TEXTOS ELECTRÓNICOS / ELECTRONIC TEXTS |
OBRAS COMPLETAS de Miguel de Cervantes.Ediciones publicadas por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas CENTRO DE ESTUDIOS CERVANTINOS. 1993-1995 |
La Galatea / libro quinto |
Quinto libro
de
Galatea
Era tanto el deseo que el enamorado Timbrio y las dos hermosas
hermanas Nísida y Blanca llevaban de llegar a la ermita de Silerio, que
la ligereza de los pasos, aunque era mucha, no era posible que a la de la
voluntad llegase; y, por conoscer esto, no quisieron Tirsi y Damón importunar
a Timbrio cumpliese la palabra que había dado de contarles en el camino
todo lo por él sucedido después que se apartó de Silerio. Pero todavía,
llevados del deseo que tenían de saberlo, se lo iban ya a preguntar, si
en aquel punto no hiriera en los oídos de todos una voz de un pastor que,
un poco apartado del camino, entre unos verdes árboles, cantando estaba,
que luego, en el son no muy concertado de la voz y en lo que cantaba, fue
de los más que allí venían conoscido, principalmente de su amigo Damón,
porque era el pastor Lauso el que, al son de un pequeño rabel, unos versos
decía; y, por ser el pastor tan conoscido y saber ya todos la mudanza que
de su libre voluntad había hecho, de común parecer recogieron el paso y
se pararon a escuchar lo que Lauso cantaba, que era esto:
Lauso
¿Quién mi libre pensamiento
me le vino a sujetar?
¿Quién pudo en flaco cimiento
sin ventura fabricar
tan altas torres de viento?
¿Quién rindió mi libertad,
estando en seguridad
de mi vida satisfecho?
¿Quién abrió y rompió mi pecho,
y robó mi voluntad?
¿Dónde está la fantasía
de mi esquiva condición?
¿Dó el alma que ya fue mía,
y dónde mi corazón,
que no está donde solía?
Mas, yo todo, ¿dónde estoy,
dónde vengo, o adónde voy?
A dicha, ¿sé yo de mí?
¿Soy, por ventura, el que fui,
o nunca he sido el que soy?
Estrecha cuenta me pido,
sin poder averigualla,
pues a tal punto he venido,
que aquello que en mí se halla,
es sombra de lo que he sido.
No me entiendo de entenderme,
ni me valgo por valerme,
y en tan ciega confusión,
cierta está mi perdición,
y no pienso de perderme.
La fuerza de mi cuidado
y el amor que lo consiente
me tienen en tal estado,
que adoro el tiempo presente,
y lloro por el pasado.
Véome en éste morir,
y en el pasado, vivir;
y en éste adoro mi muerte,
y en el pasado, la suerte,
que ya no puede venir.
En tan estraña agonía,
el sentido tengo ciego,
pues viendo que amor porfía
y que estoy dentro del fuego,
aborrezco el agua fría;
que si no es la de mis ojos,
qu'el fuego augmenta y despojos,
en esta amorosa fragua,
no quiero ni busco otro agua
ni otro alivio a mis enojos.
Todo mi bien comenzara,
todo mi mal feneciera,
si mi ventura ordenara
que de ser mi fe sincera
Silena se asegurara.
Sospiros, aseguralda;
ojos míos, enteralda
llorando en esta verdad;
pluma, lengua, voluntad,
en tal razón confirmalda.
No pudo ni quiso el presuroso Timbrio aguardar a que más adelante el pastor
Lauso con su canto pasase, porque, rogando a los pastores que el camino
de la ermita le enseñasen, si ellos quedarse querían, hizo muestras de adelantarse;
y así, todos le siguieron, y pasaron tan cerca de donde el enamorado Lauso
estaba, que no pudo dejar de sentirlo y de salirles al encuentro, como lo
hizo, con cuya compañía todos se holgaron, especialmente Damón, su verdadero
amigo, con el cual se acompañó todo el camino que desde allí a la ermita
había, razonando en diversos y varios acaecimientos que a los dos habían
sucedido después que dejaron de verse, que fue desde el tiempo que el valeroso
y nombrado pastor Astraliano había dejado los cisalpinos pastos por ir a
reducir aquéllos que del famoso hermano y de la verdadera religión se habían
rebelado; y al cabo, vinieron a reducir su razonamiento a tratar de los
amores de Lauso, preguntándole ahincadamente Damón que le dijese quién era
la pastora que con tanta facilidad la libre voluntad le había rendido. Y,
cuando esto no pudo saber de Lauso, le rogó que, a lo menos, le dijese en
qué estado se hallaba, si era de temor o de esperanza, si le fatigaba ingratitud
o si le atormentaban celos. A todo lo cual le satisfizo bien Lauso, contándole
algunas cosas que con su pastora le habían sucedido; y, entre otras, le
dijo cómo, hallándose un día celoso y desfavorescido, había llegado a términos
de desesperarse o de dar alguna muestra que en daño de su persona y en el
del crédito y honra de su pastora redundase; pero que todo se remedió con
haberla él hablado, y haberle ella asegurado ser falsa la sospecha que tenía,
confirmando todo esto con darle un anillo de su mano, que fue parte para
volver a mejor discurso su entendimiento y para solemnizar aquel favor con
un soneto, que de algunos que le vieron fue por bueno estimado. Pidió entonces
Damón a Lauso que le dijese. Y así, sin poder escusarse, le hubo de decir;
que era éste:
Lauso
¡Rica y dichosa prenda que adornaste
el precioso marfil, la nieve pura!
¡Prenda que de la muerte y sombra escura
a la nueva luz y vida me tornaste!
El claro cielo de tu bien trocaste
con el infierno de mi desventura,
porque viviese en dulce paz segura
la esperanza que en mí resuscitaste.
Sabes cuánto me cuestas, dulce prenda,
el alma, y aun no quedo satisfecho,
pues menos doy de aquello que rescibo.
Mas, porque el mundo tu valor entienda,
sé tú mi alma, enciérrate en mi pecho,
verán cómo por ti sin alma vivo.
Dijo Lauso el soneto, y Damón le tornó a rogar que, si otra alguna cosa
a su pastora había escripto, se la dijese, pues sabía de cuánto gusto le
eran a él oír sus versos. A esto respondió Lauso:
Eso será, Damón, por haberme sido tú maestro en ellos, y el deseo que
tienes de ver lo que en mí aprovechaste te hace desear oírlos; pero sea
lo que fuere, que ninguna cosa de las que yo pudiere te ha de ser negada.
Y ansí, te digo que, en estos mesmos días, cuando andaba celoso y mal seguro,
envié estos versos a mi pastora:
Lauso a Silena
En tan notoria simpleza,
nascida de intento sano,
el amor rige la mano,
y la intención tu belleza.
El amor y tu hermosura,
Silena, en esta ocasión,
juzgarán a discreción
lo que tendrás tú a locura.
Él me fuerza y ella mueve
a que te adore y escriba;
y como en los dos estriba
mi fe, la mano se atreve.
Y, aunque en esta grave culpa
me amenaza tu rigor,
mi fe, tu hermosura, amor,
darán del yerro disculpa.
Pues con un arrimo tal,
puesto que culpa me den,
bien podré decir el bien
que ha nascido de mi mal;
el cual bien, según yo siento,
no es otra cosa, Silena,
sino que tenga en la pena
un estraño sufrimiento.
Y no lo encarezco poco
este bien de ser sufrido,
que si no lo hubiera sido,
ya el mal me tuviera loco.
Mas mis sentidos, de acuerdo
todos, han dado en decir
que, ya que haya de morir,
que muera sufrido y cuerdo.
Pero, bien considerado,
mal podrá tener paciencia
en la amorosa dolencia
un celoso y desamado;
que, en el mal de mis enojos,
todo mi bien desconcierta
tener la esperanza muerta
y el enemigo a los ojos.
Goces, pastora, mil años
el bien de tu pensamiento,
que yo no quiero contento
granjeado con tus daños.
Sigue tu gusto, señora,
pues te parece tan bueno,
que yo por el bien ajeno
no pienso llorar agora.
Porque fuera liviandad
entregar mi alma al alma
que tiene por gloria y palma
el no tener libertad.
Mas, ¡ay!, que fortuna quiere
y el amor que viene en ello,
que no pueda huir el cuello
del cuchillo que me hiere.
Conozco claro que voy
tras quien ha de condemnarme,
y cuando pienso apartarme,
más quedo y más firme estoy.
¿Qué lazos, qué redes tienen,
Silena, tus ojos bellos,
que cuanto más huigo dellos,
más me enlazan y detienen?
¡Ay, ojos, de quien recelo
que si soy de vos mirado,
es por crecerme el cuidado
y por menguarme el consuelo!
Ser vuestras vistas fingidas
conmigo, es pura verdad,
pues pagan mi voluntad
con prendas aborrecidas.
¡Qué recelos, qué temores
persiguen mi pensamiento,
y qué de contrarios siento
en mis secretos amores!
Déjame, aguda memoria;
olvídate, no te acuerdes
del bien ajeno, pues pierdes
en ello tu propria gloria.
Con tantas firmas afirmas
el amor que está en tu pecho,
Silena, que a mi despecho,
siempre mis males confirmas.
¡Oh pérfido amor cruel!
¿Cuál ley tuya me condemna
que dé yo el alma a Silena
y que me niegue un papel?
No más, Silena, que toco
en puntos de tal porfía,
qu'el menor dellos podría
dejarme sin vida o loco.
No pase de aquí mi pluma,
pues tú la haces sentir
que no puede reducir
tanto mal a breve summa.
En lo que se detuvo Lauso en decir estos versos y en alabar la singular
hermosura, discreción, donaire, honestidad y valor de su pastora, a él y
a Damón se les aligeró la pesadumbre del camino y se les pasó el tiempo
sin ser sentido, hasta que llegaron junto de la ermita de Silerio, en la
cual no querían entrar Timbrio, Nísida y Blanca, por no sobresaltarle con
su no pensada venida. Mas la suerte lo ordenó de otra manera, porque, habiéndose
adelantado Tirsi y Damón a ver lo que Silerio hacía, hallaron la ermita
abierta y sin ninguna persona dentro; y, estando confusos, sin saber dónde
podría estar Silerio a tales horas, llegó a sus oídos el son de su arpa,
por do entendieron que él no debía estar lejos; y, saliendo a buscarle,
guiados por el sonido de la arpa, con el resplandor claro de la luna vieron
que estaba sentado en el tronco de un olivo, solo y sin otra compañía que
la de su arpa, la cual tan dulcemente tocaba que, por gozar de tan suave
armonía, no quisieron los pastores llegar luego a hablarle, y más cuando
oyeron que con estremada voz estos versos comenzó a cantar:
Silerio
Ligeras horas del ligero tiempo,
para mí perezosas y cansadas:
si no estáis en mi daño conjuradas,
parézcaos ya que es de acabarme tiempo.
Si agora me acabáis, haréislo a tiempo
que están mis desventuras más colmadas;
mirad que menguarán si sois pesadas,
qu'el mal se acaba si da tiempo al tiempo.
No os pido que vengáis dulces, sabrosas,
pues no hallaréis camino, senda o paso
de reducirme al ser que ya he perdido.
¡Horas a cualquier otro venturosas,
aquélla dulce del mortal traspaso,
aquélla de mi muerte sola os pido!
Después que los pastores escucharon lo que Silerio cantado había, sin que
él los viese, se volvieron a encontrar los demás que allí venían, con intención
que Timbrio hiciese lo que agora oiréis: que fue que, habiéndole dicho de
la manera que habían hallado a Silerio y en el lugar do quedaba, le rogó
a Tirsi que, sin que ninguno dellos se le diese a conoscer, se fuesen llegando
poco a poco hacia él, ora les viese o no, porque aunque la noche hacía clara,
no por eso sería alguno conoscido; y que hiciese ansimesmo que Nísida o
él algo cantasen; y todo esto hacía por entretener el gusto que de su venida
había de rescibir Silerio. Contentóse Timbrio dello, y, diciéndoselo a Nísida,
vino en su mesmo parescer. Y así, cuando a Tirsi le paresció que estaban
ya tan cerca que de Silerio podían ser oídos, hizo a la bella Nísida que
comenzase, la cual, al son del rabel del celoso Orfino, desta manera comenzó
a cantar:
Nísida
Aunque es el bien que poseo
tal que al alma satisface,
le turba en parte y deshace
otro bien que vi y no veo;
que amor y fortuna escasa,
enemigos de mi vida,
me dan el bien por medida
y el mal sin término o tasa.
En el amoroso estado,
aunque sobre el merescer,
tan solo viene el placer,
cuanto el mal acompañado.
Andan los males unidos,
sin un momento apartarse;
los bienes, por acabarse,
en mil partes divididos.
Lo que cuesta, si se alcanza,
del amor algún contento,
declárelo el sufrimiento,
el amor y la esperanza.
Mil penas cuesta una gloria;
un contento, mil enojos:
sábenlo bien estos ojos
y mi cansada memoria;
la cual se acuerda contino
de quien pudo mejoralla,
y para hallarle no halla
alguna senda o camino.
¡Ay, dulce amigo de aquél
que te tuvo por tan suyo
cuanto él se tuvo por tuyo
y cuanto yo lo soy dél!
Mejora con tu presencia
nuestra no pensada dicha,
y no la vuelva en desdicha
tu tan larga esquiva ausencia.
A duro mal me provoca
la memoria, que me acuerda
que fuiste loco y yo cuerda,
y eres cuerdo y yo estoy loca.
Aquel que, por buena suerte,
tú mesmo quisiste darme
no ganó tanto en ganarme
cuanto ha perdido en perderte.
Mitad de su alma fuiste,
y medio por quien la mía
pudo alcanzar la alegría
que tu ausencia tiene triste.
Si la estremada gracia con que la hermosa Nísida cantaba causó admiración
a los que con ella iban, ¿qué causaría en el pecho de Silerio, que, sin
faltar punto, notó y escuchó todas las circunstancias de su canto? Y, como
tenía tan en el alma la voz de Nísida, apenas llegó a sus oídos el acento
suyo, cuando él se comenzó a alborotar, y a suspender y enajenar de sí mesmo,
elevado en lo que escuchaba. Y, aunque verdaderamente le pareció que era
la voz de Nísida aquélla, tenía tan perdida la esperanza de verla, y más
en semejante lugar, que en ninguna manera podía asegurar su sospecha. Desta
suerte llegaron todos donde él estaba, y, en saludándole, Tirsi le dijo:
Tan aficionados nos dejaste, amigo Silerio, de la condición y conversación
tuya, que, atraídos Damón y yo de la experiencia, y toda esta compañía de
la fama della, dejando el camino que llevábamos, te hemos venido a buscar
a tu ermita, donde, no hallándote, como no te hallamos, quedara sin cumplirse
nuestro deseo, si el son de tu arpa y el de tu estimado canto aquí no nos
hubiera encaminado.
