer era la fama, por ganar lo más, que es a Grisaldo. Y así,
con escusa que di a mi padre de ir a ver una tía mía, señora de otra aldea
a la nuestra cercana, salí de mi casa acompañada de muchos criados de mi
padre; y, llegada en casa de mi tía, le descubrí todo el secreto de mi pensamiento,
y le rogué fuese servida de que yo me pusiese en este hábito y viniese a
hablar a Grisaldo, certificándole que si yo mesma no venía, que tendrían
mal suceso mis negocios. Ella me lo concedió, con condición que trujese
a Leonarda conmigo, como persona de quien ella mucho se fiaba; y, enviando
por ella a nuestra aldea, y acomodándome destos vestidos, y advirtiéndonos
de algunas cosas que las dos habíamos de hacer, nos despedimos della habrá
ocho días; y, habiendo seis que llegamos a la aldea de Grisaldo, jamás hemos
podido hallar lugar de hablarle a solas, como yo deseaba, hasta esta mañana
que supe que venía a caza, y le aguardé en el mesmo lugar adonde él se despidió.
Y he pasado con él todo lo que vosotras, amigas, habéis visto, del cual
venturoso suceso quedo tan contenta cuanto es razón lo quede la que tanto
lo deseaba.» Esta es, pastoras, la historia de mi vida, y si os he cansado
en contárosla, echad la culpa al deseo que teníades de saberla, y al mío,
que no pudo hacer menos de satisfaceros.
Antes quedamos tan obligadas respondió Florisa a la merced
que nos has hecho que, aunque siempre nos ocupemos en servirla, no saldremos
de la deuda.
Yo soy la que quedo en ella replicó Rosaura, y la que procuraré
pagarla como mis fuerzas alcanzaren. Pero, dejando esto aparte, volved los
ojos, pastoras, y veréis los de Teolinda y Leonarda tan llenos de lágrimas
que moverán a los vuestros a no dejar de acompañarlos en ellas.
Volvieron Galatea y Florisa a mirarlas, y vieron ser verdad lo que Rosaura
decía; y lo que el llanto de las dos hermanas causaba era que, después de
haberle dicho Leonarda a su hermana todo lo que Rosaura había contado a
Galatea y a Florisa, le dijo:
«Sabrás, hermana, que así como tú faltaste de nuestra aldea, se imaginó
que te había llevado el pastor Artidoro, que aquel mesmo día faltó él también,
sin que de nadie se despidiera. Confirmé yo esta opinión en mis padres,
porque les conté lo que con Artidoro había pasado en la floresta. Con este
indicio cresció la sospecha, y mi padre procuraba venir en tu busca y de
Artidoro, y en efecto lo pusiera por obra si de allí a dos días no viniera
a nuestra aldea un pastor que, al momento que fue visto, todos le tuvieron
por Artidoro. Llegando estas nuevas a mi padre de que allí estaba el robador
tuyo, luego vino con la justicia adonde el pastor estaba, al cual le preguntaron
si te conoscía, o adónde te había llevado. El pastor negó con juramento
que en toda su vida te había visto, ni sabía qué era lo que le preguntaban.
Todos los que estaban presentes se maravillaron de ver que el pastor negaba
conocerte, habiendo estado diez días en el pueblo, y hablado y bailado contigo
muchas veces, y sin duda alguna creyeron todos que Artidoro era culpado
en lo que se le imputaba; y, sin querer admitir disculpa suya ni escucharle
palabra, le llevaron a la prisión, donde estuvo algunos días sin que ninguno
le hablase, al cabo de los cuales, yéndole a tomar su confisión, tornó a
jurar que no te conoscía y que en toda su vida había estado más de aquella
vez en nuestra aldea, y que mirasen y esto otras veces lo había dicho
que aquel Artidoro que ellos pensaban ser él, por ventura no fuese un hermano
suyo que le parecía en tanto estremo, como descubriría la verdad cuando
les mostrase que se habían engañado tiniendo a él por Artidoro, porque él
se llamaba Galercio, hijo de Briseno, natural de la aldea de Grisaldo. Y,
en efecto, tantas demonstraciones dio y tantas pruebas hizo, que conocieron
claramente todos que él no era Artidoro, de que quedaron más admirados;
y decían que tal maravilla como la de parecernos yo a ti, y Galercio a Artidoro,
no se había visto en el mundo.
»Esto que de Galercio se publicaba me movió a ir a verle muchas veces a
do estaba preso; y fue la vista de suerte que quedé sin ella, a lo menos
para mirar cosas que me den gusto en tanto que a Galercio no viere. Pero
lo que más mal hay en esto, hermana, es que él se fue de la aldea sin que
supiese que llevaba consigo mi libertad, ni yo tuve lugar jamás de decírselo;
y así, me quedé con la pena que imaginarse puede, hasta que la tía de Rosaura
me envió a pedir a mi padre por algunos días, todo a fin de venir a acompañar
a Rosaura, de lo que recebí summo contento, por saber que veníamos a la
aldea de Galercio y que allí le podría hacer sabidor de la deuda en que
me estaba. Pero he sido tan corta de ventura que ha cuatro días que estamos
en su aldea y nunca le he visto, aunque he preguntado por él, y me dicen
que está en el campo con su ganado. He preguntado también por Artidoro,
y hanme dicho que de unos días a esta parte no parece en el aldea; y, por
no apartarme de Rosaura, no he tenido lugar de ir a buscar a Galercio, del
cual podría ser saber nuevas de Artidoro.» Esto es lo que a mí me ha sucedido,
y lo demás que has visto, con Grisaldo, después que faltas, hermana, del
aldea.
Admirada quedó Teolinda de lo que su hermana le contaba; pero, cuando llegó
a saber que en el aldea de Artidoro no se sabía dél nueva alguna, no pudo
tener las lágrimas, aunque en parte se consoló, creyendo que Galercio sabría
nuevas de su hermano. Y así, determinó de ir otro día a buscar a Galercio,
doquiera que estuviese. Y, habiéndole contado con la más brevedad que pudo
a Leonarda todo lo que le había sucedido después que en busca de Artidoro
andaba, abrazándola otra vez, se volvió adonde las pastoras estaban, que,
un poco desviadas del camino, iban por entre unos árboles, que del calor
del sol un poco las defendían. Y, en llegando a ellas, Teolinda les contó
todo lo que su hermana le había dicho, con el suceso de sus amores y la
semejanza de Galercio y Artidoro, de que no poco se admiraron, aunque dijo
Galatea:
Quien vee la semejanza tan estraña que hay entre ti, Teolinda, y tu
hermana, no tiene de qué maravillarse aunque otras vea, pues ninguna, a
lo que yo creo, a la vuestra iguala.
No hay duda respondió Leonarda sino que la que hay entre
Artidoro y Galercio es tanta que, si a la nuestra no excede, a lo menos
en ninguna cosa se queda atrás.
Quiera el cielo dijo Florisa, que así como los cuatro os
semejáis unos a otros, así os acomodéis y parezcáis en la ventura, siendo
tan buena la que la fortuna conceda a vuestros deseos, que todo el mundo
envidie vuestros contentos, como admira vuestras semejanzas.
Replicara a estas razones Teolinda, si no lo estorbara una voz que oyeron
que dentre los árboles salía; y, parándose todas a escucharla, luego conoscieron
ser del pastor Lauso, de que Galatea y Florisa grande contento rescibieron,
porque en estremo deseaban saber de quién andaba Lauso enamorado, y creyeron
que desta duda las sacaría lo que el pastor cantase. Y, por esta ocasión,
sin moverse de donde estaban, con grandísimo silencio le escucharon. Estaba
el pastor sentado al pie de un verde sauce, acompañado de solos sus pensamientos
y de un pequeño rabel, al son del cual desta manera cantaba:
Lauso
Si yo dijere el bien del pensamiento,
en mal se vuelva cuanto bien poseo;
que no es para decirse el bien que siento.
De mí mesmo se encubra mi deseo,
enmudezca la lengua en esta parte
y en el silencio ponga su trofeo.
Pare aquí el artificio, cese el arte
de exagerar el gusto qu'en un alma
con mano liberal amor reparte.
Baste decir que en sosegada calma
paso el mar amoroso, confiado
de honesto triunfo y vencedera palma.
Sin saberse la causa, lo causado
se sepa; que es un bien tan sin medida
que sólo para el alma es reservado.
Ya tengo nuevo ser, ya tengo vida,
ya puedo cobrar nombre en todo el suelo
de ilustre y clara fama conoscida;
qu'el limpio intento, al amoroso celo
que encierra el pecho enamorado mío,
alzarme puede al más subido cielo.
En ti, Silena, espero; en ti confío,
Silena, gloria de mi pensamiento,
norte por quien se rige mi albedrío.
Espero qu'el sin par entendimiento
tuyo levantes a entender que valgo
por fe lo que no está en merescimiento.
Confío que tendrás, pastora, en algo,
después de hacerte cierta la experiencia,
la sana voluntad de un pecho hidalgo.
¿Qué bienes no asegura tu presencia?
¿Qué males no destierra? ¿Y quién sin ella
sufrirá un punto la terrible ausencia?
¡Oh, más que la belleza misma bella,
más que la propria discreción discreta,
sol a mis ojos y a mi mar estrella!
No la que fue de la nombrada Creta
robada por el falso hermoso toro
igualó a tu hermosura tan perfecta;
ni aquella que en sus faldas granos de oro
sintió llover, por quien después no pudo
guardar el virginal rico tesoro;
ni aquella que con brazo airado y crudo,
en la sangre castísima del pecho
tiñó el puñal, en su limpieza, agudo;
ni aquella que a furor movió y despecho
contra Troya los griegos corazones,
por quien fue el Ilión roto y desecho;
ni la que los latinos escuadrones
hizo mover contra la teucra gente,
a quien Juno causó tantas pasiones;
ni menos la que tiene diferente
fama de la entereza y el trofeo
con que su honestidad guardó excelente:
digo de aquella que lloró a Siqueo,
del mantuano Títiro notada
de vano antojo y no cabal deseo;
no en cuantas tuvo hermosas la pasada
edad, ni la presente tiene agora,
ni en la de por venir será hallada
quien llegase ni llegue a mi pastora
en valor, en saber, en hermosura,
en merecer del mundo ser señora.
¡Dichoso aquél que con firmeza pura
fuere de ti, Silena, bien querido,
sin gustar de los celos la amargura!
¡Amor, que a tanta alteza me has subido,
no me derribes con pesada mano
a la bajeza escura del olvido!
¡Sé conmigo señor, y no tirano!
No cantó más el enamorado pastor, ni por lo que cantado había pudieron las
pastoras venir en conocimiento de lo que deseaban; que, puesto que Lauso
nombró a Silena en su canto, por este nombre no fue la pastora conoscida.
Y así, imaginaron que, como Lauso había andado por muchas partes de España
y aun de toda la Asia y Europa, que alguna pastora forastera sería la que
había rendido la libre voluntad suya. Mas, volviendo a considerar que le
habían visto pocos días atrás triunfar de la libertad y hacer burla de los
enamorados, sin duda alguna creyeron que con disfrazado nombre celebraba
alguna conocida pastora a quien había hecho señora de sus pensamientos.
Y así, sin satisfacerse en su sospecha, se fueron hacia el aldea, dejando
al pastor en el mesmo lugar do se estaba. Mas no hubieron andado mucho,
cuando vieron venir de lejos algunos pastores, que luego fueron conoscidos,
porque eran Tirsi, Damón, Elicio, Erastro, Arsindo, Francenio, Crisio, Orompo,
Daranio, Orfinio y Marsilo, con todos los más principales pastores de la
aldea, y entre ellos el desamorado Lenio, con el lastimado Silerio, los
cuales salían a tener la siesta a la fuente de las Pizarras, a la sombra
que en aquel lugar hacían las entricadas ramas de los espesos y verdes árboles.
Y, antes que los pastores llegasen, tuvieron cuidado Teolinda, Leonarda
y Rosaura de rebozarse cada una con un blanco lienzo, porque de Tirsi y
Damón no fuesen conocidas. Los pastores llegaron haciendo cortés rescibimiento
a las pastoras, convidándolas que en su compañía la siesta pasar quisiesen;
mas Galatea se escusó con decir que aquellas forasteras pastoras que con
ella venían tenían necesidad de ir a la aldea. Con esto se despidió dellos,
llevando tras sí las almas de Elicio y Erastro, y aun las encubiertas pastoras
los deseos de conoscerlas de cuantos allí estaban.
