imprimir

TEXTOS ELECTRÓNICOS / ELECTRONIC TEXTS

OBRAS COMPLETAS de Miguel de Cervantes.Ediciones publicadas por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas CENTRO DE ESTUDIOS CERVANTINOS. 1993-1995

Persiles y Sigismunda / Libro IV

LIBRO CUARTO
DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL



Capítulo primero del cuarto libro



Disputóse entre nuestra peregrina escuadra, no una, sino muchas veces, si el casamiento de Isabela Castrucha, con tantas máquinas fabricado, podía ser valedero, a lo que Periandro muchas veces dijo que sí; cuanto más, que no les tocaba a ellos la averiguación de aquel caso. Pero lo que a él le había descontentado, era la junta del bautismo, casamiento y la sepultura, y la ignorancia del médico, que no atinó con la traza de Isabela ni con el peligro de su tío. Unas veces trataban en esto, y otras en referir los peligros que por ellos habían pasado.

Andaban Croriano y Ruperta, su esposa, atentísimos inquiriendo quién fuesen Periandro y Auristela, Antonio y Constanza, lo que no hacían por saber quién fuesen las tres damas francesas, que, desde el punto que las vieron, fueron dellos conocidas. Con esto, a más que medianas jornadas, llegaron a Acuapendente, lugar cercano a Roma, a la entrada de la cual villa, adelantándose un poco Periandro y Auristela de los demás, sin temor que nadie los escuchase ni oyese, Periandro habló a Auristela desta manera:

Bien sabes, ¡oh señora!, que las causas que nos movieron a salir de nuestra patria y a dejar nuestro regalo fueron tan justas como necesarias. Ya los aires de Roma nos dan en el rostro; ya las esperanzas que nos sustentan nos bullen en las almas; ya, ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada. Mira, señora, que será bien que des una vuelta a tus pensamientos, y, escudriñando tu voluntad, mires si estás en la entereza primera, o si lo estarás después de haber cumplido tu voto, de lo que yo no dudo, porque tu real sangre no se engendró entre promesas mentirosas, ni entre dobladas trazas. De mí te sé decir, ¡oh hermosa Sigismunda!, que este Periandro que aquí ves es el Persiles que en la casa del rey mi padre viste. Aquel, digo, que te dio palabra de ser tu esposo en los alcázares de su padre, y te la cumplirá en los desiertos de Libia, si allí la contraria fortuna nos llevase.

Íbale mirando Auristela atentísimamente, maravillada de que Periandro dudase de su fe, y así le dijo:

Sola una voluntad, ¡oh Persiles!, he tenido en toda mi vida, y ésa habrá dos años que te la entregué, no forzada, sino de mi libre albedrío; la cual tan entera y firme está agora como el primer día que te hice señor della; la cual, si es posible que se aumente, se ha aumentado y crecido entre los muchos trabajos que hemos pasado. De que tú estés firme en la tuya me mostraré tan agradecida que, en cumpliendo mi voto, haré que se vuelvan en posesión tus esperanzas. Pero dime, ¿qué haremos después que una misma coyunda nos ate y un mismo yugo oprima nuestros cuellos? Lejos nos hallamos de nuestras tierras, no conocidos de nadie en las ajenas, sin arrimo que sustente la yedra de nuestras incomodidades. No digo esto porque me falte el ánimo de sufrir todas las del mundo, como esté contigo, sino dígolo porque cualquiera necesidad tuya me ha de quitar la vida. Hasta aquí, o poco menos de hasta aquí, padecía mi alma en sí sola; pero de aquí adelante padeceré en ella y en la tuya, aunque he dicho mal en partir estas dos almas, pues no son más que una.

Mira, señora respondió Periandro, como no es posible que ninguno fabrique su fortuna, puesto que dicen que cada uno es el artífice della desde el principio hasta el cabo, así yo no puedo responderte agora lo que haremos después que la buena suerte nos ajunte. Rómpase agora el inconveniente de nuestra división, que, después de juntos, campos hay en la tierra que nos sustenten y chozas que nos recojan, y hatos que nos encubran; que a gozarse dos almas que son una, como tú has dicho, no hay contentos con que igualarse, ni dorados techos que mejor nos alberguen. No nos faltará medio para que mi madre, la reina, sepa dónde estamos, ni a ella le faltará industria para socorrernos; y, en tanto, esa cruz de diamantes que tienes y esas dos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas, sino que temo que al deshacernos dellas se ha de deshacer nuestra máquina; porque, ¿cómo se ha de creer que prendas de tanto valor se encubran debajo de una esclavina?

Y, por venir dándoles alcance la demás compañía, cesó su plática, que fue la primera que habían hablado en cosas de su gusto, porque la mucha honestidad de Auristela jamás dio ocasión a Periandro a que en secreto la hablase; y, con este artificio y seguridad notable, pasaron la plaza de hermanos entre todos cuantos hasta allí los habían conocido. Solamente en el desalmado y ya muerto Clodio pasó la malicia tan adelante que llegó a sospechar la verdad.

Aquella noche llegaron una jornada antes de Roma, y en un mesón, adonde siempre les solía acontecer maravillas, les aconteció ésta, si es que así puede llamarse.

Estando todos sentados a una mesa, la cual la solicitud del huésped y la diligencia de sus criados tenían abundantemente proveída, de un aposento del mesón salió un gallardo peregrino con unas escribanías sobre el brazo izquierdo, y un cartapacio en la mano; y, habiendo hecho a todos la debida cortesía, en lengua castellana dijo:

Este traje de peregrino que visto, el cual trae consigo la obligación de que pida limosna el que lo trae, me obliga a que os la pida, y tan aventajada y tan nueva que, sin darme joya alguna, ni prendas que lo valgan, me habéis de hacer rico. Yo, señores, soy un hombre curioso; sobre la mitad de mi alma predomina Marte, y sobre la otra mitad Mercurio y Apolo. Algunos años me he dado al ejercicio de la guerra, y algunos otros, y los más maduros, en el de las letras. En los de la guerra he alcanzado algún buen nombre, y por los de las letras he sido algún tanto estimado. Algunos libros he impreso, de los ignorantes non condenados por malos, ni de los discretos han dejado de ser tenidos por buenos. Y como la necesidad, según se dice, es maestra de avivar los ingenios, este mío, que tiene un no sé qué de fantástico e inventivo, ha dado en una imaginación algo peregrina y nueva, y es que a costa ajena quiero sacar un libro a la luz, cuyo trabajo sea, como he dicho, ajeno, y el provecho mío. El libro se ha de llamar Flor de aforismos peregrinos; conviene a saber, sentencias sacadas de la misma verdad, en esta forma: cuando en el camino o en otra parte topo alguna persona cuya esperiencia muestre ser de ingenio y de prendas, le pido me escriba en este cartapacio algún dicho agudo, si es que le sabe, o alguna sentencia que lo parezca, y de esta manera tengo ajuntados más de trecientos aforismos, todos dignos de saberse y de imprimirse, y no en nombre mío, sino de su mismo autor, que lo firmó de su nombre, después de haberlo dicho. Ésta es la limosna que pido, y la que estimaré sobre todo el oro del mundo.