Harto mejor fuera, señores respondió Silerio, que no me hallárades,
pues en mí no hallaréis sino ocasiones que a tristeza os mueva[n], pues
la que yo padezco en el alma, tiene cuidado el tiempo cada día renovarla,
no sólo con la memoria del bien pasado, sino con las sombras del presente,
que al fin lo serán, pues de mi ventura no se puede esperar otra cosa que
bienes fingidos y temores ciertos.
Lástima pusieron las razones de Silerio en todos los que le conoscían, principalmente
en Timbrio, Nísida y Blanca, que tanto le amaban, y luego quisieran dársele
a conoscer, si no fuera por no salir de lo que Tirsi les había rogado; el
cual hizo que todos sobre la verde yerba se sentasen, y de manera que los
rayos de la clara luna hiriesen de espaldas los rostros de Nísida y Blanca,
porque Silerio no los conosciese. Estando, pues, desta suerte, y después
que Damón a Silerio había dicho algunas palabras de consuelo, porque el
tiempo no se pasase todo en tratar en cosas de tristeza, y por dar principio
a que la de Silerio feneciese, le rogó que su arpa tocase, al son de la
cual el mesmo Damón cantó este soneto:
Damón
Si el áspero furor del mar airado
por largo tiempo en su rigor durase,
mal se podría hallar quien entregase
su flaca nave al piélago alterado.
No permanesce siempre en un estado
el bien ni el mal, que el uno y otro vase;
porque si huyese el bien y el mal quedase,
ya sería el mundo a confusión tornado.
La noche al día, y el calor al frío,
la flor al fruto van en seguimiento,
formando de contrarios igual tela.
La sujeción se cambia en señorío,
en placer el pesar, la gloria en viento,
che per tal variar natura è bella.
Acabó Damón de cantar, y luego hizo de señas a Timbrio que lo mesmo hiciese;
el cual, al proprio son de la arpa de Silerio, dio principio a un soneto
que en el tiempo del hervor de sus amores había hecho, el cual de Silerio
era tan sabido como del mesmo Timbrio:
Timbrio
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal suerte y tal valor alcanza.
No pudo acabar Timbrio el comenzado soneto, porque el oír Silerio su voz
y el conocerle todo fue uno; y, sin ser parte a otra cosa, se levantó de
do sentado estaba y se fue a abrazar del cuello de Timbrio, con muestras
de tan estraño contento y sobresalto que, sin hablar palabra, se transpuso
y estuvo un rato sin acuerdo, con tanto dolor de los presentes, temerosos
de algún mal suceso, que ya condemnaban por mala el astucia de Tirsi; pero
quien más estremos de dolor hacía era la hermosa Blanca, como aquélla que
tiernamente le amaba. Acudió luego Nísida y su hermana a remediar el desmayo
de Silerio, el cual, a cabo de poco espacio, volvió en sí diciendo:
¡Oh poderoso cielo! ¿Y es posible que el que tengo presente es mi verdadero
amigo Timbrio? ¿Es Timbrio el que oigo? ¿Es Timbrio el que veo? Sí es, si
no me burla mi ventura, y mis ojos no me engañan.
Ni tu ventura te burla, ni tus ojos te engañan, dulce amigo mío respondió
Timbrio, que yo soy el que sin ti no era, y el que no lo fuera jamás
si el cielo no permitiera que te hallara. Cesen ya tus lágrimas, Silerio
amigo, si por mí las has derramado, pues ya me tienes presente; que yo atajaré
las mías, pues te tengo delante, llamándome el más dichoso de cuantos viven
en el mundo, pues mis desventuras y adversidades han traído tal descuento,
que goza mi alma de la posesión de Nísida, y mis ojos de tu presencia.
Por estas palabras de Timbrio, entendió Silerio que la que cantado había
y la que allí estaba era Nísida; pero certificóse más en ello cuando ella
mesma le dijo:
¿Qué es esto, Silerio mío? ¿Qué soledad y qué hábito es éste, que tantas
muestras dan de tu descontento? ¿Qué falsas sospechas o qué engaños te han
conducido a tal estremo, para que Timbrio y yo le tuviésemos de dolor toda
la vida, ausentes de ti, que nos la diste?
Engaños fueron, hermosa Nísida respondió Silerio; mas, por
haber traído tales desengaños, serán celebrados de mi memoria el tiempo
que ella me durare.
Lo más deste tiempo tenía Blanca asida una mano de Silerio, mirándole atentamente
al rostro, derramando algunas lágrimas que de la alegría y lástima de su
corazón daban manifiesto indicio. Largo sería de contar las palabras de
amor y contento que entre Silerio, Timbrio, Nísida y Blanca pasaron, que
fueron tan tiernas y tales, que todos los pastores que las escuchaban tenían
los ojos bañados en lágrimas de alegría. Contó luego Silerio brevemente
la ocasión que le había movido a retirarse en aquella ermita, con pensamiento
de acabar en ella la vida, pues de la dellos no había podido saber nueva
alguna; y todo lo que dijo fue ocasión de avivar más en el pecho de Timbrio
el amor y amistad que a Silerio tenía, y en el de Blanca la lástima de su
miseria. Y, así como acabó de contar Silerio lo que después que partió de
Nápoles le había sucedido; y así, rogó a Timbrio que lo mesmo hiciese, porque
en estremo lo deseaba, y que no se recelase de los pastores que estaban
presentes, que todos ellos, o los más, sabían ya su mucha amistad y parte
de sus sucesos. Holgóse Timbrio de hacer lo que Silerio pedía, y más se
holgaron los pastores, que ansimesmo lo deseaban; que ya, porque Tirsi se
lo había contado, todos sabían los amores de Timbrio y Nísida, y todo aquello
que el mesmo Tirsi de Silerio había oído. Sentados, pues, todos, como ya
he dicho, en la verde yerba, con maravillosa atención estaban esperando
lo que Timbrio diría, el cual dijo:
«Después que la fortuna me fue tan favorable y tan adversa, que me
dejó vencer a mi enemigo y me venció con el sobresalto de la falsa nueva
de la muerte de Nísida, con el dolor que pensar se puede, en aquel mesmo
instante me partí para Nápoles, y, confirmándose allí el desdichado suceso
de Nísida, por no ver las casas de su padre, donde yo la había visto, y
porque las calles, ventanas y otras partes donde yo la solía ver no me renovasen
continuamente la memoria de mi bien pasado, sin saber qué camino tomase
y sin tener algún discurso mi albedrío, salí de la ciudad, y a cabo de dos
días llegué a la fuerte Gaeta, donde hallé una nave que ya quería desplegar
las velas al viento para partirse a España. Embarquéme en ella, no más de
por huir la odiosa tierra donde dejaba mi cielo; mas, apenas los diligentes
marineros zarparon los ferros y descogieron las velas, y al mar algún tanto
se alargaron, cuando se levantó una no pensada y súbita borrasca, y una
ráfiga de viento imbistió las velas del navío con tanta furia que rompió
el árbol del trinquete, y la vela mezana abrió de arriba abajo. Acudieron
luego los prestos marineros al remedio, y, con dificultad grandísima, amainaron
todas las velas, porque la borrasca crescía, y la mar comenzaba a alterarse,
y el cielo daba señales de durable y espantosa fortuna. No fue volver al
puerto posible, porque era maestral el viento que soplaba, y con tan grande
violencia que fue forzoso poner la vela de trinquete al árbol mayor y amollar
como dicen en popa, dejándose llevar donde el viento quisiese.
Y así, comenzó la nave, llevada de su furia, a correr por el levantado mar
con tanta ligereza que, en dos días que duró el maestral, discurrimos por
todas las islas de aquel derecho, sin poder en ninguna tomar abrigo, pasando
siempre a vista dellas, sin que Estrómbalo nos abrigase, ni Lípar nos acogiese,
ni el Cimbalo, Lampadosa ni Pantanalea sirviesen para nuestro remedio; y
pasamos tan cerca de Berbería que los recién derribados muros de la Goleta
se descubrían y las antiguas ruinas de Cartago se manifestaban. No fue pequeño
el miedo de los que en la nave iban, temiendo que, si el viento algo más
reforzaba, era forzoso embestir en la enemiga tierra; mas, cuando desto
estaban más temerosos, la suerte, que mejor nos la tenía guardada, o el
cielo, que escuchó los votos y promesas que allí se hicieron, ordenó que
el maestral se cambiase en un mediodía tan reforzado, y que tocaba en la
cuarta del jaloque, que en otros dos días nos volvió al mesmo puerto de
Gaeta, donde habíamos partido, con tanto consuelo de todos que algunos se
partieron a cumplir las romerías y promesas que en el peligro pasado habían
hecho.
»Estuvo allí la nave otros cuatro días, reparándose de algunas cosas que
le faltaban, al cabo de los cuales tornó a seguir su viaje con más sosegado
mar y próspero viento, llevando a vista la hermosa ribera de Génova, llena
de adornados jardines, blancas casas y relumbrantes capiteles, que, heridos
de los rayos del sol, reverberan con tan encendidos rayos que apenas dejan
mirarse. Todas estas cosas que desde la nave se miraban pudieran causar
contento, como le causaban a todos los que en la nave iban, sino a mí, que
me era ocasión de más pesadumbre. Sólo el descanso que tenía era entretenerme
lamentando mis penas, cantándolas o, por mejor decir, llorándolas al son
de un laúd de uno de aquellos marineros. Y una noche, me acuerdo y
aun es bien que me acuerde, pues en ella comenzó a amanecer mi día
que, estando sosegado el mar, quietos los vientos, las velas pegadas a los
árboles, y los marineros, sin cuidado alguno, por diferentes partes del
navío tendidos, y el timonero casi dormido por la bonanza que había y por
la que el cielo le aseguraba, en medio deste silencio y en medio de mis
imaginaciones, como mis dolores no me dejaban entregar los ojos al sueño,
sentado en el castillo de popa, tomé el laúd y comencé a cantar unos versos
que habré de repetir agora, porque se advierta de qué estremo de tristeza
y cuán sin pensarlo me pasó la suerte al mayor de alegría que imaginar supiera.
Era, si no me acuerdo mal, lo que cantaba esto:
Timbrio
Agora que calla el viento
y el sesgo mar está en calma,
no se calle mi tormento:
salga con la voz el alma,
para mayor sentimiento.
Que, para contar mis males,
mostrando en parte que son,
por fuerza han de dar señales
el alma y el corazón
de vivas ansias mortales.
Llevóme el amor en vuelo
por uno y otro dolor
hasta ponerme en el cielo,
y agora muerte y amor
me han derribado en el suelo.
Amor y muerte ordenaron
una muerte y amor tal,
cual en Nísida causaron,
y de mi bien y su mal
eterna fama ganaron.
Con nueva voz y terrible,
de hoy más, y en son espantoso,
hará la fama creíble
qu'el amor es poderoso
y la muerte es invencible.
De su poder satisfecho
quedará el mundo, si advierte
qué hazaña los dos han hecho,
qué vida llevó la muerte,
qué tal tiene amor mi pecho.
Mas creo, pues no he venido
a morir o estar más loco
con el daño que he sufrido,
o que muerte puede poco
o que no tengo sentido.
Que si sentido tuviera,
según mis penas crescidas
me persiguen dondequiera,
aunque tuviera mil vidas,
cien mil veces muerto fuera.
Mi victoria tan subida,
fue con muerte celebrada
de la más ilustre vida
que en la presente o pasada
edad fue ni es conoscida.
Della llevé por despojos
dolor en el corazón,
mil lágrimas en los ojos,
en el alma confusión
y en el firme pecho enojos.
¡Oh fiera mano enemiga!
¡Cómo, si allí me acabaras,
te tuviera por amiga,
pues, con matarme, estorbaras
las ansias de mi fatiga!
¡Oh!, ¡cuán amargo descuento
trujo la victoria mía,
pues pagaré, según siento,
el gusto solo de un día
con mil siglos de tormento!
¡Tú, mar, que escuchas mi llanto;
tú, cielo, que le ordenaste;
amor, por quien lloro tanto;
muerte, que mi bien llevaste;
acabad ya mi quebranto!
¡Tú, mar, mi cuerpo rescibe;
tú, cielo, acoge mi alma;
tú, amor, con la fama escribe
que muerte llevó la palma
desta vida que no vive!
¡No os descuidéis de ayudarme,
mar, cielo, amor y la muerte!
¡Acabad ya de acabarme,
que será la mejor suerte
que yo espero y podréis darme!
Pues si no me anega el mar,
y no me recoge el cielo,
y el amor ha de durar,
y de no morir recelo,
no sé en qué habré de parar.
»Acuérdome que llegaba a estos últimos versos que he dicho, cuando, sin
poder pasar adelante, interrompido de infinitos sospiros y sollozos que
de mi lastimado pecho despedía, aquejado de la memoria de mis desventuras,
del puro sentimiento dellas, vine a perder el sentido, con un parasismo
tal que me tuvo un buen rato fuera de todo acuerdo; pero ya, después que
el amargo accidente hubo pasado, abrí mis cansados ojos y halléme puesta
la cabeza en las faldas de una mujer vestida en hábito de peregrina, y a
mi lado estaba otra con el mesmo traje adornada, la cual, estando de mis
manos asida, la una y la otra tiernamente lloraban. Cuando yo me vi de aquella
manera, quedé admirado y confuso, y estaba dudando si era sueño aquello
que veía, porque nunca tales mujeres había visto jamás en la nave después
que en ella andaba; pero desta confusión me sacó presto la hermosa Nísida,
que aquí está, que era la peregrina que allá estaba, diciéndome: "¡Ay Timbrio,
verdadero señor y amigo mío! ¿Qué falsas imaginaciones o qué desdichados
accidentes han sido parte para poneros donde agora estáis, y para que yo
y mi hermana tuviésemos tan poca cuenta con lo que a nuestras honras debíamos,
y que, sin mirar en inconviniente alguno, hayamos querido dejar nuestros
amados padres y nuestros usados trajes, con intención de buscaros y desengañaros
de tan incierta muerte mía que pudiera causar la verdadera vuestra?" Cuando
yo tales razones oí, de todo punto acabé de creer que soñaba, y que era
alguna visión aquella que delante los ojos tenía, y que la continua imaginación,
que de Nísida no se apartaba, era la causa que allí a los ojos viva la representase.