Ellas se fueron al aldea y los pastores a la fresca fuente, pero, antes
que allá llegasen, Silerio se despidió de todos, pidiendo licencia para
volverse a su ermita; y, puesto que Tirsi, Damón, Elicio y Erastro le rogaron
que por aquel día con ellos se quedase, jamás lo pudieron acabar con él,
antes, abrazándolos a todos, se despidió, encargando y rogando a Erastro
que no dejase de verle todas las veces que por su ermita pasase. Erastro
se lo prometió; y con esto, torciendo el camino, acompañado de su continua
pesadumbre, se volvió a la soledad de su ermita, dejando a los pastores
no sin dolor de ver la estrecheza de vida que en tan verdes años había escogido;
pero más se sentía entre aquellos que le conoscían y sabían la calidad y
valor de su persona.
Llegados los pastores a la fuente, hallaron en ella a tres caballeros y
a dos hermosas damas que de camino venían, y, fatigados del cansancio y
convidados del ameno y fresco lugar, les pareció ser bien dejar el camino
que llevaban y pasar allí las calurosas horas de la siesta. Venían con ellos
algunos criados, de manera que, en su apariencia, mostraban ser personas
de calidad. Quisieran los pastores, así como los vieron, dejarles el lugar
desocupado, pero uno de los caballeros, que el principal parescía, viendo
que los pastores de comedidos se querían ir a otra parte, les dijo:
Si era, por ventura, vuestro contento, gallardos pastores, pasar la
siesta en este deleitoso sitio, no os lo estorbe nuestra compañía; antes,
nos haced merced de que con la vuestra augmentéis nuestro contento, pues
no promete menos vuestra gentil dispusición y manera; y, siendo el lugar,
como lo es, tan acomodado para mayor cantidad de gente, haréis agravio a
mí y a estas damas si no venís en lo que yo en su nombre y el mío os pido.
Con hacer, señor, lo que nos mandas respondió Elicio, cumpliremos
nuestro deseo, que por agora no se estendía a más que venir a este lugar
a pasar en él en buena conversación las enfadosas horas de la siesta; y,
aunque fuera diferente nuestro intento, lo torciéramos sólo por hacer lo
que pides.
Obligado quedo respondió el caballero a muestras de tanta
voluntad; y, para más certificarme y obligarme con ella, sentaos, pastores,
alrededor desta fresca fuente, donde, con algunas cosas que estas damas
traen para regalo del camino, podáis despertar la sed y mitigarla en las
frescas aguas que esta clara fuente nos ofrece.
Todos lo hicieron así, obligados de su buen comedimiento. Hasta este punto,
habían tenido las damas cubiertos los rostros con dos ricos antifaces; pero,
viendo que los pastores se quedaban, se descubrieron, descubriendo una belleza
tan estraña que en gran admiración puso a todos los que la vieron, pareciéndoles
que, después de la de Galatea, no podía haber en la tierra otra que se igualase.
Eran las dos damas igualmente hermosas, aunque la una dellas, que de más
edad parescía, a la más pequeña en cierto donaire y brío se aventajaba.
Sentado[s], pues, y acomodados todos, el segundo caballero, que hasta entonces
ninguna cosa había hablado, dijo:
Cuando me paro a considerar, agradables pastores, la ventaja que hace
al cortesano y soberbio trato el pastoral y humilde vuestro, no puedo dejar
de tener lástima a mí mesmo y a vosotros una honesta envidia.
¿Por qué dices eso, amigo Darinto? dijo el otro caballero.
Dígolo, señor, replicó estotro, porque veo con cuánta curiosidad
vos y yo, y los que siguen el trato nuestro, procuramos adornar las personas,
sustentar los cuerpos y augmentar las haciendas, y cuán poco viene a lucirnos,
pues la púrpura, el oro, el brocado que sobre nuestros cuerpos echamos,
como los rostros están marchitos de los mal degiridos manjares, comidos
a deshoras, y tan costosos como malgastados, ninguna cosa nos adornan, ni
pulen, ni son parte para que más bien parezcamos a los ojos de quien nos
mira. Todo lo cual puedes ver diferente en los que siguen el rústico ejercicio
del campo, haciendo experiencia en los que tienes delante, los cuales podría
ser, y aun es así, que se hubiesen sustentado y sustentan de manjares simples
y en todo contrarios de la vana compostura de los nuestros; y, con todo
eso, mira el moreno de sus rostros, que promete más entera salud que la
blancura quebrada de los nuestros; y cuán bien les está a sus robustos y
sueltos miembros un pellico de blanca lana, una caperuza parda y unas antiparas
de cualquier color que sean; y con esto, a los ojos de sus pastoras, deben
de parecer más hermosos que los bizarros cortesanos a los de las retiradas
damas. ¿Qué te diría, pues, si quisiese, de la sencillez de su vida, de
la llaneza de su condición y de la honestidad de sus amores? No te digo
más, sino que conmigo puede tanto lo que de la vida pastoral conozco, que
de buena gana trocaría la mía con ella.
En deuda te estamos los pastores dijo Elicio por la buena
opinión que de nosotros tienes; pero, con todo eso, te sé decir que hay
en la rústica vida nuestra tantos resbaladeros y trabajos como se encierran
en la cortesana vuestra.
No podré yo dejar de venir en lo que dices, amigo replicó Darinto,
porque ya se sabe bien que es una guerra nuestra vida sobre la tierra. Pero,
en fin, en la pastoral hay menos que en la ciudadana, por estar más libre
de ocasiones que alteren y desasosieguen el espíritu.
Cuán bien se conforma con tu opinión, Darinto dijo Damón,
la de un pastor amigo mío que Lauso se llama, el cual, después de haber
gastado algunos años en cortesanos ejercicios y algunos otros en los trabajosos
del duro Marte, al fin se ha reducido a la pobreza de nuestra rústica vida;
y, antes que a ella viniese, mostró desearlo mucho, como parece por una
canción que compuso y envió al famoso Larsileo, que en los negocios de la
Corte tiene larga y ejercitada experiencia. Y, por haberme a mí parecido
bien, la tomé toda en la memoria, y aun os la dijera si imaginara que a
ello diera lugar el tiempo y a vosotros no os cansara el escucharla.
Ninguna otra cosa nos dará más gusto que escucharte, discreto Damón
respondió Darinto, llamando a Damón por su nombre, que ya le sabía,
por haberle oído nombrar a los otros pastores, sus amigos; y así, yo
de mi parte te ruego nos digas la canción de Lauso; que, pues ella es hecha,
como dices, a mi propósito y tú la has tomado de memoria, imposible será
que deje de ser buena.
Comenzaba Damón a arrepentirse de lo que había dicho y procuraba escusarse
de lo prometido; mas, los caballeros y damas se lo rogaron tanto, y todos
los pastores, que él no pudo escusar el decirla. Y así, habiéndose sosegado
un poco, con gentil donaire y gracia, dijo desta manera:
Damón
El vano imaginar de nuestra mente,
de mil contrarios vientos arrojada
acá y allá con curso presuroso;
la humana condición, flaca, doliente,
en caducos placeres ocupada,
do busca, sin hallarle, algún reposo;
el falso, el mentiroso
mundo, prometedor de alegres gustos;
la voz de sus sirenas,
mal escuchada apenas
cuando cambia su gusto en mil disgustos;
la Babilonia, el caos que miro y leo
en todo cuanto veo;
el cauteloso trato cortesano,
junto con mi deseo,
puesto han la pluma en la cansada mano.
Quisiera yo, señor, que allí llegara
do llega mi deseo, el corto vuelo
de mi grosera mal cortada pluma,
sólo para que luego se ocupara
en levantar el más subido vuelo
vuestra rara bondad y virtud summa.
Mas, ¿quién hay que presuma
echar sobre sus hombros tanta carga,
si no es un nuevo Adlante,
en fuerzas tan bastante
que poco el cielo le fatiga y carga?
Y aun le será forzoso que se ayude
y el grave peso mude
sobre los brazos de otro Alcides nuevo;
y, aunque se encorve y sude,
yo tal fatiga por descanso apruebo.
Ya que a mis fuerzas esto es imposible
y el inútil deseo doy por muestra
de lo que encierra el justo pensamiento,
veamos si, quizá, será posible
mover la flaca mal contenta diestra
a mostrar por enigma algún contento;
mas, tan sin fuerzas siento
mi fuerza en esto, que será forzoso
que apliquéis los oídos
a los tristes gemidos
de un desdeñado pecho congojoso,
a quien el fuego, el aire, el mar, la tierra
hacen contino guerra,
todos en su desdicha conjurados,
que se remata y cierra
con la corta ventura de sus hados.
Si esto no fuera, fácil cosa fuera
tender por la región del gusto el paso,
y reducir cien mil a la memoria,
pintando el monte, el río y la ribera
do amor, el hado, la fortuna y caso
rindieron a un pastor toda su gloria.
Mas desta dulce historia
el tiempo triunfa, y sólo queda della
una pequeña sombra,
que ahora espanta, asombra
al pensamiento que más piensa en ella:
condición propria de la humana suerte,
que el gusto nos convierte
en pocas horas en mortal disgusto,
y nadie habrá que acierte
en muchos años con un firme gusto.
Vuelva y revuelva; en alto suba o baje
el vano pensamiento al hondo abismo;
corra en un punto desde Tile a Batro,
qu'él dirá, cuanto más sude y trabaje,
y del término salga de sí mismo,
puesto en la esfera o en el cruel Baratro:
¡oh, una, y tres, y cuatro,
cinco, y seis y más veces venturoso
el simple ganadero,
que con un pobre apero
vive con más contento y más reposo
qu'el rico Craso o el avariento Mida,
pues con aquella vida
robusta, pastoral, sencilla y sana,
de todo punto olvida
esta mísera, falsa, cortesana!
En el rigor del erizado invierno,
al tronco entero de robusta encina,
de Vulcano abrazada, se calienta
y allí en sosiego trata del gobierno
mejor de su ganado, y determina
dar de sí al cielo no entricada cuenta.
Y cuando ya se ahuyenta
el encogido, estéril, yerto frío,
y el gran señor de Delo
abrasa el aire, el suelo,
en el margen sentado de algún río,
de verdes sauces y álamos cubierto,
con rústico concierto
suelta la voz o toca el caramillo,
y a veces se vee cierto
las aguas detenerse por oíllo.
Poco allí le fatiga el rostro grave
del privado, que muestra en apariencia
mandar allí do no es obedecido,
ni el alto exagerar con voz süave
del falso adulador, que en poca ausencia
muda opinión, señor, bando y partido;
ni el desdén sacudido
del sotil secretario le fatiga,
ni la altivez honrada
de la llave dorada,
ni de los varios príncipes la liga,
ni del manso ganado un punto parte,
porque el furor de Marte
a una y a otra parte suene airado,
regido por tal arte
que apenas su secuaz se ve medrado.
Reduce a poco espacio sus pisadas,
del alto monte al apacible llano,
desde la fresca fuente al claro río,
sin que, por ver las tierras apartadas,
las movibles campañas de Oceano
are con loco antiguo desvarío.
No le levanta el brío
saber qu'el gran monarca invicto vive
bien cerca de su aldea,
y, aunque su bien desea,
poco disgusto en no verle rescibe;
no como el ambicioso entremetido,
que con seso perdido
anda tras el favor, tras la privanza,
sin nunca haber teñido
en turca o en mora sangre espada o lanza.
No su semblante o su color se muda
porque mude color, mude semblante,
el señor a quien sirve, pues no tiene
señor que fuerce a que con lengua muda
siga, cual Clicie a su dorado amante,
el dulce o amargo gusto que le viene.
No le veréis que pene
de temor que un descuido, una nonada,
en el ingrato pecho
del señor el derecho
borre de sus servicios, y sea dada
de breve despedida la sentencia.
No muestra en apariencia
otro de lo que encierra el pecho sano;
que la rústica sciencia
no alcanza el falso trato cortesano.
¿Quién tendrá vida tal en menosprecio?
¿Quién no dirá que aquélla sola es vida
que al sosiego del alma se encamina?
El no tenerla el cortesano en precio
hace que su bondad sea conoscida
de quien aspira al bien y al mal declina.
¡Oh vida, do se afina
en soledad el gusto acompañado!
¡Oh pastoral bajeza,
más alta que la alteza
del cetro más subido y levantado!
¡Oh flores olorosas, oh sombríos
bosques, oh claros ríos!
¡Quién gozar os pudiera un breve tiempo,
sin que los males míos
turbasen tan honesto pasatiempo!
¡Canción, a parte vas do serán luego
conocidas tus faltas y tus [s]obras!
Mas di, si aliento cobras,
con rostro humilde enderezado a ruego:
"¡Señor, perdón, porque el que acá me envía,
en vos y en su deseo se confía!"
Ésta es, señores, la canción de Lauso dijo Damón en acabándola,
la cual fue tan celebrada de Lariseo, cuanto bien admitida de los que en
aquel tiempo la vieron.
Con razón lo puedes decir respondió Darinto, pues la verdad
y artificio suyo es digno de justas alabanzas.