Dadnos, señor español respondió Periandro, alguna muestra de lo que pedís, por quien nos guiemos, que en lo demás, seréis servido como nuestros ingenios lo alcanzaren.

Esta mañana respondió el español llegaron aquí y pasaron de largo un peregrino y una peregrina españoles, a los cuales, por ser españoles, declaré mi deseo, y ella me dijo que pusiese de mi mano porque no sabía escribir esta razón: Más quiero ser mala con esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala; y díjome que firmase: La peregrina de Talavera. Tampoco sabía escribir el peregrino, y me dijo que escribiese: No hay carga más pesada que la mujer liviana; y firmé por él: Bartolomé el Manchego. Deste modo son los aforismos que pido; y los que espero desta gallarda compañía serán tales que realcen a los demás, y les sirvan de adorno y de esmalte.

El caso está entendido respondió Croriano; y por mí tomando la pluma al peregrino y el cartapacio quiero comenzar a salir desta obligación y escribo: Más hermoso parece el soldado muerto en la batalla que sano en la huída.

Y firmó: Croriano. Luego tomó la pluma Periandro y escribió: Dichoso es el soldado que, cuando está peleando, sabe que le está mirando su príncipe; y firmó. Sucedióle el bárbaro Antonio, y escribió: La honra que se alcanza por la guerra, como se graba en láminas de bronce y con puntas de acero, es más firme que las demás honras; y firmóse: Antonio el Bárbaro.

Y, como allí no había mas hombres, rogó el peregrino que también aquellas damas escribiesen, y fue la primera que escribió Ruperta, y dijo: La hermosura que se acompaña con la honestidad es hermosura; y la que no, no es más de un buen parecer; y firmó. Segundóla Auristela, y, tomando la pluma, dijo: La mejor dote que puede llevar la mujer principal es la honestidad, porque la hermosura y la riqueza el tiempo la gasta o la fortuna la deshace; y firmó. A quien siguió Constanza, escribiendo: No por el suyo, sino por el parecer ajeno ha de escoger la mujer el marido; y firmó. Feliz Flora escribió también, y dijo: A mucho obligan las leyes de la obediencia forzosa, pero a mucho más las fuerzas del gusto; y firmó. Y, siguiendo Belarminia, dijo: La mujer ha de ser como el armiño, dejándose antes prender que enlodarse; y firmó. La última que escribió fue la hermosa Deleasir, y dijo: Sobre todas las acciones de esta vida tiene imperio la buena o la mala suerte, pero más sobre los casamientos.

Esto fue lo que escribieron nuestras damas y nuestros peregrinos, de lo que el español quedó agradecido y contento; y, preguntándole Periandro si sabía algún aforismo de memoria, de los que tenía allí escritos, le dijese; a lo que respondió que sólo uno diría, que le había dado gran gusto por la firma del que lo había escrito, que decía: No desees, y serás el más rico hombre del mundo; y la firma decía: Diego de Ratos, corcovado, zapatero de viejo en Tordesillas, lugar en Castilla la Vieja, junto a Valladolid.

¡Por Dios dijo Antonio, que la firma está larga y tendida, y que el aforismo es el más breve y compendioso que puede imaginarse!; porque está claro que lo que se desea es lo que falta, y el que no desea no tiene falta de nada, y así, será el más rico del mundo.

Algunos otros aforismos dijo el español, que hicieron sabrosa la conversación y la cena.

Sentóse el peregrino con ellos, y en el discurso de la cena dijo:

No daré el privilegio de este mi libro a ningún librero de Madrid, si me da por él dos mil ducados; que allí no hay ninguno que no quiera los privilegios de balde, o, a lo menos, por tan poco precio que no le luzga al autor del libro. Verdad es que tal vez suelen comprar un privilegio y imprimir un libro con quien piensan enriquecer, y pierden en él el trabajo y la hacienda, pero el de estos aforismos, escrito se lleva en la frente la bondad y la ganancia.









Capítulo segundo del cuarto libro



Bien podía intitular el libro del peregrino español: Historia peregrina sacada de diversos autores, y dijera verdad, según habían sido y iban siendo los que la componían; no les dio poco que reír la firma de Diego de Ratos, el zapatero de viejo, y aun también les dio que pensar el dicho de Bartolomé el Manchego, que dijo que no había carga más pesada que la mujer liviana, señal que le debía de pesar ya la que llevaba en la moza de Talavera.

En esto fueron hablando otro día que dejaron al español, moderno y nuevo autor de nuevos y esquisitos libros, y aquel mismo día vieron a Roma, alegrándoles las almas, de cuya alegría redundaba salud en los cuerpos. Alborozáronse los corazones de Periandro y de Auristela, viéndose tan cerca del fin de su deseo; los de Croriano y Ruperta y los de las tres damas francesas ansimismo, por el buen suceso que prometía el fin próspero de su viaje, entrando a la parte de este gusto los de Constanza y Antonio.

Heríales el sol por cenit, a cuya causa, puesto que está más apartado de la tierra que en ninguna otra sazón del día, hiere con más calor y vehemencia; y, habiéndoles convidado una cercana selva que a su mano derecha se descubría, determinaron de pasar en ella el rigor de la siesta que les amenazaba, y aun quizá la noche, pues les quedaba lugar demasiado para entrar el día siguiente en Roma.

Hiciéronlo así, y, mientras más entraban por la selva adelante, la amenidad del sitio, las fuentes que de entre las hierbas salían, los arroyos que por ella cruzaban, les iban confirmando en su mismo propósito. Tanto habían entrado en ella, cuanto, volviendo los ojos, vieron que estaban ya encubiertos a los que por el real camino pasaban; y, haciéndoles la variedad de los sitios variar en la imaginación cuál escogerían, según eran todos buenos y apacibles, alzó acaso los ojos Auristela, y vio pendiente de la rama de un verde sauce un retrato, del grandor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla no más, del rostro de una hermosísima mujer; y, reparando un poco en él, conoció claramente ser su rostro el del retrato, y, admirada y suspensa, se le enseñó a Periandro.

A este mismo instante dijo Croriano que todas aquellas hierbas manaban sangre, y mostró los pies en caliente sangre teñidos.

El retrato, que luego descolgó Periandro, y la sangre que mostraba Croriano, los tuvo confusos a todos y en deseo de buscar así el dueño del retrato como el de la sangre. No podía pensar Auristela quién, dónde o cuándo pudiese haber sido sacado su rostro, ni se acordaba Periandro que el criado del duque de Nemurs le había dicho que el pintor que sacaba los de las tres francesas damas, sacaría también el de Auristela, con no más de haberla visto; que si de esto él se acordara, con facilidad diera en la cuenta de lo que no alcanzaba.