Mil preguntas les hice, y a todas ellas enteramente me satisficieron, primero
que pudiese sosegar el entendimiento y enterarme que ellas eran Nísida y
Blanca. Mas, cuando yo fui conosciendo la verdad, el gozo que sentí fue
de manera que también me puso en condición de perder la vida, como el dolor
pasado había hecho. Allí supe de Nísida cómo el engaño y descuido que tuviste,
¡oh Silerio!, en hacer la señal de la toca fue la causa para que, creyendo
algún mal suceso mío, le sucedi[e]se el parasismo y desmayo, tal que todos
creyeron que era muerta, como yo lo pensé, y tú, Silerio, lo creíste. Díjome
también cómo, después de vuelta en sí, supo la verdad de la victoria mía,
junto con mi súbita y arrebatada partida, y la ausencia tuya, cuyas nuevas
la pusieron en estremo de hacer verdaderas las de su muerte. Pero ya que
al último término no la llegaron, hicieron con ella y con su hermana, por
industria de una ama suya que con ellas venía, que vistiéndose en hábitos
de peregrinas, desconocidamente se saliesen de con sus padres una noche
que llegaban junto a Gaeta, a la vuelta que a Nápoles se volvían; y fue
a tiempo que la nave donde yo estaba embarcado, después de reparada de la
pasada tormenta, estaba ya para pa[r]tirse. Y, diciendo al capitán que querían
pasar en España para ir a Sanctiago de Galicia, se concertaron con él y
se embarcaron, con prosupuesto de venir a buscarme a Jerez, do pensaban
hallarme o saber de mí nueva alguna, y en todo el tiempo que en la nave
estuvieron, que sería cuatro días, no habían salido de un aposento que el
capitán en la popa les había dado, hasta que, oyéndome cantar los versos
que os he dicho, y conosciéndome en la voz y en lo que en ellos decía, salieron
al tiempo que os he contado, donde, solemnizando con alegres lágrimas el
contento de habernos hallado, estábamos mirando los unos a los otros, sin
saber con qué palabras engrandecer nuestra nueva y no pensada alegría, la
cual se acrescentara más y llegara al término y punto que agora llega, si
de ti, amigo Silerio, allí supiéramos nueva alguna; pero, como no hay placer
que venga tan entero que de todo en todo al corazón satisfaga, en el que
entonces teníamos, no sólo nos faltó tu presencia, pero aun las nuevas della.
La claridad de la noche, el fresco y agradable viento, que en aquel instante
comenzó a herir las velas próspera y blandamente, el mar tranquilo y desembarazado
cielo, parece que todos juntos, y cada uno por sí, ayudaban a solemnizar
la alegría de nuestros corazones.
»Mas la fortuna variable, de cuya condición no se puede prometer firmeza
alguna, envidiosa de nuestra ventura, quiso turbarla con la mayor desventura
que imaginar se pudiera, si el tiempo y los prósperos sucesos no la hubieran
reducido a mejor término. Sucedió, pues, que a la sazón que el viento comenzaba
a refrescar, los solícitos marineros izaron más todas las velas, y con general
alegría de todos, seguro y próspero viaje se aseguraban. Uno dellos, que
a una parte de la proa iba sentado, descubrió, con la claridad de los bajos
rayos de la luna, que cuatro bajeles de remo, a larga y tirada boga, con
gran celeridad y priesa, hacia la nave se encaminaban, y al momento conosció
ser de contrarios, y con grandes voces comenzó a gritar: "¡Arma, arma, que
bajeles turquescos se descubren!" Esta voz y súbito alarido puso tanto sobresalto
en todos los de la nave que, sin saber darse maña en el cercano peligro,
unos a otros se miraban; mas el capitán della, que en semejantes ocasiones
algunas veces se había visto, viniéndose a la proa, procuró reconoscer qué
tamaño de bajeles y cuántos eran, y descubrió dos más que el marinero, y
conosció que eran galeotas forzadas, de que no poco temor debió de rescibir;
pero, disimulando lo mejor que pudo, mandó luego alistar la artillería y
cargar las velas todo lo más que se pudiese la vuelta de los contrarios
bajeles, por ver si podría entrarse entre ellos y jugar de todas bandas
la artillería. Acudieron luego todos a las armas, y repartidos por sus postas
como mejor se pudo, la venida de los enemigos esperaban.
»¡Quién podrá significaros, señores, la pena que yo a esta sazón tenía,
viendo con tanta celeridad turbado mi contento y tan cerca de poder perderle,
y más cuando vi que Nísida y Blanca se miraban, sin hablarse palabra, confusas
del estruendo y vocería que en la nave andaba y viéndome a mí rogarles que
en su aposento se encerrasen y rogasen a Dios que de las enemigas manos
nos librase! Paso y punto fue éste que desmaya la imaginación cuando dél
se acuerda la memoria. Sus descubiertas lágrimas, y la fuerza que yo me
hacía por no mostrar las mías, me tenían de tal manera, que casi me olvidaba
de lo que debía hacer, o quién era, y a lo que el peligro obligaba. Mas,
en fin, las hice retraer a su estancia casi desmayadas, y, cerrándolas por
defuera, acudí a ver lo que el capitán ordenaba, el cual, con prudente solicitud,
todas las cosas al caso necesarias estaba proveyendo; y, dando cargo a Darinto
que es aquel caballero que hoy se partió de nosotros de la guarda
del castillo de proa y encomendándome a mí el de popa, él con algunos marineros
y pasajeros, por todo el cuerpo de la nave, a una y a otra parte discurría.
No tardaron mucho en llegar los enemigos, y tardó harto menos en calmar
el viento, que fue la total causa de la perdición nuestra. No osaron los
enemigos llegar a bordo, porque, viendo que el viento calmaba, les pareció
mejor aguardar el día para embestirnos. Hiciéronlo así, y, el día venido,
aunque ya los habíamos contado, acabamos de ver que eran quince bajeles
gruesos los que cercados nos tenían, y entonces se acabó de confirmar en
nuestros pechos el temor de perdernos. Con todo eso, no desmayando el valeroso
capitán ni alguno de los que con él estaban, esperó a ver lo que los contrarios
harían, los cuales, luego como vino la mañana, echaron de su capitana una
barquilla al agua, y con un renegado enviaron a decir a nuestro capitán
que se rindiese, pues veía ser imposible defenderse de tantos bajeles; y
más, que eran todos los mejores de Argel, amenazándole de parte de Arnaut
Mamí, su general, que si disparaba alguna pieza el navío, que le había de
colgar de una entena en cogiéndole, y añadiendo a éstas otras amenazas.
El renegado le persuadió que se rindiese; mas, no quiriéndolo hacer el capitán,
respondió al renegado que se alargase de la nave, si no, que le echaría
a fondo con la artillería. Oyó Arnaute esta respuesta, y luego, cebando
el navío por todas partes, comenzó a jugar desde lejos el artillería con
tanta priesa, furia y estruendo que era maravilla. Nuestra nave comenzó
a hacer lo mesmo, tan venturosamente, que a uno de los bajeles que por la
popa la combatían echó a fondo, porque le acertó con una bala junto a la
cinta, de modo que, sin ser socorrido, en breve espacio se le sorbió el
mar. Viendo esto los turcos, apresuraron el combate, y en cuatro horas nos
embistieron cuatro veces, y otras tantas se retiraron, con mucho daño suyo
y no con poco nuestro.
»Mas, por no iros cansando contándoos particularmente las cosas sucedidas
en este combate, sólo diré que, después de habernos combatido diez y seis
horas, y después de haber muerto nuestro capitán y toda la más gente del
navío, a cabo de nueve asaltos que nos dieron, al último dellos entraron
furiosamente en el navío. Tampoco, aunque quiera, no podré encarecer el
dolor que a mi alma llegó cuando vi que las amadas prendas mías, que ahora
tengo delante, habían de ser entonces entregadas y venidas a poder de aquellos
crueles carniceros. Y así, llevado de la ira que este temor y consideración
me causaba, con pecho desarmado me arrojé por medio de las bárbaras espadas,
deseoso de morir al rigor de sus filos, antes que ver a mis ojos lo que
esperaba. Pero sucedióme al revés mi pensamiento, porque, abrazándose conmigo
tres membrudos turcos, y yo forcejando con ellos, de tropel venimos a dar
todos en la puerta de la cámara donde Nísida y Blanca estaban; y con el
ímpetu del golpe se rompió y abrió la puerta, que hizo manifiesto el tesoro
que allí estaba encerrado, del cual codiciosos los enemigos, el uno dellos
asió a Nísida y el otro a Blanca; y yo, que de los dos me vi libre, al otro
que me tenía hice dejar la vida a mis pies, y de los dos pensaba hacer lo
mesmo, si ellos, advertidos del peligro, no dejaran la presa de las damas
y con dos grandes heridas no me derribaran en el suelo; lo cual visto por
Nísida, arrojándose sobre mi herido cuerpo, con lamentables voces pedía
a los dos turcos que la acabasen.
»En este instante, atraído de las voces y lamento[s] de Blanca y Nísida,
acudió a aquella estancia Arnaute, el general de los bajeles, e, informándose
de los soldados de lo que pasaba, hizo llevar a Nísida y a Blanca a su galera,
y, a ruegos de Nísida, mandó también que a mí me llevasen, pues no estaba
aún muerto. Desta manera, sin tener yo sentido alguno, me llevaron a la
enemiga galera capitana, donde fui luego curado con alguna diligencia, porque
Nísida había dicho al capitán que yo era hombre principal y de gran rescate,
con intención que, cebados de la codicia y del dinero que de mí podrían
haber, con algo más recato mirasen por la salud mía. Sucedió, pues, que
estando curándome las heridas, con el dolor dellas volví en mi acuerdo,
y, volviendo los ojos a una parte y a otra, conoscí que estaba en poder
de mis enemigos y en el bajel contrario; pero ninguna cosa me llegó tan
al alma como fue ver en la popa de la galera a Nísida y Blanca, sentadas
a los pies del perro general, derramando por sus ojos infinitas lágrimas,
indicios del interno dolor que padecían. No el temor de la afrentosa muerte
que esperaba cuando tú della, buen amigo Silerio, en Cataluña me libraste;
no la falsa nueva de la muerte de Nísida, de mí por verdadera creída; no
el dolor de mis mortales heridas ni otra cualquiera aflición que imaginar
pudiera me causó ni causará más sentimiento que el que me vino de ver a
Nísida y Blanca en poder de aquel bárbaro descreído, donde a tan cercano
y claro peligro estaban puestas sus honras. El dolor deste sentimiento hizo
tal operación en mi alma, que torné de nuevo a perder los sentidos y a quitar
la esperanza de mi salud y vida al cirujano que me curaba, de tal modo que,
creyendo que era muerto, paró en medio de la cura, certificando a todos
que ya yo desta vida había pasado. Oídas estas nuevas por las dos desdichadas
hermanas, digan ellas lo que sintieron, si se atreven; que yo sólo sé decir
que después supe que, levantándose las dos de do estaban, tirando de sus
rubios cabellos y arañando sus hermosos rostros, sin que nadie pudiese detenerlas,
vinieron adonde yo desmayado estaba, y allí comenzaron a hacer tan lastimero
llanto que a los mesmos pechos de los crueles bárbaros enternecieron. Con
las lágrimas de Nísida que en el rostro me caían, o por las ya frías y enconadas
heridas, que gran dolor me causaban, torné a volver de nuevo en mi acuerdo,
para acordarme de mi nueva desventura. Pasaré en silencio agora las lastimeras
y amorosas palabras que en aquel desdichado punto entre mí y Nísida pasaron,
por no entristecer tanto el alegre en que ahora nos hallamos, ni quiero
decir por extenso los trances que ella me contó que con el capitán había
pasado, el cual, vencido de su hermosura, mil promesas, mil regalos, mil
amenazas le hizo porque viniese a condecender con la desordenada voluntad
suya; pero, mostrándose ella con él tan esquiva como honrada, y tan honrada
como esquiva, pudo todo aquel día y otra noche siguiente defenderse de las
pesadas importunaciones del cosario. Mas, como la continua presencia de
Nísida iba cresciendo en él por puntos el libidinoso deseo, sin duda alguna
se pudiera temer, como yo temía, que, dejando los ruegos y usando la fuerza,
Nísida perdiera su honra, o la vida, que era lo más cierto que de su bondad
se podía esperar.
»Pero, cansada ya la fortuna de habernos puesto en el más bajo estado de
miseria, quiso darnos a entender ser verdad lo que de la instabilidad suya
se pregona, por un medio que nos puso en términos de rogar al cielo que
en aquella desdichada suerte nos mantuviese, a trueco de no perder la vida
sobre las hinchadas ondas del mar airado, el cual, a cabo de dos días que
captivos fuimos, y a la sazón que llevábamos el derecho viaje de Berbería,
movido de un furioso jaloque, comenzó a hacer montañas de agua y a azotar
con tanta furia la cosaria armada que, sin poder los cansados remeros aprovecharse
de los remos, afrenillaron y acudieron al usado remedio de la vela del trinquete
al árbol, y a dejarse llevar por donde el viento y mar quisiese; y de tal
manera cresció la tormenta que en menos de media hora esparció y apartó
a diferentes partes los bajeles, sin que ninguno pudiese tener cuenta con
seguir su capitán; antes, en poco rato divididos todos, como he dicho, vino
nuestro bajel a quedar solo y a ser el que más el peligro amenazaba, porque
comenzó a hacer tanta agua por las costuras que, por mucho que por todas
las cámaras de popa, proa y medianía le agotaban, siempre en la centina
llegaba el agua a la rodilla; y añadióse a toda esta desgracia sobrevenir
la noche, que en semejantes casos, más que en otros algunos, el medroso
temor acrescienta; y vino con tanta escuridad y nueva borrasca que, de todo
en todo, todos desesperamos de remedio. No queráis más saber, señores, sino
que los mesmos turcos rogaban a los cristianos que iban al remo captivos
que invocasen y llamasen a sus sanctos y a su Cristo para que de tal desventura
los librase; y no fueron tan en vano las plegarias de los míseros cristianos
que allí iban, que, movido el alto cielo dellas, dejase sosegar el viento;
antes, le cresció con tanto ímpetu y furia que al amanescer del día, que
sólo pudo conoscerse por las horas del reloj de arena por quien se rigen,
se halló el mal gobernado bajel en la costa de Cataluña, tan cerca de tierra
y tan sin poder apartarse della, que fue forzoso alzar un poco más la vela
para que con más furia embistiese en una ancha playa que delante se nos
ofrecía: que el amor de la vida les hizo parecer dulce a los turcos la esclavitud
que esperaban.
»Apenas hubo la galera embestido en tierra, cuando luego acudió a la playa
mucha gente armada, cuyo traje y lengua dio a entender ser catalanes y ser
de Cataluña aquella costa, y aun aquel mesmo lugar donde, a riesgo de la
tuya, amigo Silerio, la vida mía escapaste. ¡Quién pudiera exagerar agora
el gozo de los cristianos, que del insufrible y pesado yugo del amargo captiverio
veían libres y desembarazados sus cuellos, y las plegarias y ruegos que
los turcos, poco antes libres y señores, hacían a sus mesmos esclavos, rogándoles
fuesen parte para que de los indignados cristianos maltratados no fuesen,
los cuales ya en la playa los esperaban, con deseo de vengarse de la ofensa
que estos mesmos turcos les habían hecho, saqueándoles su lugar, como tú,
Silerio, sabes! Y no les salió vano el temor que tenían, porque, en entrando
los del pueblo en la galera, que encallada en la arena estaba, hicieron
tan cruel matanza en los cosarios, que muy pocos quedaron con la vida; y
si no fuera que les cegó la codicia de robar la galera, todos los turcos
en aquel primero ímpetu fueran muertos. Finalmente, los turcos que quedaron
y cristianos captivos que allí veníamos, todos fuimos saqueados, y si los
vestidos que yo traía no estuvieran sangrentados, creo que aun no me los
dejaran. Darinto, que también allí venía, acudió luego a mirar por Nísida
y Blanca y a procurar que me sacasen a tierra donde fuese curado.