Estas canciones son las de mi gusto dijo a este punto el desamorado
Lenio, y no aquellas que a cada paso llegan a mis oídos, llenas de
mil simples conceptos amorosos, tan mal dispuestos e intricados que osaré
jurar que hay algunas que, ni las alcanza quien las oye, por discreto que
sea, ni las entiende quien las hizo. Pero no menos fatigan otras que se
enzarzan en dar alabanzas a Cupido y en exagerar su poder, su valor, sus
maravillas y milagros, haciéndole señor del cielo y de la tierra, dándole
otros mil atributos de potencia, de mando y señorío. Y lo que más me cansa
de los que las hacen es que, cuando hablan de amor, entienden de un no sé
quién que ellos llaman Cupido, que la mesma significación del nombre nos
declara quién es él, que es un apetito sensual y vano, digno de todo vituperio.
Habló el desamorado Lenio, y en fin hubo de parar en decir mal de amor;
pero, como todos los más que allí estaban conoscían su condición, no repararon
mucho en sus razones, si no fue Erastro, que le dijo:
¿Piensas, Lenio, por ventura, que siempre estás hablando con el simple
Erastro, que no sabe contradecir tus opiniones ni responder a tus argumentos?
Pues quiérote advertir que te será sano el callar por agora, o, a lo menos,
tratar de otras cosas que de decir mal de amor, si ya no gustas que la discreción
y sciencia de Tirsi y de Damón te alumbren de la ceguedad en que estás,
y te muestren a la clara lo que ellos entienden y lo que tú debes entender
del amor y de sus cosas.
¿Qué me podrán ellos decir que yo no sepa? dijo Lenio. O
¿qué les podré yo replicar que ellos no ignoren?
Soberbia es esa, Lenio respondió Elicio, y en ella muestras
cuán fuera vas del camino de la verdad de amor, y que te riges más por el
norte de tu parecer y antojo, que no por el que te debías regir, que es
el de la verdad y experiencia.
Antes por la mucha que yo tengo de sus obras respondió Lenio,
le soy tan contrario como muestro y mostraré mientras la vida me durare.
¿En qué fundas tu razón? dijo Tirsi.
¿En qué, pastor? respondió Lenio. En que, por los efectos
que hace, conozco cuán mala es la causa que los produce.
¿Cuáles son los efectos de amor que tú tienes por tan malos? re-plicó
Tirsi.
Yo te los diré, si con atención me escuchas dijo Lenio; pero
no querría que mi plática enfadase los oídos de los que están presentes,
pudiendo pasar el tiempo en otra conversación de más gusto.
Ninguna cosa habrá que sea más del nuestro dijo Darinto que
oír tratar desta materia, especialmente entre personas que tan bien sabrán
defender su opinión; y así, por mi parte, si la destos pastores no lo estorba,
te ruego, Lenio, que sigas adelante la comenzada plática.
Eso haré yo de buen grado respondió Lenio, porque pienso
mostrar claramente en ella cuántas razones me fuerzan a seguir la opinión
que sigo y a vituperar cualquiera otra que a la mía se opusiere.
Comienza, pues, ¡oh Lenio! dijo Damón, que no estarás más
en ella de cuanto mi compañero Tirsi descubra la suya.
A esta sazón, ya que Lenio se preparaba a decir los vituperios de amor,
llegaron a la fuente el venerable Aurelio, padre de Galatea, con algunos
pastores, y con él asimesmo venían Galatea y Florisa, con las tres rebozadas
pastoras, Rosaura, Teolinda y Leonarda, a las cuales, habiéndolas topado
a la entrada de la aldea y sabiendo dellas la junta de pastores que en la
fuente de las Pizarras quedaba, a ruego suyo las hizo volver, fiadas las
forasteras pastoras en que, por sus rebozos, no serían de alguno conoscidas.
Levantáronse todos a rescebir a Aurelio y a las pastoras, las cuales se
sentaron con las damas, y Aurelio y los pastores con los demás pastores.
Pero, cuando las damas vieron la singular belleza de Galatea, quedaron tan
admiradas que no podían apartar los ojos de mirarla. No lo fue menos Galatea
de la hermosura dellas, especialmente de la que de mayor edad parescía.
Pasó entre ellas algunas palabras de comedimiento; pero todo cesó cuando
supieron lo que entre el discreto Tirsi y el desamorado Lenio estaba concertado,
de lo que se holgó infinito el venerable Aurelio, porque en estremo deseaba
ver aquella junta y oír aquella disputa; y más entonces, donde tendría Lenio
quien tan bien le supiese responder. Y así, sin más esperar, sentándose
Lenio en un tronco de un desmochado olmo, con voz al principio baja y después
sonora, desta manera comenzó a decir:
Lenio
Ya casi adivino, valerosa y discreta compañía, cómo ya en vuestro entendimiento
me vais juzgando por atrevido y temerario, pues con el poco ingenio y menos
experiencia que puede prometer la rústica vida en que yo algún tiempo me
he criado, quiero tomar contienda, en materia tan ardua como ésta, con el
famoso Tirsi, cuya crianza en famosas academias y cuyos bien sabidos estudios
no pueden asegurar en mi pretensión sino segura pérdida. Pero confiado que,
a las veces, la fuerza del natural ingenio, adornado con algún tanto de
experiencia, suele descubrir nuevas sendas con que facilitan las sciencias
por largos años sabidas, quiero atreverme hoy a mostrar en público las razones
que me han movido a ser tan enemigo de amor, que he merescido por ello alcanzar
renombre de desamorado. Y, aunque otra cosa no me moviera a hacer esto sino
vuestro mandamiento, no me escusara de hacerla; cuanto más, que no será
pequeña la gloria que de aquí he de granjear, aunque pierda la empresa,
pues al fin dirá la fama que tuve ánimo para competir con el nombrado Tirsi.
Y así, con este presupuesto, sin querer ser favorescido si no es de la razón
que tengo, a ella sola invoco y ruego dé tal fuerza a mis palabras y argumentos,
que se muestre en ellas y en ellos la que tengo para ser tan enemigo del
amor como publico. Es, pues, amor, según he oído decir a mis mayores, un
deseo de belleza, y esta difinición le dan, entre otras muchas, los que
en esta questión han llegado más al cabo. Pues, si se me concede que el
amor es deseo de belleza, forzosamente se me ha conceder que, cual fuere
la belleza que se amare, tal será el amor con que se ama. Y, porque la belleza
es en dos maneras, corpórea a incorpórea, el amor que la belleza corporal
amare como último fin suyo, este tal amor no puede ser bueno, y éste es
el amor de quien yo soy enemigo. Pero, como la belleza corpórea se divide
asimesmo en dos partes, que son en cuerpos vivos y en cuerpos muertos, también
puede haber amor de belleza corporal que sea bueno. Muéstrase la una parte
de la belleza corporal en cuerpos vivos de varones y de hembras, y ésta
consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que
todas juntas hagan un todo perfecto y formen un cuerpo proporcionado de
miembros y suavidad de colores. La otra belleza de la parte corporal no
viva consiste en pinturas, estatuas, edificios, la cual belleza puede amarse
sin que el amor con que se amare se vitupere. La belleza incorpórea se divide
también en dos partes, en las virtudes y sciencias del ánima; y el amor
que a la virtud se tiene, necesariamente ha de ser bueno, y ni más ni menos
el que se tiene a las virtuosas sciencias y agradables estudios. Pues, como
sean estas dos suertes de belleza la causa que engendra el amor en nuestros
pechos, síguese que en el amar la una a la otra, consista ser el amor bueno
o malo. Pero, como la belleza incorpórea se considera con los ojos del entendimiento,
limpios y claros, y la belleza corpórea se mire con los ojos corporales,
en comparación de los incorpóreos, turbios y ciegos, y, como sean más prestos
los ojos del cuerpo a mirar la belleza presente corporal, que agrada, que
no los del entendimiento a considerar la ausente incorpórea, que glorifica,
síguese que más ordinariamente aman los mortales la caduca y mortal belleza,
que los destruye, que no la singular y divina, que los mejora. Pues deste
amor o desear la corporal belleza, han nascido, nascen y nascerán en el
mundo asolación de ciudades, ruina de estados, destruición de imperios y
muertes de amigos; y, cuando esto generalmente no suceda, ¿qué desdichas
mayores, qué tormentos más graves, qué incendios, qué celos, qué penas,
qué muertes puede imaginar el humano entendimiento que a las que padece
el miserabre amante puedan compararse? Y es la causa desto que, como toda
la felicidad del amante consista en gozar la belleza que desea, y esta belleza
sea imposible poseerse y gozarse enteramente, aquel no poder llegar al fin
que se desea, engendra en él los sospiros, las lágrimas, las quejas y desabrimientos.
Pues, que sea verdad que la belleza de quien hablo no se puede gozar perfecta
y enteramente, está manifiesto y claro, porque no está en mano del hombre
gozar cumplidamente cosa que esté fuera dél y no sea toda suya; porque las
estrañas, conoscida cosa es que están siempre debajo del arbitrio de la
que llamamos fortuna y caso, y no en poder de nuestro albedrío. Y así, se
concluye que, donde hay amor, hay dolor, y quien esto negase negaría asimesmo
que el sol es claro y que el fuego abrasa. Mas, porque se venga con más
facilidad en conocimiento de la amargura que amor encierra, por las pasiones
del ánimo discurriendo se verá clara la verdad que sigo. Son, pues, las
pasiones del ánimo, como mejor vosotros sabéis, discretos caballeros y pastores,
cuatro generales, y no más: desear demasiado, alegrarse mucho, gran temor
de las futuras miserias, gran dolor de las presentes calamidades; las cuales
pasiones, por ser como vientos contrarios que la tranquilidad del ánima
perturban, con más proprio vocablo, perturbaciones son llamadas. Y destas
perturbaciones la primera es propria del amor, pues el amor no es otra cosa
que deseo; y así, es el deseo principio y origen de do todas nuestras pasiones
proceden, como cualquier arroyo de su fuente; y de aquí viene que todas
las veces que el deseo de alguna cosa se enciende en nuestros corazones
luego nos mueve a seguirla y a buscarla; y, buscándola y siguiéndola, a
mil desordenados fines nos conduce. Este deseo es aquél que incita al hermano
a procurar de la amada hermana los abominables abrazos, la madrastra del
alnado, y lo que peor es, el mesmo padre de la propria hija. Este deseo
es el que nuestros pensamientos a dolorosos peligros acarrea: ni aprovecha
que le hagamos obstáculo con la razón, que, puesto que nuestro mal claramente
conozcamos, no por eso sabemos retirarnos dél. Y no se contenta amor de
tenernos a una sola voluntad atentos; antes, como del deseo de las cosas,
como ya está dicho, todas las pasiones nascen, así, del primer deseo que
nasce en nosotros, otros mil se derivan; y éstos son en los enamorados no
menos diversos que infinitos. Y, aunque todas las más de las veces miren
a un solo fin, con todo eso, como son diversos los objectos y diversa la
fortuna de cada uno de los amadores, sin duda alguna, diversamente se desea.