El rastro que siguieron de la sangre llevó a Croriano y a Antonio, que le seguían, hasta ponerlos entre unos espesos árboles que allí cerca estaban, donde vieron al pie de uno un gallardo peregrino sentado en el suelo, puestas las manos casi sobre el corazón y todo lleno de sangre: vista que le[s] turbó en gran manera, y más cuando, llegándose a él Croriano, le alzó el rostro, que sobre los pechos tenía derribado y lleno de sangre, y, limpiándosele con un lienzo, conoció, sin duda alguna, ser el herido el duque de Nemurs; que no bastó el diferente traje en que le hallaba para dejar de conocerle: tanta era la amistad que con él tenía.

El duque herido, o a lo menos el que parecía ser el duque, sin abrir los ojos, que con la sangre los tenía cerrados, con mal pronunciadas palabras dijo:

Bien hubieras hecho, ¡oh quienquiera que seas, enemigo mortal de mi descanso!, si hubieras alzado un poco más la mano, y dádome en mitad del corazón, que allí sí que hallaras el retrato más vivo y más verdadero que el que me hiciste quitar del pecho y colgar en el árbol, porque no me sirviese de reliquias y de escudo en nuestra batalla.

Hallóse Constanza en este hallazgo, y, como naturalmente era de condición tierna y compasiva, acudió a mirarle la herida y a tomarle la sangre, antes que a tener cuenta con las lastimosas palabras que decía. Casi otro tanto le sucedió a Periandro y a Auristela, porque la misma sangre les hizo pasar adelante a buscar el origen de donde procedía, y hallaron entre unos verdes y crecidos juncos tendido otro peregrino, cubierto casi todo de sangre, excepto el rostro, que descubierto y limpio tenía; y así, sin tener necesidad de limpiársele, ni de hacer diligencias para conocerle, conocieron ser el príncipe Arnaldo, que más desmayado que muerto estaba.

La primera señal que dio de vida fue probarse a levantar, diciendo:

No le llevarás, traidor, porque el retrato es mío, por ser el de mi alma; tú le has robado, y, sin haberte yo ofendido en cosa, me quieres quitar la vida.

Temblando estaba Auristela con la no pensada vista de Arnaldo; y, aunque las obligaciones que le tenía la impelían a que a él se llegase, no osaba, por la presencia de Periandro, el cual, tan obligado como cortés, asió de las manos del príncipe, y, con voz no muy alta, por no descubrir lo que quizá el príncipe querría que se callase, le dijo:

Volved en vos, señor Arnaldo, y veréis que estáis en poder de vuestros mayores amigos, y que no os tiene tan desamparado el cielo que no os podáis prometer mejora de vuestra suerte. Abrid los ojos, digo, y veréis a vuestro amigo Periandro y a vuestra obligada Auristela, tan deseosos de serviros como siempre. Contadnos vuestra desgracia y todos vuestros sucesos, y prometeos de nosotros todo cuanto nuestra industria y fuerzas alcanzaren. Decidnos si estáis herido, y quién os hirió y en qué parte, para que luego se procure vuestro remedio.

Abrió en esto los ojos Arnaldo, y, conociendo a los dos que delante tenía, como pudo, que fue con mucho trabajo, se arrojó a los pies de Auristela, puesto que abrazado también a los de Periandro (que hasta en aquel punto guardó el decoro a la honestidad de Auristela), en la cual puestos los ojos, dijo:

No es pos[i]ble que no seas tú, señora, la verdadera Auristela, y no imagen suya, porque no tendría ningún espíritu licencia ni ánimo para ocultarse debajo de apariencia tan hermosa. Auristela eres, sin duda, y yo, también sin ella, soy aquel Arnaldo que siempre ha deseado servirte; en tu busca vengo, porque si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía.

En el tiempo que esto pasaba, ya habían dicho a Croriano y a los demás el hallazgo del otro peregrino, y que daba también señales de estar mal herido. Oyendo lo cual Constanza, habiendo tomado ya la sangre al duque, acudió a ver lo que había menester el segundo herido, y, cuando conoció ser Arnaldo, quedó atónita y confusa, y, supliendo su discreción su sobresalto, sin entrar en otras razones, le dijo le descubriese sus heridas, a lo que Arnaldo respondió con señalarle con la mano derecha el brazo izquierdo, señal de que allí tenía la herida. Desnudóle luego Constanza, y hallósele por la parte superior atravesado de parte a parte; tomóle luego la sangre, que aún corría, y dijo a Periandro cómo el otro herido que allí estaba era el duque de Nemurs; y que convenía llevarlos al pueblo más cercano, donde fuesen curados, porque el mayor peligro que tenían era la falta de la sangre.

Al oír Arnaldo el nombre del duque, se estremeció todo, y dio lugar a que los fríos celos se entrasen hasta el alma por las calientes venas, casi vacías de sangre; y así, dijo, sin mirar lo que decía:

Alguna diferencia hay de un duque a un rey; pero en el estado del uno ni del otro, ni aun en el de todos los monarcas del mundo, cabe el merecer a Auristela.

Y añadió y dijo:

No me lleven adonde llevaren al duque, que la presencia de los agraviadores no ayuda nada a las enfermedades de los agraviados.

Dos criados traía consigo Arnaldo, y otros dos el duque, los cuales, por orden de sus señores, los habían dejado allí solos, y ellos se habían adelantado a un lugar allí cercano, para tenerles aderezado alojamiento cada uno de por sí, porque aún no se conocían.

Miren también dijo Arnaldo si en un árbol de estos que están aquí a la redonda, está pendiente un retrato de Auristela, sobre quien ha sido la batalla que entre mí y el duque hemos pasado. Quítese, déseme, porque me cuesta mucha sangre, y de derecho es mío.

Casi esto mismo estaba diciendo el duque a Ruperta y a Croriano y a los demás que con él estaban; pero a todos satisfizo Periandro, diciendo que él le tenía en su poder como en depósito, y que le volvería en mejor coyuntura a cuyo fuese.

¿Es posible dijo Arnaldo que se puede poner en duda la verdad de que el retrato sea mío? ¿No sabe ya el cielo que desde el punto que vi el original le trasladé en mi alma? Pero téngale mi hermano Periandro, que en su poder no tendrán entrada los celos, las iras y las soberbias de sus pretensores; y llévenme de aquí, que me desmayo.

Luego acomodaron en que pudiesen ir los dos heridos, cuya vertida sangre, más que la profundidad de las heridas, les iba poco a poco quitando la vida; y así, los llevaron al lugar donde sus criados les tenían el mejor alojamiento que pudieron, y hasta entonces no había conocido el duque ser el príncipe Arnaldo su contrario.









Capítulo tercero del cuarto libro



Invidiosas y corridas estaban las tres damas francesas de ver que en la opinión del duque estaba estimado el retrato de Auristela mucho más que ninguno de los suyos, que el criado que envió a retratarlas, como se ha dicho, les dijo que consigo los traía, entre otras joyas de mucha estima, pero que en el de Auristela idolatraba: razones y desengaño que las lastimó las almas; que nunca las hermosas reciben gusto, sino mortal pesadumbre, de que otras hermosuras igualen a las suyas, ni aun que se les compare; porque la verdad, que comúnmente se dice, de que toda comparación es odiosa, en la de la belleza viene a ser odiosísima, sin que amistades, parentescos, calidades y grandezas se opongan al rigor desta maldita invidia, que así puede llamarse la que encendía las comparadas hermosuras.