»Cuando yo salí y reconocí el lugar donde estaba, y consideré el peligro
en que en él me había visto, no dejó de darme alguna pesadumbre, causada
de temor no fuese conoscido y castigado por lo que no debía; y así, rogué
a Darinto que, sin poner dilación alguna, procurase que a Barcelona nos
fuésemos, diciéndole la causa que me movía a ello; pero no fue posible,
porque mis heridas me fatigaban de manera que me forzaron a que allí algunos
días estuviese, como estuve, sin ser de más de un cirujano visitado. En
este entretanto fue Darinto a Barcelona, donde proveyéndose de lo que menester
habíamos, dio la vuelta; y, hallándome mejor y con más fuerza, luego nos
pusimos en camino para la ciudad de Toledo, por saber de los parientes de
Nísida que sí sabían de sus padres, a quien ya hemos escripto todo el suceso
de nuestras vidas, pidiéndole perdón de nuestros pasados yerros. Y todo
el contento y dolor destos buenos y malos sucesos, lo ha acrescentado o
diminuido la ausencia tuya, Silerio. Mas, pues el cielo agora con tantas
ventajas ha dado remedio a nuestras calamidades, no resta otra cosa sino
que, dándole las debidas gracias por ello, tú, Silerio amigo, deseches la
tristeza pasada con la ocasión de la alegría presente, y procures darla
a quien ha muchos días que por tu causa vive sin ella, como lo sabrás cuando
más a solas y contigo las comunique. Otras algunas cosas me quedan por decir
que me han sucedido en el discurso desta mi peregrinación; pero dejarlas
he por agora, por no dar con la prolijidad dellas disgusto a estos pastores,
que han sido el instrumento de todo mi placer y gusto.» Éste es, pues, Silerio
amigo y amigos pastores, el suceso de mi vida: ved si, por la que he pasado
y por la que agora paso, me puedo llamar el más lastimado y venturoso hombre
de los que hoy viven.
Con estas últimas palabras dio fin a su cuento el alegre Timbrio, y todos
los que presentes estaban se alegraron del felice suceso que sus trabajos
habían tenido, pasando el contento de Silerio a todo lo que decir se puede;
el cual, tornando de nuevo a abrazar a Timbrio, forzado del deseo de saber
quién era la persona que por su causa sin contento vivía, pidiendo licencia
a los pastores, se apartó con Timbrio a una parte, donde supo dél que la
hermosa Blanca, hermana de Nísida, era la que más que a sí le amaba desde
el mesmo día y punto que ella supo quién él era y el valor de su persona;
y que jamás, por no ir contra aquello que a su honestidad estaba obligada,
había querido descubrir este pensamiento sino a su hermana, por cuyo medio
esperaba tenerle honrado en el cumplimiento de sus deseos. Díjole asimismo
Timbrio cómo aquel caballero Darinto, que con él venía, y de quien él había
hecho mención en la plática pasada, conosciendo quién era Blanca y llevado
de su hermosura, se había enamorado della con tantas veras que la pidió
por esposa a su hermana Nísida, la cual le desengañó que Blanca no lo haría
en manera alguna, y que, agraviado desto Darinto, creyendo que por el poco
valor suyo le desechaban, y por sacarle desta sospecha, le hubo de decir
Nísida cómo Blanca tenía ocupados los pensamientos en Silerio; mas, que
no por esto Darinto había desmayado ni dejado la empresa, «porque, como
supo que de ti, Silerio, no se sabía nueva alguna, imaginó que los servicios
que él pensaba hacer a Blanca, y el tiempo, la apartarían de su intención
primera; y con este presupuesto jamás nos quiso dejar, hasta que ayer, oyendo
a los pastores las ciertas nuevas de tu vida y conosciendo el contento que
con ellas Blanca había rescibido, y considerando ser imposible que, paresciendo
Silerio, pudiese Darinto alcanzar lo que deseaba, sin despedirse de ninguno,
se había, con muestras de grandísimo dolor, apartado de todos.» Junto con
esto, aconsejó Timbrio a su amigo fuese contento de que Blanca le tuviese,
escogiéndola y aceptándola por esposa, pues ya la conoscía y no ignoraba
su valor y honestidad, encareciéndole el gusto y placer que los dos tendrían
viéndose con tales dos hermanas casados. Silerio le respondió que le diese
espacio para pensar en aquel hecho, aunque él sabía que al cabo era imposible
dejar de hacer lo que él le mandase.
A esta sazón, comenzaba ya la blanca aurora a dar señales de su nueva venida,
y las estrellas poco a poco iban escondiendo la claridad suya; y a este
mesmo punto llegó a los oídos de todos la voz del enamorado Lauso, el cual,
como su amigo Damón había sabido que aquella noche la habían de pasar en
la ermita de Silerio, quiso venir a hallarse con él y con los demás pastores;
y, como todo su gusto y pasatiempo era cantar al son de su rabel los sucesos
prósperos o adversos de sus amores, llevado de la condición suya, y convidado
de la soledad del camino y de la sabrosa armonía de las aves, que ya comenzaban
con su dulce y concertado canto a saludar el venidero día, con baja voz,
semejantes versos venía cantando:
Lauso
Alzo la vista a la más noble parte
que puede imaginar el pensamiento,
donde miro el valor, admiro el arte
que suspende el más alto entendimiento.
Mas, si queréis saber quién fue la parte
que puso fiero yugo al cuello esento,
quién me entregó, quién lleva mis despojos,
mis ojos son, Silena, y son tus ojos.
Tus ojos son, de cuya luz serena
me viene la que al cielo me encamina:
luz de cualquiera escuridad ajena,
segura muestra de la luz divina.
Por ella el fuego, el yugo y la cadena
que me consume, carga y desatina,
es refrigerio, alivio, es gloria, es palma
al alma, y vida que te ha dado el alma.
¡Divinos ojos, bien del alma mía,
término y fin de todo mi deseo;
ojos que serenáis el turbio día,
ojos por quien yo veo si algo veo!
En vuestra luz mi pena y mi alegría
ha puesto amor; en vos contemplo y leo
la dulce, amarga, verdadera historia
del cierto infierno, de mi incierta gloria.
En ciega escuridad andaba cuando
vuestra luz me faltaba, ¡oh bellos ojos!;
acá y allá, sin ver el cielo, errando
entre agudas espinas y entre abrojos;
mas luego, en el momento que tocando
fueron al alma mía los manojos
de vuestros rayos claros, vi a la clara
la senda de mi bien abierta y clara.
Vi que sois y seréis, ojos serenos,
quien me levanta y puede levantarme
a que entre el corto número de buenos
venga como mejor a señalarme.
Esto podréis hacer no siendo ajenos
y con pequeño acuerdo de mirarme,
que el gusto del más bien enamorado
consiste en el mirar y ser mirado.
Si esto es verdad, Silena, ¿quién ha sido,
es ni será que, con firmeza pura,
cual yo te quiera ni te habrá querido,
por más que amor le ayude y la ventura?
La gloria de tu vista he merescido
por mi inviolable fe; mas es locura
pensar que pueda merecerse aquello
que apenas puede contemplarse en ello.
El canto y el camino acabó en un mesmo punto el enamorado Lauso, el cual
de todos los que con Silerio estaban fue amorosamente recibido, acrescentando
con su presencia el alegría que todos tenían por el buen suceso que los
trabajos de Silerio habían tenido. Y, estándoselos Damón contando, vieron
asomar por junto a la ermita al venerable Aurelio, que, con algunos de sus
pastores, traía algunos regalos con que regalar y satisfacer a los que allí
estaban, como lo había prometido el día antes que dellos se partió. Maravillados
quedaron Tirsi y Damón de verle venir sin Elicio y Erastro; y más lo fueron
cuando vinieron a entender la causa del haberse quedado. Llegó Aurelio,
y su llegada augmentara más el contento de todos, si no dijera, encaminando
su razón a Timbrio:
Si te precias, como es razón que te precies, valeroso Timbrio, de ser
verdadero amigo del que lo es tuyo, agora es tiempo de mostrarlo, acudiendo
a remediar a Darinto, que no lejos de aquí queda tan triste y apasionado,
y tan fuera de admitir consuelo alguno en el dolor que padece, que algunos
que yo le di no fueron parte para que él los tuviese por tales. Hallámosle
Elicio, Erastro y yo, habrá dos horas, en medio de aquel monte que a esta
mano derecha se descubre, el caballo arrendado a un pino, y él en el suelo
boca abajo tendido, dando tiernos y dolorosos sospiros, y de cuando en cuando
decía algunas palabras que a maldecir su ventura se encaminaban; al son
lastimero de las cuales, llegamos a él, y con el rayo de la luna, aunque
con dificultad, fue de nosotros conoscido; e importunado que la causa de
su mal nos dijese, díjonosla, y por ella entendimos el poco remedio que
tenía. Con todo eso, se han quedado con él Elicio y Erastro, y yo he venido
a darte las nuevas del término en que le tienen sus pensamientos; y, pues
a tí te son tan manifiestos, procura remediarlos con obras, o acude a consolarlos
con palabras.
Palabras serán todas, buen Aurelio respondió Timbrio, las
que yo en esto gastaré, si ya él no quiere aprovecharse de la ocasión del
desengaño y disponer sus deseos a que el tiempo y la ausencia hagan en él
sus acostumbrados efectos. Mas, porque no se piense que no correspondo a
lo que a su amistad estoy obligado, enséñame, Aurelio, a qué parte le dejaste,
que yo quiero ir luego a verle.
Yo iré contigo respondió Aurelio.
Y luego, al momento, se levantaron todos los pastores para acompañar a Timbrio
y saber la causa del mal de Darinto, dejando a Silerio con Nísida y Blanca,
con tanto contento de los tres que no se acertaban a hablar palabra. En
el camino que había desde allí adonde Aurelio a Darinto había dejado, contó
Timbrio a los que con él iban la ocasión de la pena de Darinto y el poco
remedio que della se podría esperar, pues la hermosa Blanca, por quien él
penaba, tenía ocupados sus deseos en su buen amigo Silerio; diciéndoles,
asimesmo, que había de procurar con toda su industria y fuerzas que Silerio
viniese en lo que Blanca deseaba, suplicándoles que todos fuesen en ayudar
a favorescer su intención, porque, en dejando a Darinto, quería que todos
a Silerio rogasen diese el sí de rescibir a Blanca por su ligítima esposa.
Los pastores se ofrecieron de hacer lo que se les mandaba, y en estas pláticas
llegaron adonde creyó Aurelio que Elicio, Darinto y Erastro estarían; pero
no hallaron alguno, aunque rodearon y anduvieron gran parte de un pequeño
bosque que allí estaba, de que no poco pesar rescibieron todos. Pero, estando
en esto, oyeron un tan doloroso sospiro que les puso en confusión y deseo
de saber quién le había dado; mas sacóles presto desta duda otro que oyeron
no menos triste que el pasado, y, acudiendo todos a aquella parte adonde
el sospiro venía, vieron estar no lejos dellos, al pie de un crescido nogal,
dos pastores: el uno sentado sobre la yerba verde, y el otro tendido en
el suelo y la cabeza puesta sobre las rodillas del otro. Estaba el sentado
con la cabeza inclinada, derramando lágrimas y mirando atentamente al que
en las rodillas tenía; y, así por esto como por estar el otro con color
perdida y rostro desmayado, no pudieron luego conoscer quién era; mas, cuando
más cerca llegaron, luego conoscieron que los pastores eran Elicio y Erastro:
Elicio, el desmayado, y Erastro, el lloroso. Grande admiración y tristeza
causó en todos los que allí venían la triste semblanza de los dos lastimados
pastores, por ser tan amigos suyos y por ignorar la causa que de tal modo
los tenía; pero el que más se maravilló fue Aurelio, por ver que tan poco
antes los había dejado en compañía de Darinto con muestras de todo placer
y contento, como si él no hubiera sido la causa de toda su desdicha. Viendo,
pues, Erastro, que los pastores a él se llegaban, estremeció a Elicio, diciéndole:
Vuelve en ti, lastimado pastor; levántate y busca lugar donde puedas
a solas llorar tu desventura, que yo pienso hacer lo mesmo hasta acabar
la vida.
Y, diciendo esto, cogió con las dos manos la cabeza de Elicio, y, quitándola
de sus rodillas, la puso en el suelo, sin que el pastor pudiese volver en
su acuerdo; y, levantándose Erastro, volvía las espaldas para irse, si Tirsi
y Damón y los demás pastores no se lo impidieran. Llegó Damón adonde Elicio
estaba, y, tomándole entre los brazos, le hizo volver en sí. Abrió Elicio
los ojos, y, porque conosció a todos los que allí estaban, tuvo cuenta con
que su lengua, movida y forzada del dolor, no dijese algo que la causa dél
manifestase; y, aunque ésta le fue preguntada por todos los pastores, jamás
respondió sino que no sabía otra cosa de sí mismo sino que, estando hablando
con Erastro, le había tomado un recio desmayo. Lo proprio decía Erastro,
y a esta causa los pastores dejaron de preguntarle más la causa de su pasión;
antes, le rogaron que con ellos a la ermita de Silerio se volviese, y que
desde allí le llevarían a la aldea o a su cabaña; mas no fue posible que
con él esto se acabase, sino que le dejasen volver a la aldea. Viendo, pues,
que ésta era su voluntad, no quisieron contradecírsela; antes, se ofrecieron
de ir con él; pero de ninguno quiso compañía, ni la llevara si la porfía
de su amigo Damón no le venciera; y así, se hubo de partir con él, dejando
concertado Damón con Tirsi que se viesen aquella noche en el aldea o cabaña
de Elicio, para dar orden de volverse a la suya. Aurelio y Timbrio preguntaron
a Erastro por Darinto, el cual les respondió que, ansí como Aurelio se había
apartado dellos, le tomó el desmayo a Elicio, y que entretanto que él le
socorría, Darinto se había partido con toda priesa, y que nunca más le habían
visto. Viendo, pues, Timbrio y los que con él venían que a Darinto no hallaban,
determinaron de volver a la ermita a rogar a Silerio aceptase a la hermosa
Blanca por su esposa, y con esta intención se volvieron todos, excepto Erastro,
que quiso seguir a su amigo Elicio. Y así, despidiéndose dellos, acompañado
de solo su rabel, se apartó por el mesmo camino que Elicio había ido, el
cual, habiéndose un rato apartado con su amigo Damón de la demás compañía,
con lágrimas en los ojos y con muestras de grandísima tristeza, así le comenzó
a decir:
Bien sé, discreto Damón, que tienes de los efectos de amor tanta experiencia
que no te maravillarás de los que agora pienso contarte, que son tales que,
a la cuenta de mi opinión, los estimo y tengo por de los más desastrados
que en el amor se hallan.