Hay algunos que, por llegar a alcanzar lo que desean, ponen toda su fuerza
en una carrera, en la cual ¡oh cuántas y cuán duras cosas se encuentran,
cuántas veces se cae, y cuántas agudas espinas atormentan sus pies, y cuántas
veces primero se pierde la fuerza y el aliento, que den alcance a lo que
procuran! Algunos otros hay que ya de la cosa amada son poseedores, y ninguna
otra desean, ni piensan sino en mantenerse en aquel estado; y, tiniendo
en esto sólo ocupados sus pensamientos, y en esto sólo todas sus obras y
tiempo consumido, en la felicidad son míseros, en la riqueza pobres y en
la ventura desventurados. Otros, que ya están fuera de la posesión de sus
bienes, procuran tornar a ellos, usando para ello mil ruegos, mil promesas,
mil condiciones, infinitas lágrimas, y al cabo, en estas miserias ocupándose,
se ponen a términos de perder la vida. Mas no se ven estos tormentos en
la entrada de los primeros deseos, porque entonces el engañoso amor nos
muestra una senda por do entremos, al parecer ancha y espaciosa, la cual
después poco a poco se va cerrando, de manera que para volver ni pasar adelante
ningún camino se ofrece. Y así, engañados y atraídos los míseros amantes
con una dulce y falsa risa, con un solo volver de ojos, con dos malformadas
palabras que en sus pechos una falsa y flaca esperanza engendran, arrójanse
luego a caminar tras ella, aguijados del deseo; y después, a poco trecho
y a pocos días, hallando la senda de su remedio cerrada y el camino de su
gusto impedido, acuden luego a regar su rostro con lágrimas, a turbar el
aire con sospiros, a fatigar los oídos con lamentables quejas; y lo peor
es que, si acaso con las lágrimas, con los sospiros y con las quejas no
puede venir al fin de lo que desea, luego muda estilo y procura alcanzar
por malos medios lo que por buenos no puede. De aquí nascen los odios, las
iras, las muertes, así de amigos como de enemigos; por esta causa se han
visto, y se veen a cada paso, que las tiernas y delicadas mujeres se ponen
a hacer cosas tan estrañas y temerarias que aun sólo el imaginarlas pone
espanto; por ésta se veen los sanctos y conyugales lechos de roja sangre
bañados, ora de la triste mal advertida esposa, ora del incauto y descuidado
marido. Por venir al fin deste deseo, es traidor el hermano al hermano,
el padre al hijo y el amigo al amigo. Éste rompe enemistades, atropella
respectos, traspasa leyes, olvida obligaciones y solicita parientas. Mas,
porque claramente se vea cuánta es la miseria de los enamorados, ya se sabe
que ningún apetito tiene tanta fuerza en nosotros, ni con tanto ímpetu al
objecto propuesto nos lleva, como aquél que de las espuelas de amor es solicitado;
y de aquí viene que ninguna alegría o contento pasa tanto del debido término,
como aquélla del amante cuando viene a conseguir alguna cosa de las que
desea. Y esto se vee porque, ¿qué persona habrá de juicio, si no es el amante,
que tenga a summa felicidad un tocar la mano de su amada, una sortijuela
suya, un breve amoroso volver de ojos y otras cosas semejantes, de tan poco
momento cual las considera un entendimiento desapasionado? Y no por estos
gustos tan colmados que, a su parecer, los amantes consiguen, se ha de decir
que son felices y bienaventurados, porque no hay ningún contento suyo que
no venga acompañado de innumerables disgustos y sinsabores, con que amor
se los agua y turba, y nunca llegó gloria amorosa adonde llega y alcanza
la pena. Y es tan mala el alegría de los amantes, que los saca fuera de
sí mesmos, tornándolos descuidados y locos, porque, como ponen todo su intento
y fuerzas en mantenerse en aquel gustoso estado que ellos se imaginan, de
toda otra cosa se descuidan, de que no poco daño se les sigue, así de hacienda
como de honra y vida, pues, a trueco de lo que he dicho, se hacen ellos
mesmos esclavos de mil congojas y enemigos de sí proprios; pues que, cuando
sucede que en medio de la carrera de sus gustos les toca el hierro frío
de la pesada lanza de los celos, allí se les escurece el cielo, se les turba
el aire y todos los elementos se les vuelven contrarios. No tienen entonces
de quién esperar contento, pues no se le puede dar el conseguir el fin que
desean; allí acude el temor contino, la desesperación ordinaria, las agudas
sospechas, los pensamientos varios, la solicitud sin provecho, la falsa
risa y el verdadero llanto, con otros mil estraños y terribles accidentes
que le consumen y atierran. Todas las ocasiones de la cosa amada les fatigan:
si mira, si ríe, si torna, si vuelve, si calla, si habla; y, finalmente,
todas las gracias que le movieron a querer bien, son las mesmas que atormentan
al amante celoso. ¿Y quién no sabe que si la ventura a manos llenas no favoresce
a los amorosos principios, y con presta diligencia a dulce fin los conduce,
cuán costosos le son al amante cualesquier otros medios que el desdichado
pone para conseguir su intento? ¿Qué de lágrimas derrama, qué de sospiros
esparce, cuántas cartas escribe, cuántas noches no duerme, cuántos y cuán
contrarios pensamientos le combaten, cuántos recelos le fatigan y cuántos
temores le sobresaltan? ¿Hay, por ventura, Tántalo que más fatiga tenga
entre las aguas y el manzano puesto, que la que tiene el miserable amante
entre el temor y la esperanza colocado? Son los servicios del amante no
favorescido los cántaros de las hijas de Dánao, tan sin provecho derramados
que jamás llegan a conseguir una mínima parte de su intento. ¿Hay águila
que así destruya las entrañas de Ticio, como destruyen y roen los celos
las del amante celoso? ¿Hay piedra que tanto cargue las espaldas de Sísifo,
como carga el temor contino los pensamientos de los enamorados? ¿Hay rueda
de Ixión que más presto se vuelva y atormente, que las prestas y varias
imaginaciones de los temerosos amantes? ¿Hay Minos ni Radamanto que así
castiguen y apremien las desdichadas condemnadas almas, como castiga y apremia
el amor al enamorado pecho que al insufrible mando suyo está subjeto? No
hay cruda Megera, ni rabiosa Tesifón, ni vengadora Alecto que así maltraten
el ánima do se encierran, como maltrata esta furia, este deseo, a los sin
ventura que le reconocen por señor y se le humillan como vasallos; los cuales,
por dar alguna disculpa de las locuras que hacen, dicen, o a lo menos dijeron
los antiguos gentiles, que aquel instinto que incita y mueve al enamorado
para amar más que a su propria vida la ajena, era un dios a quien pusieron
por nombre Cupido, y que así, forzados de su deidad, no podían dejar de
seguir y caminar tras lo que él quería. Movióles a decir esto y a dar nombre
de dios a este deseo, el ver los efectos sobrenaturales que hace en los
enamorados. Sin duda, parece que es sobrenatural cosa estar un amante en
un instante mesmo temeroso y confiado, arder lejos de su amada y helarse
cuando más cerca della, mudo cuando parlero y parlero cuando mudo. Estraña
cosa es asimesmo seguir a quien me huye, alabar a quien me vitupera, dar
voces a quien no me escucha, servir a una ingrata y esperar en quien jamás
promete ni puede dar cosa que buena sea. ¡Oh amarga dulzura, oh venenosa
medicina de los amantes no sanos, oh triste alegría, oh flor amorosa que
ningún fruto señalas, si no es de tardo arrepentimiento! Éstos son los efectos
deste dios imaginado, éstas son sus hazañas y maravillosas obras. Y aun
también puede verse en la pintura con que figuraban a este su vano dios
cuán vanos ellos andaban: pintábanle niño, desnudo, alado, vendados los
ojos, con arco y saetas en las manos, por darnos a entender, entre otras
cosas, que, en siendo uno enamorado, se vuelve de la condición de un niño
simple y antojadizo, que es ciego en las pretensiones, ligero en los pensamientos,
cruel en las obras, desnudo y pobre de las riquezas del entendimiento. Decían
asimesmo que entre las saetas suyas tenía dos, la una de plomo y la otra
de oro, con las cuales diferentes efectos hacía, porque la de plomo engendraba
odio en los pechos que tocaba, y la de oro, crescido amor en los que hería,
por sólo avisarnos que el oro rico es aquél que hace amar, y el plomo pobre
aborrecer. Y, por esta ocasión, no en balde cantan los poetas Atalante vencida
de tres hermosas manzanas de oro, y a la bella Dánae preñada de la dorada
lluvia, y al piadoso Eneas descender al infierno con el ramo de oro en la
mano. En fin, el oro y la dádiva es una de las más fuertes saetas que el
amor tiene y con la que más corazones subjeta; bien al revés de la de plomo,
metal bajo y menospreciado, como lo es la pobreza, la cual antes engendra
odio y aborrecimiento donde llega, que otra benevolencia alguna. Pero si
las razones hasta agora por mí dichas no bastan a persuadir la que yo tengo
de estar mal con este pérfido amor de quien trato, oí en algunos ejemplos
verdaderos y pasados los efectos suyos, y veréis, como yo veo, que no vee
ni tiene ojos de entendimiento el que no alcanza la verdad que sigo. Veamos,
pues: ¿quién, sino este amor, es aquel que al justo Loth hizo romper el
casto intento y violar a las proprias hijas suyas? Éste es, sin duda, el
que hizo que el escogido David fuese adúltero y homicida; y el que forzó
al libidinoso Amón a procurar el torpe ayuntamiento de Tamar, su querida
hermana; y el que puso la cabeza del fuerte Sansón en las traidoras faldas
de Dalida, por do, perdiendo él su fuerza, perdieron los suyos su amparo,
y al cabo, él y otros muchos la vida; éste fue el que movió la lengua de
Herodes para prometer a la bailadora niña la cabeza del precursor de la
vida; éste hace que se dude de la salvación del más s[a]bio y rico rey de
los reyes, y aun de todos los hombres; éste redujo los fuertes brazos del
famoso Hércules, acostumbrados a regir la pesada maza, a torcer un pequeñuelo
huso y a ejercitarse en mujeriles ejercicios; éste hizo que la furiosa y
enamorada Medea esparciese por el aire los tiernos miembros de su pequeño
hermano; éste cortó la lengua a Progne, arrastró a Hipólito, infamó a Pasífae,
destruyó a Troya, mató a Egisto; éste hizo cesar las comenzadas obras de
la nueva Cartago, y que su primera reina pasase su casto pecho con la aguda
espada; éste puso en las manos de la nombrada y hermosa Sofonisba el vaso
del mortífero veneno que le acabó la vida; éste quitó la suya al valiente
Turno, y el reino a Tarquino, el mando a Marco Antonio, y la vida y la honra
a su amiga; éste, en fin, entregó nuestras Españas a la bárbara furia agarena,
llamada a la venganza del desordenado amor del miserable Rodrigo. Mas, porque
pienso que primero nos cubriría la noche con su sombra, que yo acabase de
traeros a la memoria los ejemplos que se ofrecen a la mía de las hazañas
que el amor ha hecho y cada día hace en el mundo, no quiero pasar más adelante
en ellos, ni aun en la comenzada plática, por dar lugar a que el famoso
Tirsi me responda, rogándoos primero, señores, no os enfade oír una canción
que días ha tengo hecha en vituperio deste mi enemigo, la cual, si bien
me acuerdo, dice desta manera:
Sin que me pongan miedo el yelo y fuego,
el arco y flechas del amor tirano,
en su deshonra he de mover mi lengua;
que ¿quién ha de temer a un niño ciego,
de vario antojo y de juicio insano,
aunque más amenace daño y mengua?
Mi gusto cresce y el dolor desmengua
cuando la voz levanto
al verdadero canto
qu'en vituperio del amor se forma,
con tal verdad, con tal manera y forma,
que a todo el mundo su maldad descubre,
y claramente informa
del cierto daño qu'el amor encubre.
Amor es fuego que consume al alma,
yelo que yela, flecha que abre el pecho
que de sus mañas vive descuidado;
turbado mar do no se ha visto calma,
ministro de ira, padre del despecho,
enemigo en amigo disfrazado,
dador de escaso bien y mal colmado,
afable, lisonjero,
tirano crudo y fiero,
y Circe engañadora que nos muda
en varios mostruos, sin que humana ayuda
pueda al pasado ser nuestro volvernos,
aunque ligera acuda
la luz de la razón a socorrernos;
yugo que humilla al más erguido cuello,
blanco a do se encaminan los deseos
del ocio blando sin razón nascidos,
red engañosa de sotil cabello
que cubre y prende en torpes actos feos
los que del mundo son en más tenidos,
sabroso mal de todos los sentidos,
ponzoña disfrazada
cual píldora dorada,
rayo que adonde toca abrasa y hiende,
airado brazo que a traición ofende,
verdugo del captivo pensamiento
y del que se defiende
del dulce halago de su falso intento;
daño que aplace en los principios, cuando
se regala la vista en el subjeto,
que, cual el cielo, bello le parece;
mas tanto cuanto más pasa mirando,
tanto más pena en público y secreto
el corazón, que todo lo padece.
Mudo hablador, parlero que enmudece,
cuerdo que desatina,
pura total ruïna
de la más concertada alegre vida,
sombra de bien en males convertida,
vuelo que nos levanta hasta la esfera,
para que en la caída
quede vivo el pesar y el gusto muera;
invisible ladrón que nos destruye
y roba lo mejor de nuestra hacienda,
llevándonos el alma a cada paso;
ligereza que alcanza al que más huye,
enigma que ninguno hay que la entienda,
vida que de contino está en traspaso,
guerra elegida y que nasce acaso,
tregua que poco dura,
amada desventura,
preñez que por jamás a sazón llega,
enfermedad que al ánima se pega,
cobarde que se arroja al mal y atreve,
deudor que siempre niega
la deuda averiguada que nos debe,
cercado laberinto do se anida
una fiera crüel que se sustenta
de rendidos humanos corazones,
lazo donde se enlaza nuestra vida,
señor que al mayordomo pide cuenta
de las obras, palabras e intenciones;
codicia de mil varias pretensiones,
gusano que fabrica
estancia pobre o rica,
do poco espacio habita, y al fin muere;
querer que nunca sabe lo que quiere,
nube que los sentidos escurece,
cuchillo que nos hiere.
Éste es el amor. ¡Seguidle, si os parece!