Dijo ansimismo que, viniendo el duque, su señor, desde París, buscando a la peregrina Auristela, enamorado de su retrato, aquella mañana se había sentado al pie de un árbol con el retrato en las manos; así hablaba con el muerto como con el original vivo, y que, estando así, había llegado el otro peregrino tan paso por las espaldas que pudo bien oír lo que el duque con el retrato hablaba, «sin que yo y otro compañero mío lo pudiésemos estorbar, porque estábamos algo desviados. En fin, corrimos a advertir al duque que le escuchaban; volvió el duque la cabeza y vio al peregrino, el cual, sin hablar palabra, lo primero que hizo fue arremeter al retrato y quitársele de las manos al duque, que, como le cogió de sobresalto, no tuvo lugar de defenderle como él quisiera; y lo que le dijo fue, a lo menos lo que yo pude entender: ``Salteador de celestiales prendas, no profanes con tus sacrílegas manos la que en ellas tienes. Deja esa tabla donde está pintada la hermosura del cielo, ansí porque no la mereces como por ser ella mía''. ``Eso no respondió el otro peregrino, y si desta verdad no puedo darte testigos, remitiré su falta a los filos de mi estoque, que en este bordón traigo oculto. Yo sí que soy el verdadero posesor desta incomparable belleza, pues en tierras bien remotas de la que ahora estamos la compré con mis tesoros y la adoré con mi alma, y he servido a su original con mi solicitud y con mis trabajos''.

»El duque, entonces, volviéndose a nosotros, nos mandó, con imperiosas razones, los dejásemos solos, y que viniésemos a este lugar, donde le esperásemos, sin tener osadía de volver solamente el rostro a mirarles. Lo mismo mandó el otro peregrino a los dos que con él llegaron, que, según parece, también son sus criados. Con todo esto, hurté algún tanto la obediencia a su mandamiento, y la curiosidad me hizo volver los ojos, y vi que el otro peregrino colgaba el retrato de un árbol, no porque puntualmente lo viese, sino porque lo conjeturé, viendo que luego, desenvainando del bordón que tenía un estoque, o a lo menos una arma que lo parecía, acometió a mi señor, el cual le salió a recebir con otro estoque, que yo sé que en el bordón traía.

»Los criados de entrambos quisimos volver a despartir la contienda, pero yo fui de contrario parecer, diciéndoles que, pues era igual y entre dos solos, sin temor ni sospecha de ser ayudados de nadie, que los dejásemos y siguiésemos nuestro camino, pues en obedecerles no errábamos, y en volver, quizá sí. Ahora sea lo que fuere, pues no sé si el buen consejo o la cobardía nos emperezó los pies y nos ató las manos, o si la lumbre de los estoques, hasta entonces aún no sangrientos, nos cegó los ojos, que no acertábamos a ver el camino que había desde allí al lugar de la pendencia, sino el que había al de éste adonde ahora estamos. Llegamos aquí, hicimos el alojamiento con prisa, y con más animoso discurso volvíamos a ver lo que había hecho la suerte de nuestros dueños. Hallámoslos cual habéis visto, donde si vuestra llegada no los socorriera, bien sin provecho había sido la nuestra.»

Esto dijo el criado, y esto escucharon las damas, y esto sintieron de manera como si fueran amantes verdaderas del duque; y, al mismo instante, se deshizo en la imaginación de cada una la quimera y máquina, si alguna había hecho o levantado, de casarse con el duque; que ninguna cosa quita o borra el amor más presto de la memoria que el desdén en los principios de su nacimiento; que el desdén en los principios del amor tiene la misma fuerza que tiene la hambre en la vida humana: a la hambre y al sueño se rinde la valentía, y al desdén los más gustosos deseos. Verdad es que esto suele ser en los principios, que, después que el amor ha tomado larga y entera posesión del alma, los desdenes y desengaños le sirven de espuelas, para que con más ligereza corra a poner en efeto sus pensamientos.

Curáronse los heridos, y dentro de ocho días estuvieron para ponerse en camino y llegar a Roma, de donde habían venido cirujanos a verlos.

En este tiempo, supo el duque cómo su contrario era príncipe heredero del reino de Dinamarca, y supo ansimismo la intención que tenía de escogerla por esposa. Esta verdad calificó en él sus pensamientos, que eran los mismos que los de Arnaldo. Parecióle que la que era estimada para reina, lo podía ser para duquesa; pero entre estos pensamientos, entre estos discursos y imaginaciones, se mezclaban los celos, de manera que le amargaban el gusto y le turbaban el sosiego. En fin, se llegó el día de su partida, y el duque y Arnaldo, cada uno por su parte, entró en Roma, sin darse a conocer a nadie; y los demás peregrinos de nuestra compañía, llegando a la vista della, desde un alto montecillo la descubrieron, y, hincados de rodillas, como a cosa sacra, la adoraron, cuando de entre ellos salió una voz de un peregrino, que no conocieron, que, con lágrimas en los ojos, comenzó a decir desta manera:

¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta,

alma ciudad de Roma! A ti me inclino,

devoto, humilde y nuevo peregrino,

a quien admira ver belleza tanta.

Tu vista, que a tu fama se adelanta,

al ingenio suspende, aunque divino,

de aquél que a verte y adorarte vino

con tierno afecto y con desnuda planta.

La tierra de tu suelo, que contemplo

con la sangre de mártires mezclada,

es la reliquia universal del suelo.

No hay parte en ti que no sirva de ejemplo

de santidad, así como trazada

de la ciudad de Dios al gran modelo.

Cuando acabó de decir este soneto, el peregrino se volvió a los circunstantes, diciendo:

Habrá pocos años que llegó a esta santa ciudad un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación, el cual hizo y compuso un soneto en vituperio desta insigne ciudad y de sus ilustres habitadores. Pero la culpa de su lengua pagara su garganta, si le cogieran. Yo, no como poeta, sino como cristiano, casi como en descuento de su cargo, he compuesto el que habéis oído.

Rogóle Periandro que le repitiese, hízolo así, alabáronsele mucho, bajaron del recuesto, pasaron por los prados de Madama, entraron en Roma por la puerta del Pópulo, besando primero una y muchas veces los umbrales y márgenes de la entrada de la ciudad santa, antes de la cual llegaron dos judíos a uno de los criados de Croriano, y le preguntaron si toda aquella escuadra de gente tenía estancia conocida y preparada donde alojarse; si no, que ellos se la darían tal que pudiesen en ella alojarse príncipes.

Porque habéis de saber, señor dijeron, que nosotros somos judíos: yo me llamo Zabulón, y mi compañero Abiud; tenemos por oficio adornar casas de todo lo necesario, según y cómo es la calidad del que quiere habitarlas, y allí llega su adorno donde llega el precio que se quiere pagar por ellas.