Damón, que no deseaba otra cosa que saber la causa del desmayo y tristeza
suya, le aseguró que ninguna cosa le sería a él nueva, como tocase a los
males que el amor suele hacer. Y así, Elicio, con este seguro, y con el
mayor que de su amistad tenía, prosiguió diciendo:
Ya sabes, amigo Damón, cómo la buena suerte mía que este nombre
de buena le daré siempre, aunque me cueste la vida el haberla tenido;
digo, pues, que la buena suerte mía quiso, como todo el cielo y todas estas
riberas saben, que yo amase, ¿qué digo amase?, que adorase a la sin par
Galatea, con tan limpio y verdadero amor cual a su merescimiento se debe;
juntamente te confieso, amigo, que, en todo el tiempo que ha que ella tiene
noticia de mi cabal deseo, no ha correspondido a él con otras muestras que
las generales que suele y debe dar un casto y agradescido pecho; y así,
ha algunos años que, sustentada mi esperanza con una honesta correspondencia
amorosa, he vivido tan alegre y satisfecho de mis pensamientos, que me juzgaba
por el más dichoso pastor que jamás apascentó ganado, contentándome sólo
de mirar a Galatea y de ver que, si no me quería, no me aborrecía, y que
otro ningún pastor no se podría alabar que aun della fuese mirado; que no
era poca satisfación de mi deseo tener puestos mis pensamientos en tan segura
parte que de otros algunos no me recelaba, confirmándome en esta verdad
la opinión que conmigo tiene el valor de Galatea, que es tal, que no da
lugar a que se le atreva el mesmo atrevimiento. Contra este bien que tan
a poca costa el amor me daba, contra esta gloria tan sin ofensa de Galatea
gozada, contra este gusto tan justamente de mi deseo merescido, se ha dado
hoy irrevocable sentencia: que el bien se acabe, que la gloria fenezca,
que el gusto se cambie y que, finalmente, se concluya la tragedia de mi
dolorosa vida. Porque sabrás, Damón, que esta mañana, viniendo con Aurelio,
padre de Galatea, a buscaros a la ermita de Silerio, en el camino me dijo
cómo tenía concertado de casar a Galatea con un pastor lusitano que en las
riberas del blando Lima gran número de ganado apascienta. Pidióme que le
dijese qué me parescía, porque, de la amistad que me tenía y de mi entendimiento,
esperaba ser bien aconsejado. Lo que yo le respondí fue que me parescía
cosa recia poder acabar con su voluntad privarse de la vista de tan hermosa
hija, desterrándola a tan apartadas tierras, y que si lo hacía llevado y
cebado de las riquezas del estranjero pastor, que considerase que no carecía
él tanto dellas que no tuviese para vivir en su lugar mejor que cuantos
en él de ricos presumían, y que ninguno de los mejores de cuantos habitan
las riberas de Tajo dejaría de tenerse por venturoso cuando alcanzase a
Galatea por esposa. No fueron mal admitidas mis razones del venerable Aurelio;
pero, en fin, se resolvió diciendo que el rabadán mayor de todos los aperos
se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y que era
imposible deshacerse. Preguntéle con qué semblante Galatea había rescibido
las nuevas de su destierro. Díjome que se había conformado con su voluntad,
y que disponía la suya a hacer todo lo que él quisiese, como obediente hija.
Esto supe de Aurelio, y ésta es, Damón, la causa de mi desmayo, y la que
será de mi muerte, pues de ver a Galatea en poder ajeno y ajena de mi vista,
no se puede esperar otra cosa que el fin de mis días.
Acabó su razón el enamorado Elicio y comenzaron sus lágrimas, derramadas
en tanta abundancia que, enternecido el pecho de su amigo Damón, no pudo
dejar de acompañarle en ellas; más, a cabo de poco espacio, comenzó, con
las mejores razones que supo, a consolar a Elicio; pero todas sus palabras
en ser palabras paraban, sin que ningún otro efecto hiciesen. Todavía quedaron
de acuerdo que Elicio a Galatea hablase y supiese della si de su volun[t]ad
consintía en el casamiento que su padre le trataba; y que, cuando no fuese
con el gusto suyo, se le ofreciese de librarla de aquella fuerza, pues para
ello no le faltaría ayuda. Parecióle bien a Elicio lo que Damón decía, y
determinó de ir a buscar a Galatea, para declararle su voluntad y saber
la que ella en su pecho encerraba. Y así, trocando el camino que de su cabaña
llevaban, hacia el aldea se encaminaron; y, llegando a una encrucijada que
junto a ella cuatro caminos dividía, por uno dellos vieron venir hasta ocho
dispuestos pastores, todos con azagayas en las manos, excepto uno dellos,
que a caballo venía sobre una hermosa yegua, vestido con un gabán morado,
y los demás a pie, y todos rebozados los rostros con unos pañizuelos. Damón
y Elicio se pararon hasta que los pastores pasasen, los cuales, pasando
junto a ellos, bajando las cabezas, cortésmente les saludaron, sin que alguno
alguna palabra hablase. Maravillados quedaron los dos de ver la estrañeza
de los ocho, y estuvieron quedos por ver qué camino seguían; pero luego
vieron que el de la aldea tomaban, aunque por otro diferente que por el
que ellos iban. Dijo Damón a Elicio que los siguiesen, mas no quiso, diciendo
que por aquel camino que él quería seguir, junto a una fuente que no lejos
dél estaba, solía estar muchas veces Galatea con algunas pastoras del lugar,
y que sería bien ver si la dicha se la ofrescía tan buena que allí la hallasen.
Contentóse Damón de lo que Elicio quería; y así, le dijo que guiase por
do quisiese. Y sucedióle la suerte como él mesmo se había imaginado, porque
no anduvieron mucho cuando llegó a sus oídos la zampoña de Florisa, acompañada
de la voz de la hermosa Galatea, que, como de los pastores fue oída, quedaron
enajenados de sí mesmos. Entonces acabó de conoscer Damón cuánta verdad
decían todos los que las gracias de Galatea alababan, la cual estaba en
compañía de Rosaura y Florisa, y de la hermosa y recién casada Silveria,
con otras dos pastoras de la mesma aldea. Y, puesto que Galatea vio venir
a los pastores, no por eso quiso dejar su comenzado canto; antes, pareció
dar muestras de que recibía contento en que los pastores la escuchasen,
los cuales ansí lo hicieron con toda la atención posible; y lo que alcanzaron
a oír de lo que la pastora cantaba fue lo siguiente:
Galatea
¿A quién volveré los ojos
en el mal que se apareja,
si, cuanto mi bien se aleja,
se acercan más mis enojos?
A duro mal me condemna
el dolor que me destierra,
que si me acaba en mi tierra,
¿qué bien me hará en el ajena?
¡Oh justa amarga obediencia,
que por cumplirte he de dar
el sí que ha de confirmar
de mi muerte la sentencia!
Puesta estoy en tanta mengua,
que por gran bien estimara
que la vida me faltara,
o, por lo menos, la lengua.
Breves horas y cansadas
fueron las de mi contento;
eternas las del tormento,
mas confusas y pesadas.
Gocé de mi libertad
en mi temprana sazón;
pero ya la subjeción
anda tras mi voluntad.
Ved si es el combate fiero
que dan a mi fantasía,
si al cabo de su porfía
he de querer y no quiero.
¡Oh fastidioso gobierno,
que a los respectos humanos
tengo de cruzar las manos
y abajar el cuello tierno!
¿Que tengo de despedirme
de ver el Tajo dorado?
¿Que ha de quedar mi ganado,
y yo, triste, he de partirme?
¿Que estos árboles sombríos
y estos anchos verdes prados
no serán ya más mirados
de los tristes ojos míos?
Severo padre, ¿qué haces?
Mira que es cosa sabida
que a mí me quitas la vida
con lo que a ti satisfaces.
Si mis sospiros no valen
a descubrirte mi mengua,
lo que no puede mi lengua
mis ojos te lo señalen.
Ya triste se me figura
el punto de mi partida,
la dulce gloria perdida
y la amarga sepultura.
El rostro que no se alegra
del no conoscido esposo,
el camino trabajoso,
la antigua enfadosa suegra,
y otros mil inconvinientes,
todos para mí contrarios;
los gustos extraordinarios
del esposo y sus parientes.
Mas todos estos temores
que me figura mi suerte
se acabarán con la muerte,
que es el fin de los dolores.
No cantó más Galatea, porque las lágrimas que derramaba le impidieron la
voz, y aun el contento a todos los que escuchado la habían, porque luego
supieron claramente lo que en confuso imaginaban del casamiento de Galatea
con el lusitano pastor, y cuán contra su voluntad se hacía; pero a quien
más sus lágrimas y sospiros lastimaron fue a Elicio, que diera él por remediarlas
su vida, si en ella consistiera el remedio dellas; pero, aprovechándose
de su discreción y disimulando el rostro el dolor que el alma sentía, él
y Damón se llegaron adonde las pastoras estaban, a las cuales cortésmente
saludaron, y con no menos cortesía fueron dellas rescibidos. Preguntó luego
Galatea a Damón por su padre, y respondióle que en la ermita de Silerio
quedaba, en compañía de Timbrio y Nísida y de todos los otros pastores que
a Timbrio acompañaron; y asimesmo le dio cuenta del conoscimiento de Silerio
y Timbrio y de los amores de Darinto y Blanca, la hermana de Nísida, con
todas las particularidades que Timbrio había contado de lo que en el discurso
de sus amores le había sucedido, a lo cual Galatea dijo:
Dichoso Timbrio y dichosa Nísida, pues en tanta felicidad han parado
los desasosiegos hasta aquí padecidos, con la cual pondréis en olvido los
pasados desastres; antes servirán ellos de acrescentar vuestra gloria, pues
se suele decir que la memoria de las pasadas calamidades augmenta el contento
en las alegrías presentes. Mas, ¡ay del alma desdichada que se vee puesta
en términos de acordarse del bien perdido, y con temor del mal que está
por venir, sin que vea ni halle remedio ni medio alguno para estorbar la
desventura que le está amenazando, pues tanto más fatigan los dolores cuanto
más se temen!
Verdad dices, hermosa Galatea dijo Damón, que no hay duda sino
que el repentino y no esperado dolor que viene no fatiga tanto, aunque sobresalta,
como el que con largo discurso de tiempo amenaza y quita todos los caminos
de remediarse. Pero, con todo eso, digo, Galatea, que no da el cielo tan
apurados los males que quite de todo en todo el remedio dellos, principalmente
cuando nos los deja ver primero, porque parece que entonces quiere dar lugar
al discurso de nuestra razón para que se ejercite y ocupe en templar o desviar
las venideras desdichas, y muchas veces se contenta de fatigarnos con sólo
tener ocupados nuestros ánimos con algún espacioso temor, sin que se venga
a la ejecución del mal que se teme; y, cuando a ella se viniese, como no
acabe la vida, ninguno, por ningún mal que padezca, debe desesperar del
remedio.
No dudo yo deso replicó Galatea, si fuesen tan ligeros los
males que se temen o se padecen, que dejasen libre y desembarazado el discurso
de nuestro entendimiento; pero bien sabes, Damón, que, cuando el mal es
tal que se le puede dar este nombre, lo primero que hace es añublar nuestro
sentido y aniquilar las fuerzas de nuestro albedrío, descaeciendo nuestra
virtud de manera que apenas puede levantarse aunque más la solicite la esperanza.
No sé yo, Galatea respondió Damón, cómo en tus verdes años
puede caber tanta experiencia de los males, si no es que quieres que entendamos
que tu mucha discreción se estiende a hablar por sciencia de las cosas;
que, por otra manera, ninguna noticia dellas tienes.
Pluguiera al cielo, discreto Damón replicó Galatea, que no
pudiera contradecirte lo que dices, pues en ello granjeara dos cosas: quedar
en la buena opinión que de mí tienes, y no sentir la pena que me hace hablar
con tanta experiencia en ella.
Hasta este punto estuvo callando Elicio; pero, no pudiendo sufrir más ver
a Galatea dar muestras del amargo dolor que padecía, le dijo:
Si imaginas, por ventura, sin par Galatea, que la desdicha que te amenaza
puede por alguna ser remediada, por lo que debes a la voluntad que para
servirte de mí tienes conoscida, te ruego me la declares; y si esto no quisieres,
por cumplir con lo que a la paternal obediencia debes, dame, a lo menos,
licencia para que yo me oponga contra quien quisiere llevarnos destas riberas
el tesoro de tu hermosura, que en ellas se ha criado. Y no entiendas, pastora,
que presumo yo tanto de mí mesmo, que solo me atreva a cumplir con las obras
lo que agora por palabras te ofrezco; que, puesto que el amor que te tengo
para mayor empresa me da aliento, desconfío de mi ventura; y así, la habré
de poner en las manos de la razón y en las de todos los pastores que por
estas riberas de Tajo apascientan sus ganados, los cuales no querrán consentir
que se les arrebate y quite delante de sus ojos el sol que los alumbra,
y la discreción que los admira, y la belleza que los incita y anima a mil
honrosas competencias. Ansí que, hermosa Galatea, en fe de la razón que
he dicho y de la que tengo de adorarte, te hago este ofrescimiento, el cual
te ha de obligar a que tu voluntad me descubras, para que yo no caiga en
error de ir contra ella en cosa alguna; pero, considerando que la bondad
y honestidad incomparable tuya te ha de mover a que correspondas antes al
querer de tu padre que al tuyo, no quiero, pastora, que me le declares,
sino tomar a mi cargo hacer lo que me pareciere, con presupuesto de mirar
por tu honra con el cuidado que tú mesma has mirado siempre por ella.
Iba Galatea a responder a Elicio y a agradecerle su buen deseo, mas estorbólo
la repentina llegada de los ocho rebozados pastores que Damón y Elicio habían
visto pasar poco antes hacia el aldea. Llegaron todos donde las pastoras
estaban, y, sin hablar palabra, los seis dellos, con increíble celeridad,
arremetieron a abrazarse con Damón y con Elicio, teniéndolos tan fuertemente
apretados que en ninguna manera pudieron desasirse. En este entretanto,
los otros dos, que era el uno el que a caballo venía, se fueron adonde Rosaura
estaba dando gritos por la fuerza que a Damón y a Elicio se les hacía; pero,
sin aprovecharle defensa alguna, uno de los pastores la tomó en brazos y
púsola sobre la yegua y en los del que en ella venía, el cual, quitándose
el rebozo, se volvió a los pastores y pastoras, diciendo:
No os maravilléis, buenos amigos, de la sinrazón que al parecer aquí
se os ha hecho, porque la fuerza de amor y la ingratitud de esta dama han
sido causa della; ruégoos me perdonéis, pues no está más en mi mano; y si
por estas partes llegare, como creo que presto llegará, el conoscido Grisaldo,
diréisle cómo Artandro se lleva a Rosaura, porque no pudo sufrir ser burlado
della; y que si el amor y esta injuria le movieren a querer vengarse, que
ya sabe que Aragón es mi patria y el lugar donde vivo.