Con esta canción acabó su razonamiento el desamorado Lenio, y con ella y
con él dejó admirados a algunos de los que presentes estaban, especialmente
a los caballeros, pareciéndoles que lo que Lenio había dicho de más caudal
que de pastoril ingenio parecía; y con gran deseo y atención estaban esperando
la respuesta de Tirsi, prometiéndose todos en su imaginación que, sin duda
alguna, a la de Lenio haría ventaja, por la que Tirsi le hacía en la edad
y en la experiencia y en los más acostumbrados estudios; y asimesmo les
aseguraba esto porque deseaban que la opinión desamorada de Lenio no prevaleciese.
Bien es verdad que la lastimada Teolinda, la enamorada Leonarda, la bella
Rosaura y aun la dama que con Darinto y su compañero venía claramente vieron
figurados en el discurso de Lenio mil puntos de los sucesos de sus amores,
y esto fue cuando llegó a tratar de lágrimas y sospiros y de cuán caros
se compraban los contentos amorosos. Solas la hermosa Galatea y la discreta
Florisa iban fuera desta cuenta, porque hasta entonces no se la había tomado
amor de sus hermosos y rebeldes pechos; y así, estaban atentas, no más de
a escuchar la agudeza con que los dos famosos pastores disputaban, sin que
de los efectos de amor que oían viesen alguno en sus libres voluntades.
Pero, siendo la de Tirsi reducir a mejor término la opinión del desamorado
pastor, sin esperar ser rogado, tiniendo de su boca colgados los ánimos
de los circunstantes, puniéndose frontero de Lenio, con suave y levantado
tono, desta manera comenzó a decir:
Tirsi
Si la agudeza de tu buen ingenio, desamorado pastor, no me asegurara
que con facilidad puede alcanzar la verdad, de quien tan lejos agora se
halla, antes que ponerme en trabajo de contradecir tu opinión, te dejara
con ella por castigo de tus sinrazones. Mas, porque me advierten las que
en vituperio del amor has dicho los buenos principios que tienes para poder
reducirte a mejor propósito, no quiero dejar con mi silencio, a los que
nos oyen, escandalizados; al amor, desfavorescido, y a ti, pertinaz y vanaglorioso.
Y así, ayudado del amor, a quien llamo, pienso en pocas palabras dar a entender
cuán otras son sus obras y efectos de los que tú dél has publicado, hablando
sólo del amor que tú entiendes, el cuál tú definiste diciendo que era un
deseo de belleza, declarando asimesmo qué cosa era belleza, y poco después
desmenuzaste todos los efectos que el amor, de quien hablamos, hacía en
los enamorados pechos, confirmándolo al cabo con varios y desdichados sucesos
por el amor causados. Y, aunque la difinición que del amor hiciste sea la
más general que se suele dar, todavía no lo es tanto que no se pueda contradecir,
porque amor y deseo son dos cosas diferentes: que no todo lo que se ama
se desea, ni todo lo que se desea se ama. La razón está clara en todas las
cosas que se poseen, que entonces no se podrá decir que se desean, sino
que se aman, como el que tiene salud no dirá que desea la salud, sino que
la ama, y el que tiene hijos no podrá decir que desea hijos, sino que ama
los hijos; ni tampoco las cosas que se desean se pueden decir que se aman,
como la muerte de los enemigos, que se desea y no se ama. Y así, que, por
esta razón, el amor y deseo vienen a ser diferentes afectos de la voluntad.
Verdad es que amor es padre del deseo, y entre otras difiniciones que del
amor se dan, ésta es una: amor es aquella primera mutación que sentimos
hacer en nuestra mente, por el apetito que nos conmueve y nos tira a sí,
y nos deleita y aplace; y aquel placer engendra movimiento en el ánimo,
el cual movimiento se llama deseo; y, en resolución, deseo es movimiento
del apetito acerca de lo que se ama, y un querer de aquello que se posee,
y el objecto suyo es el bien; y, como se hallan diversas especies de deseos,
y el amor es una especie de deseo que atiende y mira al bien que se llama
bello. Pero para más clara difinición y diversión del amor, se ha de entender
que en tres maneras se divide: en amor honesto, en amor útil y en amor deleitable.
Y a estas tres suertes de amor se reducen cuantas maneras de amar y desear
pueden caber en nuestra voluntad, porque el amor honesto mira a las cosas
del cielo, eternas y divinas; el útil, a las de la tierra, alegres y perecederas,
como son las riquezas, mandos y señoríos; el deleitable, a las gustosas
y placenteras, como son las bellezas corporales vivas, que tú, Lenio, dijiste.
Y cualquiera suerte destos amores que he dicho no debe ser de ninguna lengua
vituperada, porque el amor honesto siempre fue, es y ha de ser limpio, sencillo,
puro y divino, y que sólo en Dios para y sosiega; el amor provechoso, por
ser, como es, natural, no debe condemnarse; ni menos el deleitable, por
ser más natural que el provechoso. Que sean naturales estas dos suertes
de amor en nosotros la experiencia nos lo muestra claro, porque luego que
el atrevido primer padre nuestro pasó el divino mandamiento, y de señor
quedó hecho siervo, y de libre esclavo, luego conosció la miseria en que
había caído y la pobreza en que estaba; y así, tomó en el momento las hojas
de los árboles que le cubriesen, y sudó y trabajó, rompiendo la tierra para
sustentarse y vivir con la menos incomodidad que pudiese; y, tras esto,
obedeciendo mejor a su Dios en ello que en otra cosa, procuró tener hijos
y perpetuar y dilatar en ellos la generación humana; y, así como por su
inobediencia entró la muerte en él y por él en todos sus descendientes,
así heredamos juntamente todos sus afectos y pasiones, como heredamos su
mesma naturaleza; y, como él procuró remediar su necesidad y pobreza, también
nosotros no podemos dejar de procurar y desear remediar la nuestra. Y de
aquí nasce el amor que tenemos a las cosas útiles a la vida humana, y tanto
cuanto más alcanzamos dellas, tanto más nos parece que remediamos nuestra
falta, y por el mesmo consiguiente heredamos el deseo de perpetuarnos en
nuestros hijos; y deste deseo se sigue el que tenemos de gozar la belleza
viva corporal, como solo y verdadero medio que tales deseos a dichoso fin
conduce. Así que, este amor deleitable, solo y sin mezcla de otro accidente,
es digno antes de alabanza que de vituperio, y este es el amor que tú, Lenio,
tienes por enemigo; y cáusalo que no le entiendes ni conoces, porque nunca
le has visto solo y en su mesma figura, sino siempre acompañado de deseos
perniciosos, lascivos y mal colocados. Y esto no es culpa de amor, que siempre
es bueno, sino de los accidentes que se le llegan, como vemos que acaece
en algún caudaloso río, el cual tiene su nascimiento de alguna líquida y
clara fuente que siempre claras y frescas aguas le va ministrando, y, a
poco espacio que de la limpia madre se aleja, sus dulces y cristalinas aguas
en amargas y turbias son convertidas, por los muchos y no limpios arroyos
que de una y otra parte se le juntan. Así que, este primer movimiento amor
o deseo, como llamarlo quisieres no puede nascer sino de buen principio;
y aun dellos es el conocimiento de la belleza, la cual, conoscida por tal,
casi parece imposible que de amar se deje. Y tiene la belleza tanta fuerza
para mover nuestros ánimos, que ella sola fue parte para que los antiguos
filósofos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminase, llevados de la
razón natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en
la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento
y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por
estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas; y
conoscieron que había un solo principio sin principio de todas las cosas.
Pero lo que más los admiró y levantó la consideración, fue ver la compostura
del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a
llamar mundo abreviado; y así es verdad, que en todas las obras hechas por
el mayordomo de Dios, naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más
descubra la grandeza y sabiduría de su Hacedor, porque en la figura y compostura
del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas las otras partes della
se reparte, y de aquí nasce que esta belleza conoscida se ama, y como toda
ella más se muestre y resplandezca en el rostro, luego como se ve un hermoso
rostro, llama y tira la voluntad a amarle. De do se sigue que, como los
rostros de las mujeres hagan tanta ventaja en hermosura al de los varones,
ellas son las que son de nosotros más queridas, servidas y solicitadas,
como a cosa en quien consiste la belleza que naturalmente más a nuestra
vista contenta. Pero, viendo el hacedor y criador nuestro que es propria
naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo,
por no poder ella parar sino en Dios, como en su proprio centro, quiso,
porque no se arrojase a rienda suelta a desear las cosas perecederas y vanas,
y esto sin quitarle la libertad del libre albedrío, ponerle encima de sus
tres potencias una despierta centinela que la avisase de los peligros que
la contrastaban y de los enemigos que la perseguían, la cual fue la razón,
que corrige y enfrena nuestros desordenados deseos. Y, viendo asimesmo que
la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones,
ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y
corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al
varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales
le[s] son lícitos y debidos. Con estos dos remedios, puestos por la divina
mano, se viene a templar la demasía que puede haber en el amor natural,
que tú, Lenio, vituperas, el cual amor de sí es tan bueno que si en nosotros
faltase, el mundo y nosotros acabaríamos. En este mesmo amor de quien voy
hablando están cifradas todas las virtudes, porque el amor es templanza
que el amante, conforme la casta voluntad de la cosa amada, la suya tiempla;
es fortaleza, porque el enamorado cualquier variedad puede sufrir por amor
de quien ama; es justicia, porque con ella a la que bien quiere sirve, forzándole
la mesma razón a ello; es prudencia, porque de toda sabiduría está el amor
adornado. Mas yo te demando, ¡oh Lenio!, tú que has dicho que el amor es
causa de ruina de imperios, destruición de ciudades, de muertes de amigos,
de sacrílegos hechos, inventor de traiciones, transgresor de leyes, digo
que te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy en el mundo, por buena
que sea, que el uso della no pueda en mal ser convertida. Condémnese la
filosofía, porque muchas veces nuestros defectos descubre, y muchos filósofos
han sido malos; abrásense las obras de los heroicos poetas, porque con sus
sátiras y versos los vicios reprehenden y vituperan; vitupérese la medicina,
porque los venenos descubre; llámese inútil la elocuencia, porque algunas
veces ha sido tan arrogante que ha puesto en duda la verdad conoscida; no
se forjen armas, porque los ladrones y los homicidas las usan; no se fabriquen
casas, porque puedan caer sobre sus habitadores; prohíbanse la variedad
de los manjares, porque suelen ser causa de enfermedad; ninguno procure
tener hijos, porque Edipo, instigado de cruelísima furia, mató a su padre,
y Oreste hirió el pecho de la madre propria; téngase por malo el fuego,
porque suele abrasar las casas y consumir las ciudades; desdéñese el agua,
porque con ella se anegó toda la tierra; condémnense, en fin, los elementos,
porque pueden ser de algunos perversos perversamente usados; y desta manera
cualquier cosa buena puede ser en mala convertida, y proceder della efectos
malos, si en las manos de aquéllos son puestas que, como irracionales sin
mediocridad, del apetito gobernar se dejan. Aquella antigua Cartago, émula
del imperio romano; la belicosa Numancia, la adornada Corinto, la soberbia
Tebas, la docta Atenas y la ciudad de Dios, Hierusalém, que fueron vencidas
y asoladas: digamos por eso que el amor fue causa de su destruición y ruina.
Así que, debrían los que tienen por costumbre de decir mal del amor, decirlo
dellos mesmos, porque los dones de amor, si con templanza se usan, son dignos
de perpetua alabanza, pues siempre los medios fueron alabados en todas las
cosas, como vituperados los estremos; que si abrazamos la virtud más de
aquello que basta, el sabio granjeará nombre de loco y el justo de inicuo.