A lo que el criado respondió:

Otro compañero mío desde ayer está en Roma con intención que tenga preparado el alojamiento, conforme a la calidad de mi amo y de todos aquellos que aquí vienen.

Que me maten dijo Abiud, si no es éste el francés que ayer se contentó con la casa de nuestro compañero Manasés, que la tiene aderezada como casa real.

Vamos, pues, adelante dijo el criado de Croriano, que mi compañero debe de estar por aquí esperando a ser nuestra guía, y, cuando la casa que tuviere no fuere tal, nos encomendaremos a la que nos diere el señor Zabulón.

Con esto pasaron adelante, y a la entrada de la ciudad vieron los judíos a Manasés, su compañero, y con él al criado de Croriano, por donde vinieron en conocimiento que la posada que los judíos habían pintado era la rica de Manasés; y así, alegres y contentos, guiaron a nuestros peregrinos, que estaba junto al arco de Portugal.

Apenas entraron las francesas damas en la ciudad, cuando se llevaron tras sí los ojos de casi todo el pueblo, que, por ser día de estación, estaba llena aquella calle de Nuestra Señora del Pópulo de infinita gente; pero la admiración que comenzó a entrar poco a poco en los que a las damas francesas miraban, se acabó de entrar mucho a mucho en los corazones de los que vieron a la sin par Auristela y a la gallarda Constanza, que a su lado iba, bien así como van por iguales paralelos dos lucientes estrellas por el cielo.

Tales iban que dijo un romano que, a lo que se cree, debía de ser poeta:

Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren?

Con estas alabanzas, tan hipérboles como no necesarias, pasa adelante el gallardo escuadrón; llegó al alojamiento de Manasés, bastante para alojar a un poderoso príncipe y a un mediano ejército.









Capítulo cuarto del cuarto libro



Estendióse aquel mismo día la llegada de las damas francesas por toda la ciudad, con el gallardo escuadrón de los peregrinos; especialmente se divulgó la desigual hermosura de Auristela, encareciéndola, si no como ella era, a lo menos cuanto podían las lenguas de los más discretos ingenios. Al momento se coronó la casa de los nuestros de mucha gente, que los llevaba la curiosidad y el deseo de ver tanta belleza junta, según se había publicado. Llegó esto a tanto estremo que desde la calle pedían a voces se asomasen a las ventanas las damas y las peregrinas, que, reposando, no querían dejar verse; especialmente clamaban por Auristela, pero no fue posible que se dejase ver ninguna dellas.

Entre la demás gente que llegó a la puerta, llegaron Arnaldo y el duque, con sus hábitos de peregrinos, y, apenas se hubo visto el uno al otro, cuando a entrambos les temblaron las piernas y les palpitaron los pechos. Conociólos Periandro desde la ventana, díjoselo a Croriano, y los dos juntos bajaron a la calle, para estorbar en cuanto pudiesen la desgracia que podían temer de dos tan celosos amantes.

Periandro se pasó con Arnaldo, y Croriano con el duque, y lo que Arnaldo dijo a Periandro fue:

Uno de los cargos mayores que Auristela me tiene es el sufrimiento que tengo, consintiendo que este caballero francés, que dicen ser el duque de Nemurs, esté como en posesión del retrato de Auristela, que, puesto que está en tu poder, parece que es con voluntad suya, pues yo no le tengo en el mío. Mira, amigo Periandro, esta enfermedad que los amantes llaman celos, que la llamaran mejor desesperación rabiosa, entran a la parte con ella la invidia y el menosprecio, y, cuando una vez se apodera del alma enamorada, no hay consideración que la sosiegue, ni remedio que la valga; y, aunque son pequeñas las causas que la engendran, los efetos que hace son tan grandes que por lo menos quitan el seso, y por lo más menos la vida; que mejor es al amante celoso el morir desesperado, que vivir con celos; y el que fuere amante verdadero no ha de tener atrevimiento para pedir celos a la cosa amada; y, puesto que llegue a tanta perfeción que no los pida, no puede dejarlos de pedir a sí mismo; digo, a su misma ventura, de la cual es imposible vivir seguro, porque las cosas de mucho precio y valor tienen en continuo temor al que las posee, o al que las ama, de perderlas, y esta es una pasión que no se aparta del alma enamorada, como accidente inseparable. Aconséjote, ¡oh amigo Periandro!, si es que puede dar consejo quien no le tiene para sí, que consideres que soy rey y que quiero bien, y que por mil esperiencias estás satisfecho y enterado de que cumpliré con las obras cuanto con palabras he prometido, de recebir a la sin para Auristela, tu hermana, sin otra dote que la grande que ella tiene en su virtud y hermosura, y que no quiero averiguar la nobleza de su linaje, pues está claro que no había de negar naturaleza los bienes de la fortuna a quien tantos dio de sí misma. Nunca en humildes sujetos, o pocas veces, hace su asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo muchas veces es indicio de la belleza del alma; y, para reducirme a un término, sólo te digo lo que otras veces te he dicho: que adoro Auristela, ora sea de linaje del cielo, ora de los ínfimos de la tierra; y, pues ya está en Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, sé tú, ¡oh hermano mío!, parte para que me las cumpla, que desde aquí parto mi corona y mi reino contigo, y no permitas que yo muera escarnido deste duque ni menospreciado de la que adoro.

A todas estas razones, ofrecimientos y promesas respondió Periandro diciendo:

Si mi hermana tuviera culpa en las causas que este duque ha dado a tu enojo, si no la castigara, a lo menos la riñera: que para ella fuera un gran castigo; pero, como sé que no la tiene, no tengo qué responderte. En esto de haber librado tus esperanzas en su venida a esta ciudad, como no sé a dó llegan las que te ha dado, no sé qué responderte. De los ofrecimientos que me haces y me has hecho, estoy tan agradecido como me obliga el ser tú el que los haces, y yo a quien se hacen; porque, con humildad sea dicho, ¡oh valeroso Arnaldo!, quizá esta pobre muceta de peregrino sirve de nube, que, por pequeña que sea, suele quitar los rayos al sol. Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma, y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabricado discursos, dado trazas y levantado quimeras que reduzgan nuestras acciones a los felices fines que deseamos. Huye, en cuanto te fuere posible, de encontrarte con el duque, porque un amante desdeñado y flaco de esperanzas suele tomar ocasión del despecho para fabricarlas, aunque sea en daño de lo que bien quiere.

Arnaldo le prometió que así lo haría, y le ofreció prendas y dineros para sustentar la autoridad y el gasto, ansí el suyo como el de las damas francesas.

Diferente fue la plática que tuvo Croriano con el duque, pues toda se resolvió en que había de cobrar el retrato de Auristela, o había de confesar Arnaldo no tener parte en él; pidió también a Croriano fuese intercesor con Auristela le recibiese por esposo, pues su estado no era inferior al de Arnaldo, ni en la sangre le hacía ventaja ninguna de las más ilustres de Europa; en fin, él se mostró algo arrogante y algo celoso, como quien tan enamorado estaba. Croriano se lo ofreció ansimismo, y quedó darle la respuesta que dijese Auristela, al proponerle la ventura que se le ofrecía de recebirle por esposo.