Estaba Rosaura desmayada sobre el arzón de la silla, y los demás pastores
no querían dejar a Elicio ni a Damón, hasta que Artandro mandó que los dejasen,
los cuales, viéndose libres, con valeroso ánimo sacaron sus cuchillos y
arremetieron contra los siete pastores, los cuales todos juntos les pusieron
las azagayas que traían a los pechos, diciéndoles que se tuviesen, pues
veían cuán poco podían ganar en la empresa que tomaban.
Harto menos podrá ganar Artandro les respondió Elicio en
haber cometido tal traición.
No la llames traición respondió uno de los otros, porque
esta señora ha dado la palabra de ser esposa de Artandro, y agora, por cumplir
con la condición mudable de mujer, la ha negado y entregádose a Grisaldo,
que es agravio tan manifiesto, y tal, que no pudo ser disimulado de nuestro
amo Artandro. Por eso, sosegaos, pastores, y tenednos en mejor opinión que
hasta aquí, pues el servir a nuestro amo en tan justa ocasión nos disculpa.
Y, sin decir más, volvieron las espaldas, recelándose todavía de los malos
semblantes con que Elicio y Damón quedaron, los cuales estaban con tanto
enojo por no poder deshacer aquella fuerza, y por hallarse inhabilitados
de vengarse de lo que a ellos se les hacía, que ni sabían qué decirse ni
qué hacerse. Pero los estremos que Galatea y Florisa hacían, por ver llevar
de aquella manera a Rosaura, eran tales, que movieron a Elicio a poner su
vida en manifiesto peligro de perderla, porque, sacando su honda, y haciendo
Damón lo mesmo, a todo correr fue siguiendo a Artandro, y desde lejos, con
mucho ánimo y destreza, comenzaron a tirarles tantas piedras que les hicieron
detener y tornarse a poner en defensa. Pero, con todo esto, no dejara de
sucederles mal a los dos atrevidos pastores, si Artandro no mandara a los
suyos que se adelantaran y los dejaran, como lo hicieron, hasta entrarse
por un espeso montezuelo que a un lado del camino estaba, y con la defensa
de los árboles hacían poco efecto las hondas y piedras de los enojados pastores.
Y, con todo esto, los siguieran, si no vieran que Galatea y Florisa y las
otras dos pastoras a más andar hacia donde ellos estaban se venían, y por
esto se detuvieron, haciendo fuerza al enojo que los incitaba y a la deseada
venganza que pretendían; y, adelantándose a rescebir a Galatea, ella les
dijo:
Templad vuestra ira, gallardos pastores, pues a la ventaja de nuestros
enemigos no puede igualar vuestra diligencia, aunque ha sido tal, cual nos
la ha mostrado el valor de vuestros ánimos.
El ver el tuyo descontento, Galatea dijo Elicio, creí yo
que diera tales fuerzas al mío, que no se alabaran aquellos descomedidos
pastores de la que nos han hecho; pero en mi ventura cabe no tenerla en
cuanto deseo.
El amoroso que Artandro tiene dijo Galatea fue el que le
movió a tal descomedimiento; y así, conmigo en parte queda desculpado.
Y luego, punto por punto, les contó la historia de Rosaura, y cómo estaba
esperando a Grisaldo para rescebirle por esposo, lo cual podría haber llegado
a noticia de Artandro, y que la celosa rabia le hubiese movido a hacer lo
que habían visto.
Si así pasa como dices, discreta Galatea dijo Damón, del
descuido de Grisaldo, y atrevimiento de Artandro, y mudable condición de
Rosaura, temo que han de nascer algunas pesadumbres y diferencias.
Eso fuera respondió Galatea cuando Artandro residiera en
Castilla, pero si él se encierra en Aragón, que es su patria, quedarse ha
Grisaldo con sólo el deseo de vengarse.
¿No hay quien le pueda avisar deste agravio? dijo Elicio.
Sí respondió Florisa; que yo seguro que, antes que la noche
llegue, él tenga dél noticia.
Si eso así fuese respondió Damón, podría ser cobrar su prenda
antes que a Aragón llegasen; porque un pecho enamorado no suele ser perezoso.
No creo yo que lo será el de Grisaldo dijo Florisa; y, porque
no le falte tiempo y ocasión para mostrarlo, suplícote, Galatea, que al
aldea nos volvamos, porque yo quiero enviar a avisar a Grisaldo de su desdicha.
Hágase como lo mandas, amiga respondió Galatea, que yo te
daré un pastor que lleve la nueva.
Y con esto se querían despedir de Damón y de Elicio, si ellos no porfiaran
a querer ir con ellas; y ya que se encaminaban al aldea, a su mano derecha
sintieron la zampoña de Erastro, que luego de todos fue conoscida, el cual
venía en siguimiento de su amigo Elicio. Paráronse a escucharlo, y oyeron
que, con muestras de tierno dolor, esto venía cantando:
Erastro
Por ásperos caminos voy siguiendo
el fin dudoso de mi fantasía,
siempre en cerrada noche escura y fría
las fuerzas de la vida consumiendo.
Y, aunque morir me veo, no pretendo
salir un paso de la estrecha vía;
que en fe de la alta fe sin igual mía,
mayores miedos contrastar entiendo.
Mi fe es la luz que me señala el puerto
seguro a mi tormenta, y sola es ella
quien promete buen fin a mi viaje,
por más que el medio se me muestre incierto,
por más que el claro rayo de mi estrella
me encubra amor, y el cielo más me ultraje.
Con un profundo sospiro acabó el enamorado canto el lastimado pastor, y,
creyendo que ninguno le oía, soltó la voz a semejantes razones:
¡Amor, cuya poderosa fuerza, sin hacer ninguna a mi alma, fue parte
para que yo la tuviese de tener tan bien ocupados mis pensamientos! Ya que
tanto bien me heciste, no quieras mostrarte agora, haciéndome el mal en
que me amenazas, que es más mudable tu condición que la de la variable fortuna.
Mira, señor, cuán obediente he estado a tus leyes, cuán prompto a seguir
tus mandamientos, y cuán subjeta he tenido mi voluntad a la tuya. Págame
esta obediencia con hacer lo que a ti tanto importa que hagas: no permitas
que estas riberas nuestras queden desamparadas de aquella hermosura que
la ponía y la daba a sus frescas y menudas yerbas, a sus humildes plantas
y levantados árboles; no consientas, señor, que al claro Tajo se le quite
la prenda que le enriquece y por quien él tiene más fama que no por las
arenas de oro que en su seno cría; no quites a los pastores destos prados
la luz de sus ojos, la gloria de sus pensamientos y el honroso estímulo
que a mil honrosas y virtuosas empresas les incitaba. Considera bien que,
si desta a la ajena tierra consientes que Galatea sea llevada, que te despojas
del dominio que en estas riberas tienes, pues por Galatea sola le usas,
y si ella falta, ten por averiguado que no serás en todos estos prados conoscido,
que todos cuantos en ellos habitan te negarán la obediencia y no te acudirán
con el usado tributo. Advierte que lo que te suplico es tan conforme y llegado
a razón, que irías de todo en todo fuera della si no me lo concedieses.
Porque, ¿qué ley ordena, o qué razón consiente que la hermosura que nosotros
criamos, la discreción que en estas selvas y aldeas nuestras tuvo principio,
el donaire por particular don del cielo a nuestra patria concedido, agora
que esperábamos coger el honesto fruto de tantos bienes y riquezas, se haya
de llevar a estraños reinos, a ser poseído y tratado de ajenas y no conoscidas
manos? No, no quiera el cielo piadoso hacernos tan notable daño. ¡Oh verdes
prados, que con su vista os alegrábades! ¡Oh flores olorosas, que de sus
pies tocadas, de mayor fragancia érades llenas! ¡Oh plantas, oh árboles
desta deleitosa selva!, haced todos, en la mejor forma que pudiéredes, aunque
a vuestra naturaleza no se conceda, algún género de sentimiento que mueva
al cielo a concederme lo que le suplico!
Decía esto derramando tantas lágrimas el enamorado pastor, que no pudo Galatea
disimular las suyas, ni menos ninguno de los que con ella iban, haciendo
todos un tan notable sentimiento, como si lloraran en las obsequias de su
muerte. Llegó a este punto a ellos Erastro, a quien rescibieron con agradable
comedimiento, el cual, como vio a Galatea con señales de haberle acompañado
en las lágrimas, sin apartar los ojos della, la estuvo atento mirando por
un rato, al cabo del cual dijo:
Agora acabo de conoscer, Galatea, que ninguno de los humanos se escapa
de los golpes de la variable fortuna, pues tú, de quien yo entendía que,
por particular privilegio, habías de estar esenta dellos, veo que con mayor
ímpetu te acometen y fatigan, de donde averiguo que ha querido el cielo
con un solo golpe lastimar a todos los que te conoscen y a todos los que
del valor tuyo tienen alguna noticia; pero, con todo eso, tengo esperanza
que no se ha de estender tanto su rigor que lleve adelante la comenzada
desgracia, viniendo tan en perjuicio de tu contento.
Antes, por esa mesma razón respondió Galatea estoy yo menos
segura de mi desdicha, pues jamás la tuve en lo que desease; mas, porque
no está bien a la honestidad de que me precio que tan a la clara descubra
cuán por los cabellos me lleva tras sí la obediencia que a mis padres debo,
ruégote, Erastro, que no me des ocasión de renovar mi sentimiento, ni de
ti ni de otro alguno se trate cosa que antes de tiempo despierte en mí la
memoria del disgusto que temo. Y con esto asimesmo os ruego, pastores, me
dejéis adelantar a la aldea, porque, siendo avisado Grisaldo, le quede tiempo
para satisfacerse del agravio que Artandro le ha hecho.
Ignorante estaba Erastro del suceso de Artandro, pero la pastora Florisa,
en breves razones, se lo contó todo; de que se maravilló Erastro, estimando
que no debía de ser poco el valor de Artandro, pues a tan dificultosa empresa
se había puesto. Querían ya los pastores hacer lo que Galatea les mandaba,
si en aquella sazón no descubrieran toda la compañía de caballeros, pastores
y damas que la noche antes en la ermita de Silerio se quedaron, los cuales,
en señal de grandísimo contento, a la aldea se venían, trayendo consigo
a Silerio con diferente traje y gusto que hasta allí había tenido, porque
ya había dejado el de ermitaño, mudándole en el de alegre desposado, como
ya lo era de la hermosa Blanca, con igual contento y satisfación de entrambos
y de sus buenos amigos Timbrio y Nísida, que se lo persuadieron, dando con
aquel casamiento fin a todas sus miserias, y quietud y reposo a los pensamientos
que por Nísida le fatigaban. Y así, con el regocijo que tal suceso les causaba,
venían todos dando muestras dél con agradable música y discretas y amorosas
canciones, de las cuales cesaron cuando vieron a Galatea y a los demás que
con ella estaban, rescibiéndose unos a otros con mucho placer y comedimiento,
dándole Galatea a Silerio el parabién de su suceso, y a la hermosa Blanca
el de su desposorio; y lo mesmo hicieron los pastores Damón, Elicio y Erastro,
que en estremo a Silerio estaban aficionados. Luego que cesaron entre ellos
los parabienes y cortesías, acordaron de proseguir su camino al aldea; y
para entretenerle, rogó Tirsi a Timbrio que acabase el soneto que había
comenzado a decir cuando de Silerio fue conoscido; y, no escusándose Timbrio
de hacerlo, al son de la flauta del celoso Orfinio, con estremada y suave
voz, le cantó y acabó; que era éste:
Timbrio
Tan bien fundada tengo la esperanza,
que, aunque más sople riguroso viento,
no podrá desdecir de su cimiento:
tal fe, tal fuerza y tal valor alcanza.
Tan lejos voy de consentir mudanza
en mi firme amoroso pensamiento,
cuan cerca de acabar en mi tormento
antes la vida que la confianza.
Que si al contraste del amor vacila
el pecho enamorado, no meresce
del mesmo amor la dulce paz tranquila.
Por esto el mío, que su fe engrandece,
rabie Caribdis o amenace Cila,
al mar se arroja y al amor se ofresce.
Pareció bien el soneto de Timbrio a los pastores, y no menos la gracia con
que cantado le había, y fue de manera que le rogaron que otra alguna cosa
dijese; mas escusóse con decir a su amigo Silerio respondiese por él en
aquella causa, como lo había hecho siempre en otras más peligrosas. No pudo
Silerio dejar de hacer lo que su amigo le mandaba; y así, con el gusto de
verse en tan felice estado, al son de la mesma flauta de Orfinio, cantó
lo que se sigue:
Silerio
Gracias al cielo doy, pues he escapado
de los peligros deste mar incierto,
y al recogido favorable puerto,
tan sin saber por dónde, he ya llegado.
Recójanse las velas del cuidado,
repárese el navío pobre abierto,
cumpla los votos quien con rostro muerto
hizo promesas en el mar airado.
Beso la tierra, reverencio al cielo,
mi suerte abrazo mejorada y buena,
llamo dichoso a mi fatal destino,
y a la nueva sin par blanda cadena,
con nuevo intento y amoroso celo,
el lastimado cuello alegre inclino.
Acabó Silerio y rogó a Nísida fuese servida de alegrar aquellos campos con
su canto, la cual, mirando a su querido Timbrio, con los ojos le pidió licencia
para cumplir lo que Silerio le pedía; y, dándosela él ansimesmo con la vista,
ella, sin más esperar, con mucho donaire y gracia, cesando el son de la
flauta de Orfinio, al de la zampoña de Orompo, cantó este soneto:
Nísida
Voy contra la opinión de aquel que jura
que jamás del amor llegó el contento
a do llega el rigor de su tormento,
por más que al bien ayude la ventura.
Yo sé qué es bien, yo sé qué es desventura,
y sé de sus efectos claro, y siento
que cuanto más destruye el pensamiento
el mal de amor, el bien más lo asegura.
No el verme en brazos de la amarga muerte,
por la mal referida triste nueva,
ni a los cosarios bárbaros rendida,
fue dura pena, fue dolor tan fuerte,
que agora no conozca y haga prueba
que es más el gusto de mi alegre vida.
Admiradas quedaron Galatea y Florisa de la estremada voz de la hermosa Nísida,
la cual, por parecerle que por entonces en cantar Timbrio y los de su parte
habían tomado la mano, no quiso que su hermana quedase sin hacerlo; y así,
sin importunarle mucho, con no menos gracia que Nísida, haciendo señal a
Orfinio que su flauta tocase, al son della, cantó desta manera:
Blanca
Cual si estuviera en la arenosa Libia,
o en la apartada Citia siempre helada,
tal vez del frío temor me vi asaltada,
y tal del fuego que jamás se entibia.
Mas la esperanza, que el dolor alivia,
en uno y otro estremo, disfrazada
tuvo la vida en su poder guardada,
cuándo con fuerzas, cuándo flaca y tibia.