Del antiguo Cremo trágico fue opinión que, como el vino mezclado con el
agua es bueno, así el amor templado es provechoso, lo que es al revés en
el immoderado. La generación de los animales racionales y brutos sería ninguna
si el amor no procediese, y, faltando en la tierra, quedaría desierta y
vacua. Los antiguos creyeron que el amor era obra de los dioses, dada para
conservación y cura de los hombres. Pero, viniendo a lo que tú, Lenio, dijiste
de los tristes y estraños efectos que el amor en los enamorados pechos hace,
tiniéndolos siempre en continas lágrimas, profundos sospiros, desesperadas
imaginaciones, sin co[n]cederles jamás una hora de reposo, veamos, por ventura,
¿qué cosa puede desearse en esta vida que el alcanzarla no cueste fatiga
y trabajo? Y tanto cuanto más es de valor la cosa, tanto más se ha de padecer
y se padece por ella, porque el deseo presupone falta de lo deseado, y hasta
conseguirlo es forzosa la inquietud del ánimo nuestro, pues si todos los
deseos humanos se pueden pagar y contentarse sin alcanzar de todo punto
lo que desean, con que se les dé parte dello, y con todo eso se padece por
cons[e]guirla, ¿qué mucho es que, por alcanzar aquello que no puede satisfacer
ni contentar al deseo sino con ello mesmo, se padezca, se llore, se tema
y se espere? El que desea señoríos, mandos, honras y riquezas, ya que ve
que no puede subir al último grado que quisiera, como llegue a ponerse en
algún buen punto, queda en parte satisfecho, porque la esperanza que le
falta de no poder subir a más, le hace parar donde puede y como mejor puede,
todo lo cual es contrario en el amor, porque el amor no tiene otra paga
ni otra satisfación sino el mesmo amor, y él proprio es su propria y verdadera
paga. Y por esta razón es imposible que el amante esté contento hasta que
a la clara conozca que verdaderamente es amado, certificándole desto las
amorosas señales que ellos saben. Y así, estiman en tanto un regalado volver
de ojos, una prenda cualquiera que sea de su amada, un no sé qué de risa,
de habla, de burlas, que ellos de veras toman, como indicios que le[s] van
asegurando la paga que desean, y así, todas las veces que ven señales en
contrario déstas, esle fuerza al amante lamentarse y afligirse, sin tener
medio en sus dolores, pues no le puede tener en sus contentos, cuando la
favorable fortuna y el blando amor se los concede. Y, como sea hazaña de
tanta dificultad reducir una voluntad ajena a que sea una propria con la
mía, y juntar dos diferentes almas en tan disoluble ñudo y estrecheza que
de las dos sean uno los pensamientos y una todas las obras, no es mucho
que, por conseguir tan alta empresa, se padezca más que por otra cosa alguna,
pues, después de conseguida, satisface y alegra sobre todas las que en esta
vida se desean. Y no todas veces son las lágrimas con razón y causa derramadas,
ni esparcidos los sospiros de los enamorados, porque si todas sus lágrimas
y sospiros se causaron de ver que no se responde a su voluntad como se debe
y con la paga que se requiere, habría de considerar primero adónde levantaron
la fantasía, y si la subieron más arriba de lo que su merescimiento alcanza,
no es maravilla que, cual nuevos Ícaros, caigan abrasados en el río de las
miserias, de las cuales no tendrá la culpa amor, sino su locura. Con todo
eso, yo no niego, sino afirmo, que el deseo de alcanzar lo que se ama por
fuerza ha de causar pesadumbre, por la razón de la carestía que presupone,
como ya otras veces he dicho; pero también digo que el conseguirla sea de
grandísimo gusto y contento, como lo es al cansado el reposo y la salud
al enfermo. Junto con esto, confieso que si los amantes señalasen, como
en el uso antiguo, con piedras blancas y negras sus tristes o dichosos días,
sin duda alguna que serían más las infelices; mas, también conozco que la
calidad de sola una blanca piedra haría ventaja a la cantidad de otras infinitas
negras. Y, por prueba desta verdad, vemos que los enamorados jamás de serlo
se arrepienten; antes, si alguno les prometiese librarles de la enfermedad
amorosa, como a enemigo le desecharían, porque aun el sufrirla les es suave.
Y por esto, ¡oh amadores!, no os impida ningún temor para dejar de ofreceros
y dedicaros a amar lo que más os pareciere dificultoso, ni os quejéis ni
arrepintáis si a la grandeza vuestra las cosas bajas habéis levantado, que
amor iguala lo pequeño a lo sublime, y lo menos a lo más; y con justo acuerdo
tiempla las diversas condiciones de los amantes, cuando con puro afecto
la gracia suya en sus corazones rescibe. No cedáis a los peligros, porque
la gloria será tanta que quite el sentimiento de todo dolor. Y, como a los
antiguos capitanes y emperadores, en premio de sus trabajos y fatigas, les
eran, según la grandeza de sus victorias, aparejados triunfos, así a los
amantes les están guardados muchedumbre de placeres y contentos, y, como
a aquéllos el glorioso rescibimiento les hacía olvidar todos los incomodos
y disgustos pasados, así al amante de la amada amado. Los espantosos sueños,
el dormir no seguro, las veladas noches, los inquietos días, en summa tranquilidad
y alegría se convierten. De manera, Lenio, que si por sus efectos tristes
les condemnas, por los gustosos y alegres les debes de absolver; y a la
interpretación que diste de la figura de Cupido, estoy por decir que vas
tan engañado en ella, como casi en las demás cosas que contra el amor has
dicho. Porque, píntanle niño, ciego, desnudo, con las alas y saetas; no
quiere significar otra cosa, sino que el amante ha de ser niño en no tener
condición doblada, sino pura y sencilla; ha de ser ciego a todo cualquier
otro objecto que se le ofreciere, sino es a aquel a quien ya supo mirar
y entregarse; ha de ser desnudo, porque no ha de tener cosa que no sea de
la que ama; ha de tener alas de ligereza, para estar prompto a todo lo que
por su parte se le quisiere mandar; píntanle con saetas, porque la llaga
del enamorado pecho ha de ser profunda y secreta, y que apenas se descubra
sino a la mesma causa que ha de remedialla. Que el amor hiera con dos saetas,
las cuales obran en diferentes maneras, es darnos a entender que en el perfecto
amor, no ha de haber medio de querer y no querer en un mesmo punto, sino
que el amante ha de amar enteramente, sin mezcla de alguna tibieza. En fin,
¡oh Lenio!, este amor es el que si consumió a los troyanos, engrandeció
a los griegos; si hizo cesar las obras de Cartago, hizo crescer los edificios
de Roma; si quitó el reino a Tarquino, redujo a libertad la república. Y,
aunque pudiera traer aquí muchos ejemplos en contrario de los que tú trujiste
de los efectos buenos que el amor hace, no me quiero ocupar en ellos, pues
de sí son tan notorios; sólo quiero rogarte te dispongas a creer lo que
he mostrado, y que tengas paciencia para oír una canción mía, que parece
que en competencia de la tuya se hizo; y si por ella y por lo que te he
dicho no quisieres reducirte a ser de la parte de amor, y te pareciere que
no quedas satisfecho de las verdades que dél he declarado, si el tiempo
de agora lo concede, o en otro cualquiera que tú escogieres y señalares,
te prometo de satisfacer a todas las réplicas y argumentos que en contrario
de los míos decir quisieres. Y, por agora, estáme atento y escucha:
Canción de Tirsi
Salga del limpio enamorado pecho
la voz sonora, y en süave acento
cante de amor las altas maravillas,
de modo que contento y satisfecho
quede el más libre y suelto pensamiento,
sin que las sienta con no más de oíllas.
Tú, dulce amor, que puedes referillas
por mi lengua, si quieres,
tal gracia le concede,
que con la palma quede
de gusto y gloria por decir quién eres,
que si me ayudas, como yo confío,
veráse en presto vuelo
subir al cielo tu valor y el mío.
Es el amor principio del bien nuestro,
medio por do se alcanza y se granjea
el más dichoso fin que se pretende;
de todas sciencias sin igual maestro;
fuego que, aunque de yelo un pecho sea,
en claras llamas de virtud le enciende;
poder que al flaco ayuda, al fuerte ofende;
raíz de adonde nasce
la venturosa planta
que al cielo nos levanta,
con tal fruto que al alma satisface
de bondad, de valor, de honesto celo,
de gusto sin segundo,
que alegra al mundo y enamora al cielo;
cortesano, galán, sabio, discreto,
callado, liberal, manso, esforzado;
de aguda vista, aunque de ciegos ojos;
guardador verdadero del respecto,
capitán que en la guerra do ha triunfado
sola la honra quiere por despojos;
flor que cresce entre espinas y entre abrojos,
que a vida y alma adorna;
del temor enemigo,
de la esperanza amigo;
huésped que más alegra cuando torna;
instrumento de honrosos ricos bienes,
por quien se mira y medra
la honrosa yedra en las honradas sienes;
Instinto natural que nos conmueve
a levantar los pensamientos, tanto
que apenas llega allí la vista humana;
escala por do sube, el que se atreve,
a la dulce región del cielo sancto;
sierra en su cumbre deleitosa y llana,
facilidad que lo intricado allana,
norte por quien se guía
en este mar insano
el pensamiento sano,
alivio de la triste fantasía,
padrino que no quiere nuestra afrenta;
farol que no se encubre,
mas nos descubre el puerto en la tormenta;
pintor que en nuestras ánimas retrata,
con apacibles sombras y colores,
ora mortal, ora inmortal belleza;
sol que todo ñublado desbarata,
gusto a quien son sabrosos los dolores;
espejo en quien se ve naturaleza
liberal, que en su punto la franqueza
pone con justo medio;
espíritu de fuego
que alumbra al que es más ciego;
del odio y del temor solo remedio;
Argos que nunca puede estar dormido,
por más que a sus orejas
lleguen consejas de algún dios fingido;
ejército de armada infantería
que atropella cien mil dificultades,
y siempre queda con victoria y palma;
morada adonde asiste el alegría;
rostro que nunca encubre las verdades,
mostrando claro lo que está en el alma;
mar donde la tormenta es dulce calma
con sólo que se espere
tenerla en tiempo alguno;
refrigerio oportuno
que cura al desdeñado cuando muere;
en fin, amor es vida, es gloria, es gusto,
almo feliz sosiego.
¡Seguilde luego, qu'el seguirle es justo!
El fin del razonamiento y canción de Tirsi fue principio para confirmar
de nuevo en todos la opinión que de discreto tenía, si no fue en el desamorado
Lenio, a quien no pareció tan bien su respuesta que le satisficiese al entendimiento
y le mudase de su primer propósito. Viose esto claro, porque ya iba dando
muestras de querer responder y replicar a Tirsi, si las alabanzas que a
los dos daban Darinto y su compañero, y todos los pastores y pastoras presentes,
no lo estorbaran, porque, tomando la mano el amigo de Darinto, dijo:
En este punto acabo de conoscer cómo la potencia y sabiduría de amor
por todas las partes de la tierra se estiende, y que donde más se afina
y apura es en los pastorales pechos, como nos lo ha mostrado lo que hemos
oído al desamorado Lenio y al discreto Tirsi, cuyas razones y argumentos
más parescen de ingenios entre libros y las aulas criados, que no de aquéllos
que entre pajizas cabañas son crescidos. Pero no me maravillaría yo tanto
desto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de nuestras
almas era acordarse de lo que ya sabían, prosuponiendo que todas se crían
enseñadas; mas, cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer del que
afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía ninguna
cosa pintada, no puedo dejar de admirarme de ver cómo haya sido imposible
que en la compañía de las ovejas, en la soledad de los campos, se puedan
aprender las sciencias que apenas saben disputarse en las nombradas universidades,
si ya no quiero persuadirme a lo que primero dije, que el amor por todo
se estiende y a todos se comunica, al caído levanta, al simple avisa y al
avisado perfeciona.
Si conoscieras, señor respondió a esta sazón Elicio, cómo
la crianza del nombrado Tirsi no ha sido entre los árboles y florestas,
como tú imaginas, sino en las reales cortes y conoscidas escuelas, no te
maravillaras de lo que ha dicho, sino de lo que ha dejado de decir. Y, aunque
el desamorado Lenio, por su humildad, ha confesado que la rusticidad de
su vida pocas prendas de ingenio puede prometer, con todo eso, te aseguro
que los más floridos años de su edad gastó, no en el ejercicio de guardar
las cabras en los montes, sino en las riberas del claro Tormes, en loables
estudios y discretas conversaciones. Así que, si la plática que los dos
han tenido de más que de pastores te parece, contémplalos como fueron y
no como agora son. Cuanto más, que hallarás pastores en estas nuestras riberas
que no te causarán menos admiración, si los oyes, que los que ahora has
oído, porque en ellas apascientan sus ganados los famosos y conoscidos Eranio,
Siralbo, Filardo, Silvano, Lisardo y los dos Matuntos, padre y hijo, uno
en la lira y otro en la poesía sobre todo estremo estremados. Y, para remate
de todo, vuelve los ojos y conoce al conoscido Damón, que presente tienes,
donde puede parar tu deseo, si desea conoscer el estremo de discreción y
sabiduría.
Responder quería el caballero a Elicio, cuando una de aquellas damas que
con él venían dijo a la otra:
Paréceme, señora Nísida, que, pues el sol va ya declinando, que sería
bien que nos fuésemos, si habemos de llegar mañana adonde dicen que está
nuestro padre.
No hubo bien dicho esto la dama, cuando Darinto y su compañero la miraron,
mostrando que les había pesado de que hubiese llamado por su nombre a la
otra. Pero, ansí como Elicio oyó el nombre de Nísida, le dio el alma si
era aquella Nísida de quien el ermitaño Silerio tantas cosas había contado,
y el mismo pensamiento les vino a Tirsi, Damón y a Erastro; y, por certificarse
Elicio de lo que sospechaba, dijo:
Pocos días ha, señor Darinto, que yo y algunos de los que aquí estamos
oímos nombrar el nombre de Nísida, como aquella dama agora ha hecho; pero
de más lágrimas acompañado y con más sobresaltos referido.