Capítulo quinto del cuarto libro



Desta manera los dos contrarios celosos y amantes, cuyas esperanzas tenían fundadas en el aire, se despidieron, el uno de Periandro y el otro de Croriano, quedando, ante todas cosas, de reprimir sus ímpetus y disimular sus agravios, a lo menos hasta tanto que Auristela se declarase, de la cual cada uno esperaba que había de ser en su favor, pues al ofrecimiento de un reino y al de un estado tan rico como el del duque, bien se podía pensar que había de titubear cualquier firmeza, y mudarse el propósito de escoger otra vida, por ser muy natural el amarse las grandezas y apetecerse la mejoría de los estados; especialmente suele ser este deseo más vivo en las mujeres.

De todo esto estaba bien descuidada Auristela, pues todos sus pensamientos, por entonces, no se estendían a más que de enterarse en las verdades que a la salvación de su alma convenían; que, por haber nacido en partes tan remotas y en tierras adonde la verdadera fe católica no está en el punto tan perfecto como se requiere, tenía necesidad de acrisolarla en su verdadera oficina.

Al apartarse Periandro de Arnaldo, llegó a él un hombre español, y le dijo:

Según traigo las señas, si es que vuesa merced es español, para vuesa merced viene esta carta.

Púsole una en las manos cerrada, cuyo sobreescrito decía: Al ilustre señor Antonio de Villaseñor, por otro nombre llamado el Bárbaro.

Preguntóle Periandro que quién le había dado aquella carta. Respondióle el portador que un español que estaba preso en la cárcel, que llaman Torre de Nona, y por lo menos condenado a ahorcar por homicida, él y otra su amiga, mujer hermosa llamada la Talaverana.

Conoció Periandro los nombres y casi adivinó sus culpas, y respondió:

Esta carta no es para mí, sino para este peregrino que hacia acá viene.

Y fue porque en aquel instante llegó Antonio, a quien Periandro dio la carta, y, apartándose los dos a una parte, la abrió y vio que así decía:

Quien en mal anda, en mal para; de dos pies, aunque el uno esté sano, si el otro está cojo, tal vez cojea; que las malas compañías no pueden enseñar buenas costumbres. La que yo trabé con la Talaverana, que no debiera, me tiene a mí y a ella sentenciados de remate para la horca. El hombre que la sacó de España la halló aquí, en Roma, en mi compañía; recibió pesadumbre dello, asentóle la mano en mi presencia, y yo, que no soy amigo de burlas, ni de recebir agravios, sino de quitarlos, volví por la moza, y a puros palos maté a su agraviador. Estando en la fuga de esta pendencia, llegó otro peregrino, que por el mismo estilo comenzó a tomarme la medida de las espaldas; dice la moza que conoció que el que me apaleaba era un su marido, de nación polaco, con quien se había casado en Talavera; y, temiéndose que, en acabando conmigo, había de comenzar por ella, porque le tenía agraviado, no hizo más de echar mano a un cuchillo, de dos que traía consigo siempre en la vaina, y, llegándose a él bonitamente, se le clavó por los riñones, haciéndole tales heridas que no tuvieran necesidad de maestro. En efeto, el amigo a palos y el marido a puñaladas, en un instante concluyeron la carrera mortal de su vida.

Prendiéronnos al mismo punto y trajéronnos a esta cárcel, donde quedamos muy contra nuestra voluntad; tomáronnos la confesión; confesamos nuestro delito, porque no le podíamos negar, y con esto ahorramos el tormento, que aquí llaman tortura. Sustancióse el proceso, dándose más prisa a ello de la que quisiéramos; ya está concluso, y nosotros sentenciados a destierro sino que es desta vida para la otra. Digo, señor, que estamos sentenciados a ahorcar, de lo que está tan pesarosa la Talaverana que no lo puede llevar en paciencia, la cual besa a vuesa merced las manos y a mi señora Constanza y del señor Periandro, y a mi señora Auristela, y dice que ella se holgara de estar libre para ir a besárselas a vuesas mercedes a sus casas. Dice también que si la sin par Auristela pone haldas en cinta y quiere tomar a su cargo nuestra libertad, que le será fácil; porque ¿qué pedirá su grande hermosura que no lo alcance, aunque la pida a la dureza misma? Y añade más, y es que si vuesas mercedes no pudieren alcanzar el perdón, a lo menos procuren alcanzar el lugar de la muerte, y que, como ha de ser en Roma, sea en España; porque está informada la moza, que aquí no llevan los ahorcados con la autoridad conveniente, porque van a pie y apenas los vee nadie; y así, apenas hay quien les rece una Avemaría, especialmente si son españoles los que ahorcan; y ella querría, si fuese posible, morir en su tierra y entre los suyos, donde no faltaría algún pariente que de compasión le cerrase los ojos. Yo también digo lo mismo, porque soy amigo de acomodarme a la razón, porque estoy tan mohíno en esta cárcel que, a trueco de escusar la pesadumbre que me dan las chinches en ella, tomaría por buen partido que me sacasen a ahorcar mañana.

Y advierto a vuesa merced, señor mío, que los jueces desta tierra no desdicen nada de los de España: todos son corteses y amigos de dar y recebir cosas justas, y que, cuando no hay parte que solicite la justicia, no dejan de llegarse a la misericordia, la cual, si reina en todos los valerosos pechos de vuesas mercedes, que sí debe de reinar, sujeto hay en nosotros en que se muestre, pues estamos en tierra ajena, presos en la cárcel, comidos de chinches y de otros animales inmundos, que son muchos por pequeños y enfadan como si fuesen grandes; y, sobre todo, nos tienen ya en cueros y en la quinta esencia de la necesidad solicitadores, procuradores y escribanos, de quien Dios Nuestro Señor nos libre por su infinita bondad. Amén.

Aguardando la respuesta quedamos, con tanto deseo de recebirla buena como le tienen los cigoñinos en la torre, esperando el sustento de sus madres.

Y firmaba: El desdichado Bartolomé Manchego.

En estremo dio la carta gusto a los dos que la habían leído, y en estremo les fatigó su aflición; y luego, diciéndole al que la había llevado dijese al preso que se consolase y tuviese esperanza de su remedio, porque Auristela y todos ellos, con todo aquello que dádivas y promesas pudiesen, le procurarían; y al punto fabricaron las diligencias que habían de hacerse.

La primera fue que Croriano hablase al embajador de Francia, que era su pariente y amigo, para que no se ejecutase la pena tan presto, y diese lugar el tiempo a que le tuviesen los ruegos y las solicitudes; determinó también Antonio de escribir otra carta, en respuesta de la suya, a Bartolomé, con que de nuevo se renovase el gusto que les había dado la suya; pero, comunicando este pensamiento con Auristela y con su hermana Constanza, fueron las dos de parecer que no se la escribiese, porque a los afligidos no se ha de añadir aflición, y podría ser que tomasen las burlas por veras y se afligiesen con ellas.