Pasó la furia del invierno helado,
y, aunque el fuego de amor quedó en su punto,
llegó la deseada primavera,
donde, en un solo venturoso punto,
gozo del dulce fruto deseado,
con largas pruebas de una fe sincera.
No menos contentó a los pastores la voz y lo que cantó Blanca, que todas
las demás que habían oído. Y, ya que ellos querían dar muestras de que no
toda la habilidad se encerraba en los cortesanos caballeros, y para esto,
casi de un mesmo pensamiento movidos, Orompo, Crisio, Orfinio y Marsilo
comenzaban a templar sus instrumentos, les forzó a volver las cabezas un
ruido que a sus espaldas sintieron, el cual causaba un pastor que con furia
iba atravesando por las matas del verde bosque, el cual fue de todos conoscido,
que era el enamorado Lauso, de que se maravilló Tirsi, porque la noche antes
se había despedido dél, diciendo que iba a un negocio que importaba el acabarle
acabar su pesar y comenzar su gusto, y que, sin decirle más, con otro pastor
su amigo se había partido, y que no sabía qué podía haberle sucedido agora,
que con tanta priesa caminaba. Lo que Tirsi dijo movió a Damón a querer
llamar a Lauso, y así, le dio voces que viniese; mas, viendo que no las
oía y que ya a más andar iba traspuniendo un recuesto, con toda ligereza
se adelantó, y desde encima de otro collado le tornó a llamar con mayores
voces, las cuales oídas por Lauso, y conosciendo quién le llamaba, no pudo
dejar de volver, y, en llegando a Damón, le abrazó con señales de estraño
contento, y tanto, que admiraron a Damón las muestras que de estar alegre
daba; y así, le dijo:
¿Qué es esto, amigo Lauso? ¿Has, por ventura, alcanzado el fin de tus
deseos, o hante desde ayer acá correspondido a ellos de manera que halles
con facilidad lo que pretendes?
Mucho mayor es el bien que traigo, Damón, verdadero amigo respondió
Lauso, pues la causa que a otros suele ser desesperación y muerte,
a mí me ha servido de esperanza y vida; y ésta ha sido de un desdén y desengaño,
acompañado de un melindroso donaire que en mi pastora he visto, que me ha
restituido a mi ser primero. Ya, ya, pastor, no siente mi trabajado cuello
el pesado yugo amoroso, ya se han deshecho en mi sentido las encumbradas
máquinas de pensamientos que desvanecido me traían, ya tornaré a la perdida
conversación de mis amigos, ya me parescerán lo que son las verdes yerbas
y olorosas flores destos apacibles campos, ya tendrán treguas mis sospiros,
vado mis lágrimas y quietud mis desasosiegos; porque consideres, Damón,
si es causa ésta bastante para mostrarme alegre y regocijado.
Sí es, Lauso respondió Damón, pero temo que alegría tan repentinamente
nascida no ha de ser duradera, y tengo ya experiencia que todas las libertades
que de desdenes son engendradas se deshacen como el humo, y torna luego
la enamorada intención con mayor priesa a seguir sus intentos. Así que,
amigo Lauso, plega al cielo que sea más firme tu contento de lo que yo imagino,
y goces largos tiempos la libertad que pregonas; que no sólo me holgaría
por lo que debo a nuestra amistad, sino por ver un no acostumbrado milagro
en los deseos amorosos.
Comoquiera que sea, Damón respondió Lauso, yo me siento agora
libre y señor de mi voluntad; y, porque se satisfaga la tuya de ser verdad
lo que digo, mira qué quieres que haga en prueba dello. ¿Quieres que me
ausente? ¿Quieres que no visite más las cabañas donde imaginas que puede
estar la causa de mis pasadas penas y presentes alegrías? Cualquiera cosa
haré por satisfacerte.
La importancia está en que tú, Lauso, estés satisfecho respondió
Damón; y veré yo que lo estás cuando de aquí a seis días te vea en
ese mesmo propósito. Y por agora no quiero otra cosa de ti sino que dejes
el camino que llevabas y te vengas conmigo adonde todos aquellos pastores
y damas nos esperan, y que la alegría que traes la solemnices con entretenernos
con tu canto mientras que al aldea llegamos.
Fue contento Lauso de hacer lo que Damón le mandaba, y así, volvió con él
a tiempo que Tirsi estaba haciendo señas a Damón que se volviese; y, en
llegando que él y Lauso llegaron, sin gastar palabras de comedimiento, Lauso
dijo:
No vengo, señores, para menos que para fiestas y contentos; por eso,
si le rescibiréis de escucharme, suene Marsilo su zampoña, y aparejaos a
oír lo que jamás pensé que mi lengua tuviera ocasión de decirlo, ni aun
mi pensamiento para imaginarlo.
Todos los pastores respondieron a una que les sería de gran gusto el oírle.
Y luego Marsilo, con el deseo que tenía de escucharle, tocó su zampoña,
al son de la cual Lauso comenzó a cantar desta manera:
Lauso
¡Con las rodillas en el suelo hincadas,
las manos en humilde modo puestas
y el corazón de un justo celo lleno,
te adoro, desdén sancto, en quien cifradas
están las causas de las dulces fiestas
que gozo en tiempo sosegado y bueno!
¡Tú del rigor del áspero veneno
que el mal de amor encierra
fuiste la cierta y presta medicina;
tú mi total ruïna
volviste en bien, en sana paz mi guerra,
y así como a mi rico almo tesoro,
no una vez sola, mas cien mil te adoro!
Por ti la luz de mis cansados ojos,
tanto tiempo turbada, y aun perdida,
al ser primero ha vuelto que tenía;
por ti torno a gozar de los despojos
que de mi voluntad y de mi vida
llevó de amor la antigua tiranía;
por ti la noche de mi error en día
de sereno discurso
se ha vuelto, y la razón, que antes estaba
en posesión de esclava,
con sosegado y advertido curso,
siendo agora señora, me conduce
do el bien eterno más se muestra y luce.
Mostrásteme, desdén, cuán engañosas,
cuán falsas y fingidas habían sido
las señales de amor que me mostraban,
y que aquellas palabras amorosas,
que tanto regalaban el oído
y al alma de sí mesma enajenaban,
en falsedad y en burla se forjaban,
y el regalado y tierno
mirar de aquellos ojos sólo era
porque mi primavera
se convirtiese en desabrido invierno,
cuando llegase el claro desengaño;
mas tú, dulce desdén, curaste el daño.
¡Desdén, que sueles ser espuela aguda
que hace caminar al pensamiento
tras la amorosa deseada empresa!
En mí tu efecto y condición se muda,
que yo por ti me aparto del intento
tras quien corría con no vista priesa,
y, aunque contino el fiero amor no cesa,
mal de mí satisfecho,
tender de nuevo el lazo por cogerme,
y por más ofenderme,
encarar mil saetas a mi pecho,
tú, desdén, solo, sólo tú bien puedes
romper sus flechas y rasgar sus redes.
No era mi amor tan flaco, aunque sencillo,
que pudiera un desdén echarle a tierra;
cien mil han sido menester primero:
que fue, cual suele, sin poder sufrillo,
venir al suelo el pino que le atierra,
en virtud de otros golpes, el postrero.
Grave desdén, de parecer severo,
en desamor fundado
y en poca estimación de ajena suerte:
dulce me ha sido el verte,
el oírte y tocarte, y que gustado
haya sido del alma en coyuntura
que derribas y acabas mi locura.
Derribas mi locura y das la mano
al ingenio, desdén, que se levante
y sacuda de sí el pesado sueño,
para que con mejor intento sano,
nuevas grandezas, nuevos loores cante
de otro, si le halla, agradescido dueño.
Tú has quitado las fuerzas al beleño
con que el amor ingrato
adormecía a mi virtud doliente,
y con la tuya ardiente,
soy reducido a nueva vida y trato:
que ahora entiendo que yo soy quien puedo
temer con tasa, y esperar sin miedo.
No cantó más Lauso, aunque bastó lo que cantado había para poner admiración
en los presentes; que, como todos sabían que el día antes estaba tan enamorado
y tan contento de estarlo, maravillábales verle en tan pequeño espacio de
tiempo tan mudado y tan otro del que solía. Y, considerando bien esto, su
amigo Tirsi le dijo:
No sé si te dé el parabién, amigo Lauso, del bien en tan breves horas
alcanzado, porque temo que no debe de ser tan firme y seguro como tú imaginas;
pero todavía me huelgo de que goces, aunque sea pequeño espacio, del gusto
que acarrea al alma la libertad alcanzada, pues podría ser que, conosciendo
agora en lo que se debe estimar, aunque tornases de nuevo a las rotas cadenas
y lazos, hicieses más fuerza para romperlos, atraído de la dulzura y regalo
que goza un libre entendimiento y una voluntad desapasionada.
No tengas temor alguno, discreto Tirsi respondió Lauso, que
ninguna otra nueva asechanza sea bastante a que yo torne a poner los pies
en el cepo amoroso, ni me tengas por tan liviano y antojadizo que no me
haya costado ponerme en el estado en que estoy infinitas consideraciones,
mil averiguadas sospechas y mil cumplidas promesas hechas al cielo porque
a la perdida luz me tornase; y, pues en ella veo agora cuán poco antes veía,
yo procuraré conservarla en el mejor modo que pudiere.
Ninguno otro será tan bueno dijo Tirsi como no volver a mirar
lo que atrás dejas, porque perderás, si vuelves, la libertad que tanto te
ha costado, y quedarás cual quedó aquel incauto amante, con nuevas ocasiones
de perpetuo llanto. Y ten por cierto, Lauso amigo, que no hay tan enamorado
pecho en el mundo, a quien los desdenes y arrogancias escusadas no entibien
y aun le hagan retirar de sus mal colocados pensamientos; y háceme creer
más esta verdad, saber yo quién es Silena, aunque tú jamás no me lo has
dicho, y saber ansimesmo la mudable condición suya, sus acelerados ímpetus
y la llaneza, por no darle otro nombre, de sus deseos; cosas que, a no templarlas
y disfrazarlas con la sin igual hermosura de que el cielo la ha dotado,
fuera por ellas de todo el mundo aborrescida.
Verdad dices, Tirsi respondió Lauso, porque, sin duda alguna,
la singular belleza suya y las aparencias de la incomparable honestidad
de que se arrea, son partes para que no sólo sea querida, sino adorada de
todos cuantos la miraren; y así, no debe maravillarse alguno que la libre
voluntad mía se haya rendido a tan fuertes y poderosos contrarios: sólo
es justo que se maraville de cómo me he podido escapar dellos, que, puesto
que salgo de sus manos tan maltratado, estragada la voluntad, turbado el
entendimiento, descaecida la memoria, todavía me parece que puedo triunfar
de la batalla.
No pasaron más adelante en su plática los dos pastores, porque a este punto
vieron que, por el mesmo camino que ellos iban, venía una hermosa pastora,
y poco desviado della un pastor, que luego fue conoscido que era el anciano
Arsindo, y la pastora era la hermana de Galercio, Maurisa; la cual, como
fue conoscida de Galatea y de Florisa, entendieron que con algún recaudo
de Grisaldo para Rosaura venía; y, adelantándose las dos a rescebirla, Maurisa
llegó a abrazar a Galatea, y el anciano Arsindo saludó a todos los pastores
y abrazó a su amigo Lauso, el cual estaba con grande deseo de saber lo que
Arsindo había hecho después que le dijeron que en seguimiento de Maurisa
se había partido; y, viéndole agora volver con ella, luego comenzó a perder
con él y con todos el crédito que sus blancas canas le habían adquirido;
y aun le acabara de perder, si los que allí venían no supieran tan de experiencia
adónde y a cuánto la fuerza del amor se estendía; y así, en los mesmos que
le culpaban halló la disculpa de su yerro. Y paresce que, adivinando Arsindo
lo que los pastores dél adivinaban, como en satisfación y disculpa de su
cuidado, les dijo:
Oíd, pastores, uno de los más estraños sucesos amorosos que por largos
años en estas nuestra riberas ni en las ajenas se habrá visto. Bien creo
que conoscéis y conoscemos todos al nombrado pastor Lenio, aquel cuya desamorada
condición le adquirió renombre de desamorado; aquel que no ha muchos días
que, por sólo decir mal de amor, osó tomar competencia con el famoso Tirsi,
que está presente; aquel, digo, que jamás supo mover la lengua que para
decir mal de amor no fuese; aquel que con tantas veras reprehendía a los
que de la amorosa dolencia veía lastimados. Éste, pues, tan declarado enemigo
del amor, ha venido a término que tengo por cierto que no tiene el amor
quien con más veras le siga, ni aun él tiene vasallo a quien más persiga,
porque le ha hecho enamorar de la desamorada Gelasia, aquella cruel pastora
que al hermano désta señalando a Maurisa, que tanto en la condición
se le parece, tuvo el otro día, como vistes, con el cordel a la garganta,
para fenecer a manos de su crueldad sus cortos y mal logrados días. Digo,
en fin, pastores, que Lenio el desamorado muere por la endurescida Gelasia,
y por ella llena el aire de sospiros y la tierra de lágrimas; y lo que hay
más malo en esto es que me parece que el amor ha querido vengarse del rebelde
corazón de Lenio, rindiéndole a la más dura y esquiva pastora que se ha
visto, y conosciéndolo él, procura agora en cuanto dice y hace reconciliarse
con el amor, y por los mesmos términos que antes le vituperaba, ahora le
ensalza y honra; y, con todo esto, ni el amor se mueve a favorescerle, ni
Gelasia se inclina a remediarle, como lo he visto por los ojos, pues no
ha muchas horas que, viniendo yo en compañía desta pastora, le hallamos
en la fuente de las Pizarras, tendido en el suelo, cubierto el rostro de
un sudor frío y anhelando el pecho con una estraña priesa. Lleguéme a él
y conocíle, y con el agua de la fuente le rocié el rostro, con que cobró
los perdidos espíritus; y, sentándome junto a él, le pregunté la causa de
su dolor, la cual él me dijo sin faltar punto, contándomela con tan tierno
sentimiento que le puso en esta pastora, en quien creo que jamás cupo señal
de compasión alguna. Encarecióme la crueldad de Gelasia y el amor que la
tenía, y la sospecha que en él reinaba de que el amor le había traído a
tal estado por vengarse en un solo punto de las muchas ofensas que le había
hecho. Consoléle yo lo mejor que supe, y, dejándole libre del pasado parasismo,
[vengo] acompañando a esta pastora, y a buscarte a ti, Lauso, para que si
fueres servido, volvamos a nuestras cabañas, pues ha ya diez días que dellas
nos partimos, y podrá ser que nuestros ganados sientan el ausencia nuestra
más que nosotros la suya.
No sé si te responda, Arsindo respondió Lauso, que creo que
más por cumplimiento que por otra cosa me convidas a que a nuestras cabañas
nos volvamos, teniendo tanto que hacer en las ajenas, cuanto la ausencia
que de mí has hecho estos días lo ha mostrado. Pero, dejando lo más que
en esto te pudiera decir para mejor sazón y coyuntura, tórname a decir si
es verdad lo que de Lenio dices, porque, si así es, podré yo afirmar que
ha hecho amor en estos días de los mayores milagros que en todos los de
su vida ha hecho, como son rendir y avasallar el duro corazón de Lenio y
poner en libertad el tan subjeto mío.