Por ventura respondió Darinto, ¿hay alguna pastora en estas
vuestras riberas que se llame Nísida?
No respondió Elicio; pero esta que yo digo en ellas nasció
y en las apartadas del famoso Sebeto fue criada.
¿Qué es lo que dices, pastor? replicó el otro caballero.
Lo que oyes respondió Elicio, y lo que más oirás si me aseguras
una sospecha que tengo.
Dímela dijo el caballero, que podría ser se te satisficiese.
A esto replicó Elicio:
¿A dicha, señor, tu proprio nombre es Timbrio?
No te puedo negar esa verdad respondió el otro, porque Timbrio
me llamo, el cual nombre quisiera encubrir hasta otra sazón más oportuna;
mas la voluntad que tengo de saber por qué sospechaste que así me llamaba
me fuerza a que no te encubra nada de lo que de mí saber quisieres.
Según eso, tampoco me negarás dijo Elicio que esta dama que
contigo traes se llame Nísida, y aun, por lo que yo puedo conjeturar, la
otra se llama Blanca, y es su hermana.
En todo has acertado respondió Timbrio; pero, pues yo no
te he negado nada de lo que me has preguntado, no me niegues tú la causa
que te ha movido a preguntármelo.
Ella es tan buena y será tan de tu gusto replicó Elicio cual
lo verás antes de muchas horas.
Todos los que no sabían lo que el ermitaño Silerio a Elicio, Tirsi, Damón
y Erastro había contado, estaban confusos oyendo lo que entre Timbrio y
Elicio pasaba; mas a este punto dijo Damón, volviéndose a Elicio:
No entretengas, ¡oh Elicio!, las buenas nuevas que puedes dar a Timbrio.
Y aun yo dijo Erastro no me detendré un punto de ir a dárselas
al lastimado Silerio del hallazgo de Timbrio.
¡Sanctos cielos! ¿Y qué es lo que oigo dijo Timbrio, y qué
es lo que dices, pastor? ¿Es por ventura ese Silerio que has nombrado el
que es mi verdadero amigo, el que es la mitad de mi alma, el que yo deseo
ver más que otra cosa que me pueda pedir el deseo? ¡Sácame desta duda luego,
así crezcan y multipliquen tus rebaños de manera que te tengan envidia todos
los vecinos ganaderos!
No te fatigues tanto, Timbrio dijo Damón, que el Silerio
que Erastro dice es el mesmo que tú dices, y el que desea saber más de tu
vida que sostener y augmentar la suya propria; porque, después que te partiste
de Nápoles, según él nos ha contado, ha sentido tanto tu ausencia que la
pena della, con la que le causaban otras pérdidas que él nos contó, le ha
reducido a términos que en una pequeña ermita que poco menos de una legua
está de aquí distante, pasa la más estrecha vida que imaginarse puede, con
determinación de esperar allí la muerte, pues de saber el suceso de tu vida
no podía ser satisfecho. Esto sabemos cierto Tirsi, Elicio, Erastro y yo,
porque él mesmo nos ha contado la amistad que contigo tenía, con toda la
historia de los casos a entrambos sucedidos hasta que la fortuna por tan
estraños accidentes os apartó, para apartarle a él a vivir en tan estraña
soledad que te causará admiración cuando le veas.
Véale yo, y llegue luego el último remate de mis días dijo Timbrio;
y así, os ruego, famosos pastores, por aquella cortesía que en vuestros
pechos mora, que satisfagáis éste mío con decirme adónde está esa ermita
adonde Silerio vive.
Adonde muere, podrás mejor decir dijo Erastro; pero de aquí
adelante vivirá con las nuevas de tu venida; y, pues tanto su gusto y el
tuyo deseas, levántate y vamos, que antes que el sol se ponga, te pondré
con Silerio; mas ha de ser con condición que en el camino nos cuentes todo
lo que te ha sucedido después que de Nápoles te partiste, que de todo lo
demás, hasta aquel punto, satisfechos están algunos de los presentes.
Poca paga me pides respondió Timbrio para tan gran cosa como
me ofreces, porque, no digo yo contarte eso, pero todo aquello que de mí
saber quisieres.
Y más, volviéndose a las damas que con él venían, les dijo:
Pues con tan buena ocasión, querida y señora Nísida, se ha rompido
el prosupuesto que traíamos de no decir nuestros proprios nombres, con el
alegría que requiere la buena nueva que nos han dado, os ruego que no nos
detengamos, sino que luego vamos a ver a Silerio, a quien vos y yo debemos
las vidas y el contento que poseemos.
Escusado es, señor Timbrio respondió Nísida, que vos me roguéis
que haga cosa que tanto deseo y que tan bien me está el hacerla. Vamos en
hora buena, que ya cada momento que tardare de verle se me hará un siglo.
Lo mesmo dijo la otra dama, que era su hermana Blanca, la mesma que Silerio
había dicho, y la que más muestras dio de contento. Sólo Darinto, con las
nuevas de Silerio, se puso tal que los labios no movía; antes, con un estraño
silencio, se levantó, y mandando a un su criado que le trujese el caballo
en que allí había venido, sin despedirse de ninguno, subió en él, y, volviendo
las riendas, a paso tirado se desvió de todos. Cuando esto vio Timbrio,
subió en otro caballo, y con mucha priesa siguió a Darinto hasta que le
alcanzó; y, trabando por las riendas del caballo, le hizo estar quedo, y
allí estuvo con él hablando un buen rato, al cabo del cual Timbrio se volvió
adonde los pastores estaban, y Darinto siguió su camino, enviando a disculparse
con Timbrio del haberse partido sin despedirse dellos. En este tiempo Galatea,
Rosaura, Teolinda, Leonarda y Florisa a las hermosas Nísida y Blanca se
llegaron; y la discreta Nísida, en breves razones, les contó la amistad
tan grande que entre Timbrio y Silerio había, con mucha parte de los sucesos
por ellos pasados; pero, con la vuelta de Timbrio, todos quisieron ponerse
en camino para la ermita de Silerio; sino que a la mesma sazón llegó a la
fuente una hermosa pastorcilla de hasta edad de quince años, con su zurrón
al hombro y cayado en la mano; la cual, como vio tanta y tan agradable compañía,
con lágrimas en los ojos, les dijo:
Si por ventura hay entre vosotros, señores, quien de los estraños efectos
y casos de amor tenga alguna noticia, y las lágrimas y sospiros amorosos
le suelen enternecer el pecho, acuda quien esto siente a ver si es posible
remediar y detener las más amorosas lágrimas y profundos sospiros que jamás
de ojos y pechos enamorados salieron. Acudid, pues, pastores, a lo que os
digo: veréis cómo, con la experiencia de lo que os muestro, hago verdaderas
mis palabras.
Y, en diciendo esto, volvió las espaldas, y todos cuantos allí estaban la
siguieron. Viendo, pues, la pastora que la seguían, con presuroso paso se
entró por entre unos árboles que a un lado de la fuente estaban; y no hubo
andado mucho cuando, volviéndose a los que tras ella iban, les dijo:
Veis allí, señores, la causa de mis lágrimas; porque aquel pastor que
allí parece es un hermano mío, que por aquella pastora ante quien está hincado
de hinojos, sin duda alguna, él dejará la vida en manos de su crueldad.
Volvieron todos los ojos a la parte que la pastora señalaba, y vieron que
al pie de un verde sauce estaba arrimada una pastora, vestida como cazadora
ninfa, con una rica aljaba que del lado le pendía y un encorvado arco en
las manos, con sus hermosos y rubios cabellos cogidos con una verde guirnalda.
El pastor estaba ante ella de rodillas, con un cordel echado a la garganta
y un cuchillo desenvainado en la derecha mano, y con la izquierda tenía
asida a la pastora de un blanco cendal que encima de los vestidos traía.
Mostraba la pastora ceño en su rostro, y estar disgustada de que el pastor
allí por fuerza la detuviese. Mas, cuando ella vio que la estaban mirando,
con grande ahínco procuraba desasirse de la mano del lastimado pastor, que
con abundancia de lágrimas, tiernas y amorosas palabras, la estaba rogando
que siquiera le diese lugar para poderle significar la pena que por ella
padecía. Pero la pastora, desdeñosa y airada, se apartó dél, a tiempo que
ya todos los pastores llegaban cerca, tanto, que oyeron al enamorado mozo
que en tal manera a la pastora hablaba:
¡Oh ingrata y desconocida Gelasia, y con cuán justo título has alcanzado
el renombre de cruel que tienes! Vuelve, endurescida, los ojos a mirar al
que por mirarte está en el estremo de dolor que imaginarse puede. ¿Por qué
huyes de quien te sigue? ¿Por qué no admites a quién te sirve? ¿Y por qué
aborreces al [que] te adora? ¡Oh, sin razón enemiga mía, dura cual levantado
risco, airada cual ofendida sierpe, sorda cual muda selva, esquiva como
rústica, rústica como fiera, fiera como tigre, tigre que en mis entrañas
se ceba! ¿Será posible que mis lágrimas no te ablanden, que mis sospiros
no te apiaden y que mis servicios no te muevan? Sí que será posible, pues
ansí lo quiere mi corta y desdichada suerte, y aun será también posible
que tú no quieras apretar este lazo que a la garganta tengo, ni atravesar
este cuchillo por medio deste corazón que te adora. Vuelve, pastora, vuelve,
y acaba la tragedia de mi miserable vida, pues con tanta facilidad puedes
añudar este cordel a mi garganta o ensangrentar este cuchillo en mi pecho.
Estas y otras semejantes razones decía el lastimado pastor, acompañadas
de tantos sollozos y lágrimas que movía a compasión a todos cuantos le escuchaban.
Pero no por esto la cruel y desamorada pastora dejaba de seguir su camino,
sin querer aun volver los ojos a mirar al pastor que por ella en tal estado
quedaba, de que no poco se admiraron todos los que su airado desdén conoscieron;
y fue de manera que hasta al desamorado Lenio le pareció mal la crueldad
de la pastora. Y ansí, él, con el anciano Arsindo, se adelantaron a rogarla
tuviese por bien de volver a escuchar las quejas del enamorado mozo, aunque
nunca tuviese intención de remediarlas. Mas no fue posible mudarla de su
propósito; antes, les rogó que no la tuviesen por descomedida en no hacer
lo que le mandaban, porque su intención era de ser enemiga mortal del amor
y de todos los enamorados, por muchas razones que a ello la movían, y una
dellas era haberse desde su niñez dedicado a seguir el ejercicio de la casta
Diana; añadiendo a éstas tantas causas para no hacer el ruego de los pastores,
que Arsindo tuvo por bien de dejarla y volverse, lo que no hizo el desamorado
Lenio, el cual, como vio que la pastora era tan enemiga del amor como parecía,
y que tan de todo en todo con la condición desamorada suya se conformaba,
determinó de saber quién era y de seguir su compañía por algunos días. Y
así, le declaró cómo él era el mayor enemigo que el amor y los enamorados
tenían, rogándole que, pues tanto en las opiniones se conformaban, tuviese
por bien de no enfadarse con su compañía, que no sería más de lo que ella
quisiese.
La pastora se holgó de saber la intención de Lenio, y le concedió que con
ella viniese hasta su aldea, que dos leguas de la de Lenio era. Con esto,
se despidió Lenio de Arsindo, rogándole que le disculpase con todos sus
amigos y les dijese la causa que le había movido a irse con aquella pastora,
y sin esperar más, él y Gelasia alargaron el paso, y en poco rato desaparecieron.
Cuando Arsindo volvió a decir lo que con la pastora había pasado, halló
que todos aquellos pastores habían llegado a consolar al enamorado pastor,
y que las dos de las tres rebozadas pastoras, la una estaba desmayada en
las faldas de la hermosa Galatea y la otra abrazada con la bella Rosaura,
que asimesmo el rostro cubierto tenía. La que con Galatea estaba era Teolinda,
y la otra, su hermana Leonarda; las cuales, así como vieron al desesperado
pastor que con Gelasia hallaron, un celoso y enamorado desmayo les cubrió
el corazón, porque Leonarda creyó que el pastor era su querido Galercio,
y Teolinda tuvo por verdad que era su enamorado Artidoro; y, como las dos
le vieron tan rendido y perdido por la cruel Gelasia, llególes tan al alma
el sentimiento que, sin sentido alguno, la una en las faldas de Galatea,
la otra en los brazos de Rosaura, desmayadas cayeron. Pero de allí a poco
rato, volviendo en sí Leonarda, a Rosaura dijo:
¡Ay, señora mía, y cómo creo que todos los pasos de mi remedio me tiene
tomados la fortuna, pues la voluntad de Galercio está tan ajena de ser mía,
como se puede ver por las palabras que aquel pastor ha dicho a la desamorada
Gelasia! Porque te hago saber, señora, que aquél es el que ha robado mi
libertad y aun el que ha de dar fin a mis días.