Lo que hicieron, dejar todo el cargo de aquella negociación sobre los hombros y diligencia de Croriano, y en las de Ruperta, su esposa, que se lo rogó ahincadamente, y en seis días ya estaban en la calle Bartolomé y la Talaverana: que, adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades.

En este tiempo, le tuvo Auristela de informarse de todo aquello que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica; a lo menos, de aquello que en su patria escuramente se platicaba. Halló con quien comunicar su deseo por medio de los penitenciarios, con quien hizo su confesión entera, verdadera y llana, y quedó enseñada y satisfecha de todo lo que quiso, porque los tales penitenciarios, en la mejor forma que pudieron, le declararon todos los principales y más convenientes misterios de nuestra fe.

Comenzaron desde la invidia y soberbia de Lucifer, y de su caída con la tercera parte de las estrellas, que cayeron con él en los abismos; caída que dejó vacas y vacías las sillas del cielo, que las perdieron los ángeles malos por su necia culpa. Declaráronle el medio que Dios tuvo para llenar estos asientos, criando al hombre, cuya alma es capaz de la gloria que los ángeles malos perdieron. Discurrieron por la verdad de la creación del hombre y del mundo, y por el misterio sagrado y amoroso de la Encarnación, y, con razones sobre la razón misma, bosquejaron el profundísimo misterio de la Santísima Trinidad. Contaron cómo convino que la segunda persona de las tres, que es la del Hijo, se hiciese hombre, para que, como hombre, Dios pagase por el hombre, y Dios pudiese pagar como Dios, cuya unión hipostática sólo podía ser bastante para dejar a Dios satisfecho de la culpa infinita cometida, que Dios infinitamente se había de satisfacer, y el hombre, finito por sí, no podía, y Dios, en sí solo, era incapaz de padecer; pero, juntos los dos, llegó el caudal a ser infinito, y así lo fue la paga.

Mostráronle la muerte de Cristo, los trabajos de su vida desde que se mostró en el pesebre hasta que se puso en la cruz. Exageráronle la fuerza y eficacia de los sacramentos, y señalaron con el dedo la segunda tabla de nuestro naufragio, que es la penitencia, sin la cual no hay abrir la senda del cielo, que suele cerrar el pecado. Mostráronle asimismo a Jesucristo, Dios vivo, sentado a la diestra del Padre, estando tan vivo y entero como en el cielo, sacramentado en la tierra, cuya santísima presencia no la puede dividir ni apartar ausencia alguna, porque uno de los mayores atributos de Dios, que todos son iguales, es el estar en todo lugar, por potencia, por esencia y por presencia. Aseguráronle infaliblemente la venida deste Señor a juzgar el mundo sobre las nubes del cielo, y asimismo la estabilidad y firmeza de su Iglesia, contra quien pueden poco las puertas, o por mejor decir, las fuerzas del infierno. Trataron del poder del Sumo Pontífice, visorrey de Dios en la tierra y llavero del cielo. Finalmente, no les quedó por decir cosa que vieron que convenía para darse a entender, y para que Auristela y Periandro los entendiesen.

Estas liciones ansí alegraron sus almas, que las sacó de sí mismas, y se las llevó a que paseasen los cielos, porque sólo en ellos pusieron sus pensamientos.









Capítulo sexto del cuarto libro



Con otros ojos se miraron de allí adelante Auristela y Periandro, a lo menos con otros ojos miraba Periandro a Auristela, pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo a Roma, y que podía, libre y desembarazadamente, recebirle por esposo.

Pero si medio gentil, amaba Auristela la honestidad, después de catequizada, la adoraba, no porque viese iba contra ella en casarse, sino por no dar indicios de pensamientos blandos, sin que precediesen antes o fuerzas, o ruegos. También estaba mirando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que le mostrase lo que había de hacer después de casada, porque pensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por disparate, a causa que el hermano de Periandro, que la tenía destinada para ser su esposa, quizá viendo burladas sus esperanzas, tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de su agravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa.

Las damas francesas visitaron los templos y anduvieron las estaciones con pompa y majestad, porque Croriano, como se ha dicho, era pariente del embajador de Francia, y no les faltó cosa que para mostrar ilustre decoro fuese necesaria, llevando siempre consigo Auristela y a Constanza, y ninguna vez salían de casa que no las seguía casi la mitad del pueblo de Roma. Y sucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos, vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta, y, apenas la hubieron visto, cuando conocieron ser el rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso en duda de conocerla.

Preguntó Auristela, admirada, cúyo era aquel retrato, y si se vendía acaso. Respondióle el dueño (que, según después se supo, era un famoso pintor) que él vendía aquel retrato, pero no sabía de quién fuese; sólo sabía que otro pintor, su amigo, se le había hecho copiar en Francia, el cual le había dicho ser de una doncella estranjera que en hábitos de peregrina pasaba a Roma.

¿Qué significa respondió Auristela haberla pintado con corona en la cabeza, y los pies sobre aquella esfera, y más, estando la corona partida?

Eso, señora dijo el dueño, son fantasías de pintores, o caprichos, como los llaman; quizá quieren decir que esta doncella merece llevar la corona de hermosura, que ella va hollando en aquel mundo; pero yo quiero decir que dice que vos, señora, sois su original, y que merecéis corona entera, y no mundo pintado, sino real y verdadero.

¿Qué pedís por el retrato? preguntó Constanza.

A lo que respondió el dueño:

Dos peregrinos están aquí, que el uno dellos me ha ofrecido mil escudos de oro, y el otro dice que no le dejará por ningún dinero. Yo no he concluido la venta, por parecerme que se están burlando, porque la esorbitancia del ofrecimiento me hace estar en duda.

Pues no lo estéis replicó Constanza, que esos dos peregrinos, si son los que yo imagino, bien pueden doblar el precio y pagaros a toda vuestra satisfación.

Las damas francesas, Ruperta, Croriano y Periandro quedaron atónitos de ver la verdadera imagen del rostro de Auristela en el del retrato. Cayó la gente que el retrato miraba en que parecía al de Auristela, y poco a poco comenzó a salir una voz, que todos y cada uno de por sí afirmaba:

Este retrato que se vende es el mismo de esta peregrina que va en este coche; ¿para qué queremos ver al traslado, sino al original?

Y así, comenzaron a rodear el coche, que los caballos no podían ir adelante ni volver atrás, por lo cual dijo Periandro:

Auristela, hermana, cúbrase el rostro con algún velo, porque tanta luz ciega, y no nos deja ver por dónde caminamos.

Hízolo así Auristela, y pasaron adelante; pero no por esto dejó de seguirlos mucha gente, que esperaban a que se quitase el velo, para verla como deseaba[n]. Apenas se hubo quitado de allí el coche, cuando se llegó al dueño del retrato Arnaldo en sus hábitos de peregrino, y dijo:

Yo soy el que os ofrecí los mil escudos por este retrato. Si le queréis dar, traedle, y venidos conmigo, que yo os los daré luego de oro en oro.