Mira lo que dices dijo entonces Orompo, amigo Lauso, que
si el amor te tenía subjeto, como hasta aquí has significado, ¿cómo el mesmo
amor ahora te ha puesto en la libertad que publicas?
Si me quieres entender, Orompo replicó Lauso, verás que en
nada me contradigo, porque digo, o quiero decir, que el amor que reinaba
y reina en el pecho de aquella a quien yo tan en estremo quería, como se
encamina a diferente intento que el mío, puesto que todo es amor, el efecto
que en mí ha hecho es ponerme en libertad, y a Lenio en servidumbre; y no
me hagas, Orompo, que cuente con éstos otros milagros.
Y, diciendo esto, volvió los ojos a mirar al anciano Arsindo, y con ellos
dijo lo que con la lengua callaba, porque todos entendieron que el tercero
milagro que pudiera contar fuera ver enamoradas las canas de Arsindo de
los pocos y verdes años de Maurisa, la cual todo este tiempo estuvo hablando
aparte con Galatea y Florisa, diciéndoles cómo otro día sería Grisaldo en
el aldea en hábito de pastor, y que allí pensaba desposarse con Rosaura
en secreto, porque en público no podía, a causa que los parientes de Leopersia,
con quien su padre tenía concertado de casarle, habían sabido que Grisaldo
quería faltar en la prometida palabra, y en ninguna manera querían que tal
agravio se les hiciese; pero que, con todo esto, estaba Grisaldo determinado
de corresponder antes a lo que a Rosaura debía, que no a la obligación en
que a su padre estaba.
Todo esto que os he dicho, pastoras prosiguió Maurisa, mi
hermano Galercio me dijo que os lo dijese, el cual a vosotras con este recaudo
venía; pero la cruel Gelasia, cuya hermosura lleva siempre tras sí el alma
de mi desdichado hermano, fue la causa que él no pudiese venir a deciros
lo que he dicho, pues, por seguir a ella, dejó de seguir el camino que traía,
fiándose de mí como de hermana. Ya habéis entendido, pastoras, a lo que
vengo; decidme dó está Rosaura, para decírselo, o decídselo vosotras, porque
la angustia en que mi hermano queda puesto no consiente que un punto más
aquí me detenga.
En tanto que la pastora esto decía, estaba Galatea considerando la amarga
respuesta que pensaba darle, y las tristes nuevas que habían de llegar a
los oídos del desdichado Grisaldo; pero, viendo que no escusaba de darlas
y que era peor detenerla, luego le contó todo lo que a Rosaura había sucedido,
y cómo Artandro la llevaba, de que quedó maravillada Maurisa; y al instante
quisiera dar la vuelta a avisar a Grisaldo, si Galatea no la detuviera,
preguntándole qué se habían hecho las dos pastoras que con ella y con Galercio
se habían ido, a lo que respondió Maurisa:
Cosas te pudiera contar dellas, Galatea, que te pusieran en mayor admiración
que no en la en que a mí me ha puesto el suceso de Rosaura, pero el tiempo
no me da lugar a ello; sólo te digo que, la que se llamaba Leonarda se ha
desposado con mi hermano Artidoro por el más sotil engaño que jamás se ha
visto, y Teolinda, la otra, está en término de acabar la vida o de perder
el juicio, y sólo la entretiene la vista de Galercio, que, como se parece
tanto a la de mi hermano Artidoro, no se aparta un punto de su compañía,
cosa que es a Galercio tan pesada y enojosa, cuanto le es dulce y agradable
la compañía de la cruel Gelasia. El modo como esto pasó te contaré más despacio,
cuando otra vez nos veamos, porque no será razón que por mi tardanza se
impida el remedio que Grisaldo puede tener en su desgracia, usando en remediarla
la diligencia posible, porque si no ha más que esta mañana que Artandro
robó a Rosaura, no se podrá haber alejado tanto destas riberas que quite
la esperanza a Grisaldo de cobrarla, y más si yo aguijo los pies, como pienso.
Parecióle bien a Galatea lo que Maurisa decía; y así, no quiso más detenerla;
sólo le rogó que fuese servida de tornarla a ver lo más presto que pudiese,
para contarle el suceso de Teolinda y lo que haría en el hecho de Rosaura.
La pastora se lo prometió, y, sin más detenerse, despidiéndose de los que
allí estaban, se volvió a su aldea, dejando a todos satisfechos de su donaire
y hermosura; pero quien más sintió su partida fue el anciano Arsindo, el
cual, por no dar claras muestras de su deseo, se hubo de quedar tan solo
sin Maurisa, cuanto acompañado de sus pensamientos. Quedaron también las
pastoras suspensas de lo que de Teolinda habían oído, y en estremo deseaban
saber su suceso. Y, estando en esto, oyeron el claro son de una bocina que
a su diestra mano sonaba, y, volviendo los ojos a aquella parte, vieron
encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores, que en medio
tenían un antiguo sacerdote, que luego conoscieron ser el anciano Telesio;
y, habiendo uno de los pastores tocado otra vez la bocina, todos tres se
bajaron del recuesto y se encaminaron hacia otro que allí junto estaba,
donde subidos, de nuevo tornaron a tocarla, a cuyo son de diferentes partes
se comenzaron a mover muchos pastores, para venir a ver lo que Telesio quería,
porque con aquella señal solía él convocar todos los pastores de aquella
ribera cuando quería hacerles algún provechoso razonamiento, o decirles
la muerte de algún conoscido pastor de aquellos contornos, o para traerles
a la memoria el día de alguna solemne fiesta o el de algunas tristes obsequias.
Tiniendo, pues, Aurelio, y casi los más pastores que allí venían, conoscida
la costumbre y condición de Telesio, todos se fueron acercando adonde él
estaba, y cuando llegaron, ya se habían juntado. Pero, como Telesio vio
venir tantas gentes y conosció cuán principales todos eran, bajando de la
cuesta, los fue a rescebir con mucho amor y cortesía, y con la mesma fue
de todos rescibido, y, llegándose Aurelio a Telesio, le dijo:
Cuéntanos, si fueres servido, honrado y venerable Telesio, qué nueva
causa te mueve a querer juntar los pastores destos prados. ¿Es, por ventura,
de alegres fiestas o de tristes y fúnebres sucesos? ¿O quiéresnos mostrar
alguna cosa pertenesciente al mejoramiento de nuestras vidas? Dinos, Telesio,
lo que tu voluntad ordena, pues sabes que no saldrán las nuestras de todo
aquello que la tuya quisiere.
Págueos el cielo, pastores respondió Telesio, la sinceridad
de vuestras intenciones, pues tanto se conforman con la de aquel que sólo
vuestro bien y provecho pretende. Mas, por satisfacer el deseo que tenéis
de saber lo que quiero, quiéroos traer a la memoria la que debéis tener
perpetuamente del valor y fama del famoso y aventajado pastor Meliso, cuyas
dolorosas obsequias se renuevan y se irán renovando de año en año tal día
como mañana, en tanto que en nuestras riberas hubiere pastores y en nuestras
almas no faltare el conoscimiento de lo que se debe a la bondad y valor
de Meliso. A lo menos, de mí os sé decir que, en tanto que la vida me durare,
no dejaré de acordaros a su tiempo la obligación en que os tiene puestos
la habilidad, cortesía y virtud del sin par Meliso; y así, agora os la acuerdo,
y os advierto que mañana es el día en que se ha de renovar el desdichado,
donde tanto bien perdimos, como fue perder la agradable presencia del prudente
pastor Meliso. Por lo que a la bondad suya debéis, y por lo que a la intención
que tengo de serviros estáis obligados, os ruego, pastores, que mañana,
al romper del día, os halléis todos en el Valle de los Cipreses, donde está
el sepulcro de las honradas cenizas de Meliso, para que allí, con tristes
cantos y piadosos sacrificios, procuremos alegerar la pena, si alguna padece,
a aquella venturosa alma, que en tanta soledad nos ha dejado.
Y, diciendo esto, con el tierno sentimiento que la memoria de la muerte
de Meliso le causaba, sus venerables ojos se llenaron de lágrimas, acompañándole
en ellas casi los más de los circunstantes; los cuales, todos de una mesma
conformidad, se ofrecieron de acudir otro día adonde Telesio les mandaba,
y lo mesmo hicieron Timbrio y Silerio, Nísida y Blanca, por parecerles que
no sería bien dejar de hallarse en ocasión tan piadosa y en junta de tan
célebres pastores como allí imaginaron que se juntarían. Con esto se despidieron
de Telesio y tornaron a seguir el comenzado camino de la aldea; mas no se
habían apartado mucho de aquel lugar, cuando vieron venir hacia ellos al
desamorado Lenio, con semblante tan triste y pensativo que puso admiración
en todos; y tan transportado en sus imaginaciones venía, que pasó lado con
lado de los pastores, sin que los viese; antes, torciendo el camino a la
izquierda mano, no hubo andado muchos pasos, cuando se arrojó al pie de
un verde sauce, y, dando un recio y profundo sospiro, levantó la mano, y,
puniéndola por el collar del pellico, tiró tan recio que le hizo pedazos
hasta abajo, y luego se quitó el zurrón del lado, y, sacando dél un pulido
rabel, con grande atención y sosiego se le puso a templar, y, a cabo de
poco espacio, con lastimada y concertada voz, comenzó a cantar, de manera
que forzó a todos los que le habían visto a que se parasen a escucharle
hasta el fin de su canto, que fue éste:
Lenio
¡Dulce amor, ya me arrepiento
de mis pasadas porfías;
ya de hoy más confieso y siento
que fue sobre burlerías
levantado su cimiento;
ya el rebelde cuello erguido
humilde pongo y rendido
al yugo de tu obediencia;
ya conozco la potencia
de tu valor estendido!
Sé que puedes cuanto quieres,
y que quieres lo imposible;
sé que muestras bien quién eres
en tu condición terrible,
en tus penas y placeres;
y sé, en fin, que yo soy quien
tuvo siempre a mal tu bien,
tu engaño por desengaño,
tus certezas por engaño,
por caricias tu desdén.
Estas cosas, bien sabidas,
han agora descubierto
en mis entrañas rendidas
que tú solo eres el puerto
do descansan nuestras vidas;
tú la implacable tormenta
que al alma más atormenta
vuelves en serena calma;
tú eres gusto y luz del alma,
y manjar que la sustenta.
Pues esto juzgo y confieso,
aunque tarde vengo en ello,
tiempla tu rigor y exceso,
amor, y del flaco cuello
aligera un poco el peso.
Al ya rendido enemigo,
no se ha de dar el castigo
como a aquél que se defiende;
cuanto más, que aquí se ofende
quien ya quiere ser tu amigo.
Salgo de la pertinacia
do me tuvo mi malicia
y el estar en tu desgracia,
y apelo de tu justicia
ante el rostro de tu gracia;
que si a mi poco valor
no le quilata en favor
de tu gracia conoscida,
presto dejaré la vida
en las manos del dolor.
Las de Gelasia me han puesto
en tan estraña agonía,
que si más porfía en esto,
mi dolor y su porfía
sé que acabarán bien presto.
¡Oh dura Gelasia, esquiva,
zahareña, dura, altiva!,
¿por qué gustas, di, pastora,
que el corazón que te adora
en tantos tormentos viva?
Poco fue lo que cantó Lenio, pero lo que lloró fue tanto que allí quedara
deshecho en lágrimas, si los pastores no acudieran a consolarle. Mas, como
él los vio venir, y conosció entre ellos a Tirsi, sin más detenerse, se
levantó y fue a arrojar a sus pies, abrazándole estrechamente las rodillas;
y, sin dejar las lágrimas, le dijo:
Ahora puedes, famoso pastor, tomar justa venganza del atrevimiento
que tuve de competir contigo, defendiendo la injusta causa que mi ignorancia
me proponía. Ahora digo que puedes levantar el brazo y con algún agudo cuchillo
traspasar este corazón, donde cupo tan notoria simpleza como era no tener
al amor por universal señor del mundo. Pero de una cosa te quiero advertir:
que si quieres tomar al justo la venganza de mi yerro, que me dejes con
la vida que sostengo, que es tal, que no hay muerte que se le compare.
Había ya Tirsi levantado del suelo al lastimado Lenio, y, teniéndole abrazado,
con discretas y amorosas palabras procuraba consolarle, diciéndole:
La mayor culpa que hay en las culpas, Lenio amigo, es el estar pertinaces
en ellas, porque es de condición de demonios el nunca arrepentirse de los
yerros cometidos, y, asimesmo, una de las principales causas que mueve y
fuerza a perdonar las ofensas es ver el ofendido arrepentimiento en el que
ofende; y más cuando está el perdonar en manos de quien no hace nada en
hacerlo, pues su noble condición le tira y compele a que lo haga, quedando
más rico y satisfecho con el perdón que con la venganza, como se ve esto
a cada paso en los grandes señores y reyes, que más gloria granjean en perdonar
las injurias que en vengarlas. Y, pues tú, Lenio, confiesas el error en
que has estado, y conosces agora las poderosas fuerzas del amor, y entiendes
dél que es señor universal de nuestros corazones, por este nuevo conoscimiento,
y por el arrepentimiento que tienes, puedes estar confiado y vivir seguro
que el generoso y blando amor te reducirá presto a sosegada y amorosa vida;
que si ahora te castiga con darte la penosa que tienes, hácelo porque le
conozcas y porque después tengas y estimes en más la alegre que sin duda
piensa darte.
A estas razones añadieron otras muchas Elicio y los demás pastores que allí
estaban, con las cuales pareció que quedó Lenio algo más consolado. Y luego
les contó cómo moría por la cruel pastora Gelasia, exagerándoles la esquiva
y desamorada condición suya, y cuán libre y esenta estaba de pensar en ningún
efecto amoroso, encareciéndoles también el insufrible tormento que por ella
el gentil pastor Galercio padecía; de quien ella hacía tan poco caso, que
mil veces le había puesto en términos de desesperarse. Mas, después que
por un rato en estas cosas hubieron razonado, tornaron a seguir su camino,
llevando consigo a Lenio; y, sin sucederles otra cosa, llegaron al aldea,
llevándose consigo Elicio a Tirsi, Damón, Erastro, Lauso y Arsindo. Con
Daranio se fueron Crisio, Orfinio, Marsilo y Orompo. Florisa y las otras
pastoras se fueron con Galatea y con su padre, Aurelio, quedando primero
concertado que otro día, al salir del alba, se juntasen para ir al valle
de los Cipreses, como Telesio les había mandado, para celebrar las obsequias
de Meliso, en las cuales, como ya está dicho, quisieron hallarse Timbrio,
Silerio, Nísida y Blanca, que con el venerable Aurelio aquella noche se
fueron.
Fin del libro quinto