Maravillada quedó Rosaura de lo que Leonarda decía, y más lo fue cuando,
habiendo también vuelto en sí Teolinda, ella y Galatea la llamaron; y, juntándose
todas con Florisa y Leonarda, Teolinda dijo cómo aquel pastor era el su
deseado Artidoro. Pero aún no le hubo bien nombrado, cuando su hermana le
respondió que se engañaba, que no era sino Galercio, su hermano.
¡Ay, traidora Leonarda! respondió Teolinda. ¿Y no te basta
haberme una vez apartado de mi bien, sino agora que le hallo quieres decir
que es tuyo? Pues desengáñate que en esto no te pienso ser hermana, sino
declarada enemiga.
Sin duda que te engañas, hermana respondió Leonarda, y no
me maravillo, que en ese mesmo error cayeron todos los de nuestra aldea,
creyendo que este pastor era Artidoro, hasta que claramente vinieron a entender
que no era sino su hermano Galercio, que tanto se parece el uno al otro
como nosotras la una a la otra, y aun, si puede haber mayor semejanza, mayor
semejanza tienen.
No lo quiero creer respondió Teolinda, porque, aunque nosotras
nos parecemos tanto, no tan fácilmente se hallan estos milagros en naturaleza;
y así, te hago saber que en tanto que la esperiencia no me haga más cierta
de la verdad que tus palabras me hacen, yo no pienso dejar de creer que
aquel pastor que allí veo es Artidoro; y si alguna cosa me lo pudiera poner
en duda, es no pensar que de la condición y firmeza que yo de Artidoro tengo
conocida, se puede esperar o temer que tan presto haya hecho mudanza y me
olvide.
Sosegáos, pastoras dijo entonces Rosaura, que yo os sacaré
presto de la duda en que estáis.
Y, dejándolas a ellas, se fue adonde el pastor estaba dando a aquellos pastores
cuenta de la estraña condición de Gelasia y de las infinitas sinrazones
que con él usaba. A su lado tenía el pastor la hermosa pastorcilla que decía
que era su hermano, a la cual llamó Rosaura, y, apartándose con ella a un
cabo, la importunó y rogó le dijese cómo se llamaba su hermano y si tenía
otro alguno que le pareciese, a lo cual la pastora respondió que se llamaba
Galercio y que tenía otro, llamado Artidoro, que le parecía tanto que apenas
se diferenciaban, si no era por alguna señal de los vestidos o por el órgano
de la voz, que en algo difería. Preguntóle también qué se había hecho Artidoro.
Respondióle la pastora que andaba en unos montes algo de allí apartados,
repastando parte del ganado de Grisaldo con otro rebaño de cabras suyas,
y que nunca había querido entrar en el aldea ni tener conversación con hombre
alguno después que de las riberas de Henares había venido. Y con éstas le
dijo otras particularidades, tales que Rosaura quedó satisfecha de que aquel
pastor no era Artidoro, sino Galercio, como Leonarda había dicho y aquella
pastora decía, de la cual supo el nombre, que se llamaba Maurisa; y, trayéndola
consigo adonde Galatea y las otras pastoras estaban, otra vez, en presencia
de Teolinda y Leonarda, contó todo lo que de Artidoro y Galercio sabía,
con lo que quedó Teolinda sosegada y Leonarda descontenta, viendo cuán descuidadas
estaban las mientes de Galercio de pensar en cosas suyas. En las pláticas
que las pastoras tenían, acertó que Leonarda llamó por su nombre a la encubierta
Rosaura, y oyéndolo Maurisa, dijo:
Si yo no me engaño, señora, por vuestra causa ha sido aquí mi venida
y la de mi hermano.
¿En qué manera? dijo Rosaura.
Yo os lo diré si me dais licencia de que a solas os lo diga respon-dió
la pastora.
De buena gana replicó Rosaura.
Y, apartándose con ella, la pastora le dijo:
Sin duda alguna, hermosa señora, que a vos y a la pastora Galatea mi
hermano y yo con un recaudo de nuestro amo Grisaldo venimos.
Así debe ser respondió Rosaura.
Y, llamando a Galatea, entrambas escucharon lo que Maurisa de Grisaldo decía,
que fue avisarles cómo de allí a dos días vendría con dos amigos suyos a
llevarla en casa de su tía, adonde en secreto celebrarían sus bodas, y juntamente
con esto dio de parte de Grisaldo a Galatea unas ricas joyas de oro, como
en agradecimiento de la voluntad que de hospedar a Rosaura había mostrado.
Rosaura y Galatea agradecieron a Maurisa el buen aviso, y en pago dél, la
discreta Galatea quería partir con ella el presente que Grisaldo le había
enviado, pero nunca Maurisa quiso rescebirlo. Allí de nuevo se tornó a informar
Galatea de la semejanza estraña que entre Galercio y Artidoro había. Todo
el tiempo que Galatea y Rosaura gastaban en hablar a Maurisa, le entretenían
Teolinda y Leonarda en mirar a Galercio; porque, cebados los ojos de Teolinda
en el rostro de Galercio, que tanto al de Artidoro semejaba, no podía apartarlos
de mirar, y, como los de la enamorada Leonarda sabían lo que miraban, también
le era imposible a otra parte volverlos.
A esta sazón ya los pastores habían consolado a Galercio, aunque, para el
mal que él padecía, cualesquier consejos y consuelos tenía por vanos y escusados,
todo lo cual redundaba en daño de Leonarda. Rosaura y Galatea, viendo que
los pastores hacia ella[s] se venían, despidieron a Maurisa, diciéndole
que dijese a Grisaldo cómo Rosaura estaría en casa de Galatea. Maurisa se
despidió dellas, y, llamando a su hermano en secreto, le contó lo que con
Rosaura y Galatea pasado había; y [a]sí, con buen comedimiento, se despidió
de ellas y de los pastores, y con su hermana dio la vuelta a su aldea. Pero
las enamoradas hermanas Teolinda y Leonarda, que vieron que en irse Galercio
se les iba la luz de sus ojos y la vida de su vida, entrambas a dos se llegaron
a Galatea y a Rosaura y les rogaron les diesen licencia para seguir a Galercio,
dando por escusa Teolinda que Galercio le diría adónde Artidoro estaba,
y Leonarda que podría ser que la voluntad de Galercio se trocase, viendo
la obligación en que la estaba. Las pastoras se la concedieron, con la condición
que antes Galatea a Teolinda había pedido, que era que de todo su bien o
su mal la avisase. Tornóselo a prometer Teolinda de nuevo, y de nuevo despidiéndose,
siguió el camino que Galercio y Maurisa llevaban. Lo mesmo hicieron luego,
aunque por diferente parte, Timbrio, Tirsi, Damón, Orompo, Crisio, Marsilo
y Orfinio, que a la ermita de Silerio con las hermosas hermanas Nísida y
Blanca se encaminaron, habiendo primero ellos y ellas despedídose del venerable
Aurelio, y de Galatea, Rosaura y Florisa, y ansimismo de Elicio y Erastro,
que no quisieron dejar de volver con Galatea, ofreciéndose Aurelio que,
en llegando a su aldea, iría luego con Elicio y Erastro a buscarlos a la
ermita de Silerio, y llevaría algo con que satisfacer la incomodidad que
para agasajar tales huéspedes Silerio tendría. Con este prosupuesto, unos
por una y otros por otra parte se apartaron, y, echando al despedirse menos
al anciano Arsindo, miraron por él y vieron que, sin despedirse de ninguno,
iba ya lejos por el mesmo camino que Galercio y Maurisa y las rebozadas
pastoras llevaban, de que se maravillaron. Y, viendo que ya el sol apresuraba
su carrera para entrarse por las puertas de occidente, no quisieron detenerse
allí más, por llegar al aldea antes que las sombras de la noche. Viéndose,
pues, Elicio y Erastro ante la señora de sus pensamientos, por mostrar en
algo lo que encubrir no podían, y por aligerar el cansancio del camino,
y aun por cumplir el mandado de Florisa, que les mandó que, en tanto que
a la aldea llegaban, algo cantasen, al son de la zampoña de Florisa, desta
manera comenzó a cantar Elicio, y a responderle Erastro:
Elicio Erastro
Elicio
El que quisiere ver la hermosura
mayor que tuvo, o tiene o terná el suelo;
el fuego y el crisol donde se apura
la blanca castidad, el limpio celo;
todo lo que es valor, ser y cordura,
y cifrado en la tierra un nuevo cielo,
juntas en uno alteza y cortesía,
venga a mirar a la pastora mía.
Erastro
Venga a mirar a la pastora mía
quien quisiere contar de gente en gente
que vio otro sol que daba luz al día,
más claro qu'el que sale del oriente.
Podrá decir cómo su fuego enfría
y abrasa al alma que tocar se siente
del vivo rayo de sus ojos bellos,
y que no hay más que ver después de vellos.
Elicio
Y que no hay más que ver después de vellos
sábenlo bien estos cansados ojos,
ojos que, por mi mal, fueron tan bellos,
ocasión principal de mis enojos.
Vilos y vi que se abrasaba en ellos
mi alma, y que entregaba los despojos
de todas sus potencias a su llama,
que me abrasa y me yela, arroja y llama.
Erastro
Que me abrasa y me yela, arroja y llama
esta dulce enemiga de mi gloria,
de cuyo ilustre ser puede la fama
hacer estraña y verdadera historia.
Sólo sus ojos, do el amor derrama
toda su gracia y fuerza más notoria,
darán materia que levante al cielo
la pluma del más bajo humilde vuelo.
Elicio
La pluma del más bajo humilde vuelo,
si quiere levantarse hasta la esfera,
cante la cortesía y justo celo
desta fénix sin par, sola y primera,
gloria de nuestra edad, honra del suelo,
valor del claro Tajo y su ribera,
cordura sin igual, rara belleza
donde más se estremó naturaleza.
Erastro
Donde más se estremó naturaleza,
donde ha igualado al pensamiento el arte,
donde juntó el valor y gentileza
que en diversos subjetos se reparte,
y adonde la humildad con la grandeza
ocupan solas una mesma parte,
y adonde tiene amor su albergue y nido,
la bella ingrata mi enemiga ha sido.
Elicio
La bella ingrata mi enemiga ha sido
quien quiso, pudo y supo en un momento
tenerme de un sotil cabello asido
el libre vagaroso pensamiento.
Y, aunque al estrecho lazo estoy rendido,
tal gusto y gloria en las prisiones siento,
que estiendo el pie y el cuello a las cadenas,
llamando dulces tan amargas penas.
Erastro
Llamando dulces tan amargas penas
paso la corta fatigada vida,
del alma triste sustentada apenas,
y aun apenas del cuerpo sostenida.
Ofrecióle fortuna a manos llenas
a mi breve esperanza fe cumplida:
¿qué gusto, pues, qué gloria o bien se ofrece,
do mengua la esperanza y la fe crece?
Elicio
Do mengua la esperanza y la fe crece
se descubre y parece el alto intento
del firme pensamiento enamorado,
que sólo confiado en amor puro,
vive cierto y seguro de una paga
que al alma satisfaga limpiamente.
Erastro
El mísero doliente a quien subjeta
la enfermedad y aprieta, se contenta,
cuando más le atormenta el dolor fiero,
con cualquiera ligero breve alivio;
mas, cuando ya más tibio el daño toca,
a la salud invoca y busca entera.
Así, desta manera, el tierno pecho
del amador, deshecho en llanto triste,
dice que el bien consiste de su pena
en que la luz serena de los ojos,
a quien dio los despojos de su vida,
le mire con fingida o cierta muestra;
mas luego amor le adiestra y le desmanda
y más cosas demanda que primero.
Elicio
Ya traspone el otero el sol hermoso,
Erastro, y a reposo nos convida
la noche denegrida que se acerca.
Erastro
Y el aldea está cerca, y yo cansado.
Elicio
Pongamos, pues, silencio al canto usado.
Bien tomaran por partido los que escuchando a Elicio y a Erastro iban que
más el camino se alargara, por gustar más del agradable canto de los enamorados
pastores. Pero el cerrar de la noche, y el llegar a la aldea, hizo que dél
cesasen, y que Aurelio, Galatea, Rosaura y Florisa en su casa se recogiesen.
Elicio y Erastro hicieron lo mesmo en las suyas, con intención de irse luego
adonde Tirsi y Damón y los demás pastores estaban, que así quedó concertado
entre ellos y el padre de Galatea. Sólo esperaban a que la blanca luna desterrase
la escuridad de la noche, y así como ella mostró su hermoso rostro, ellos
se fueron a buscar a Aurelio, y todos juntos la vuelta de la ermita se encaminaron,
donde les sucedió lo que se verá en el siguiente libro.
Fin del cuarto libro