A lo que otro peregrino, que era el duque de Nemurs, dijo:

No reparéis, hermano, en precio, sino veníos conmigo y proponed en vuestra imaginación el que quisiéredes, que yo os le daré luego de contado.

Señores respondió el pintor, concertaos los dos en cuál le ha de llevar, que yo no me desconcertaré en el precio, puesto que pienso que antes me habéis de pagar con el deseo que con la obra.

A estas pláticas estaba atenta mucha gente, esperando en qué había de parar aquella compra: porque ver ofrecer millaradas de ducados, a dos, al parecer, pobres peregrinos, parecíales cosa de burla.

En esto, dijo el dueño:

El que le quisiere, déme señal, y guíe, que yo ya le descuelgo para llevársele.

Oyendo lo cual, Arnaldo puso la mano en el seno, y sacó una cadena de oro, con una joya de diamantes que de ella pendía, y dijo:

Tomad esta cadena, que, con esta joya, vale más de dos mil escudos, y traedme el retrato.

Esta vale diez mil dijo el duque, dándole una de diamantes al dueño del retrato, y traédmele a mi casa.

¡Santo Dios! dijo uno de los circunstantes, ¿qué retrato puede ser éste, qué hombres éstos y qué joyas éstas? Cosa de encantamento parece aquesta; por eso os aviso, hermano pintor, que deis un toque a la cadena y hagáis esperiencia de la fineza de las piedras, antes que deis vuestra hacienda: que podría ser que la cadena y las joyas fuesen falsas, porque el encarecimiento que de su valor han hecho, bien se puede sospechar.

Enojáronse los príncipes; pero, por no echar más en la calle sus pensamientos, consintieron en que el dueño del retrato se enterase en la verdad del valor de las joyas.

Andaba revuelta toda la gente de Bancos: unos admirando el retrato, otros preguntando quién fuesen los peregrinos, otros mirando las joyas, y todos atentos, esperando en quién había de quedar con el retrato, porque les parecía que estaban de parecer los dos peregrinos de no dejarle por ningún precio; diérale el dueño por mucho menos de lo que le ofrecían, si se le dejaran vender libremente. Pasó en esto por Bancos el gobernador de Roma, oyó el murmurio de la gente, preguntó la causa, vio el retrato, y vio las joyas; y, pareciéndole ser prendas de más que de ordinarios peregrinos, esperando descubrir algún secreto, las hizo depositar y llevar el retrato a su casa, y prender a los peregrinos. Quedóse el pintor confuso, viendo menoscabadas sus esperanzas, y su hacienda en poder de la justicia, donde jamás entró alguna, que si saliese, fuese con aquel lustre con que había entrado. Acudió el pintor a buscar a Periandro, y a contarle todo el suceso de la venta y del temor que tenía no se quedase el gobernador con el retrato, el cual, de un pintor que le había retratado en Portugal de su original, le había él comprado en Francia, cosa que le pareció a Periandro posible, por haber sacado otros muchos en el tiempo que Auristela estuvo en Lisboa. Con todo eso, le ofreció por él cien escudos, con que quedase a su riesgo el cobrar. Contentóse el pintor, y, aunque fue tan grande la baja de ciento a mil, le tuvo por bien vendido y mejor pagado.

Aquella tarde, juntándose con otros españoles peregrinos, fue a andar las siete iglesias, entre los cuales peregrinos acertó a encontrarse con el poeta que dijo el soneto al descubrirse Roma; conociéronse, y abrazáronse, y preguntáronse de sus vidas y sucesos. El poeta peregrino le dijo que el día antes le había sucedido una cosa digna de contarse por admirable; y fue que, habiendo tenido noticia de que un monseñor clérigo de la cámara, curioso y rico, tenía un museo el más extraordinario que había en el mundo, porque no tenía figuras de personas que efectivamente hubiesen sido ni entonces lo fuesen, sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir, especialmente los que habían de ser en los venideros siglos poetas famosos, entre las cuales tablas había visto dos, que en el principio de ellas estaba escrito en la una Torcuato Tasso, y más abajo un poco decía Jerusalén libertada; en la otra estaba escrito Zárate, y más abajo Cruz y Constantino.

Preguntéle al que me las enseñaba qué significaban aquellos nombres. Respondióme que se esperaba que presto se había de descubrir en la tierra la luz de un poeta que se había de llamar Torcuato Tasso, el cual había de cantar Jerusalén recuperada, con el más heroico y agradable plectro que hasta entonces ningún poeta hubiese cantado, y que casi luego le había de suceder un español, llamado Francisco López Duarte, cuya voz había de llenar las cuatro partes de la tierra, y cuya armonía había de suspender los corazones de las gentes, contando la invención de la Cruz de Cristo, con las guerras del emperador Constantino: poema verdaderamente heroico y religioso, y digno del nombre de poema.

A lo que replicó Periandro:

Duro se me hace de creer que de tan atrás se tome el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de pintar los que están por venir, que en efeto en esta ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de mayor admiración. Y, ¿habrá otras tablas aderezadas para más poetas venideros? preguntó Periandro.

Sí respondió el peregrino, pero no quise detenerme a leer los títulos, contentándome con los dos primeros; pero así a bulto miré tantos que me doy a entender que la edad, cuando éstos vengan, que, según me dijo el que me guiaba, no puede tardar, ha de ser grandísima la cosecha de todo género de poetas. Encamínelo Dios como él fuere más servido.

Por lo menos respondió Periandro, el año que es abundante de poesía suele serlo de hambre; porque dámele poeta, y dártele he pobre, si ya la naturaleza no se adelanta a hacer milagros; y síguese la consecuencia: hay muchos poetas, luego hay muchos pobres; hay muchos pobres, luego caro es el año.

En esto iban hablando el peregrino y Periandro, cuando llegó a ellos Zabulón el judío, y dijo a Periandro que aquella tarde le quería llevar a ver a Hipólita la Ferraresa, que era una de las más hermosas mujeres de Roma, y aun de toda Italia. Respondióle Periandro que iría de muy buena gana, lo cual no le respondiera si, como le informó de la hermosura, le informara de la calidad de su persona; porque la alteza de la honestidad de Periandro no se abalanzaba ni abatía a cosas bajas, por hermosas que fuesen: que en esto la naturaleza había hecho iguales y formado en una misma turquesa a él y a Auristela, de la cual se recató para ir a ver a Hipólita, a quien el judío le llevó más por engaño que por voluntad; que tal vez la curiosidad hace tropezar y caer de ojos al más honesto recato.









Capítulo séptimo del cuarto libro



Con la buena crianza, con los ricos ornamentos de la persona y con los aderezos y pompa de la casa se cubren muchas faltas; porque no es posible que la buena crianza ofenda, ni el rico ornato enfade, ni el aderezo de la casa no contente.

Todo esto tenía Hipólita, dama cortesana, que en riquezas podía competir con la antigua Flora, y en cortesía, con la misma buena crianza. No era posible que fuese estimada en poco de quien la conocía, porque con la hermosura encantaba, con la riqueza se hacía estimar y con la cortesía, si así se puede decir, se hacía adorar. Cuando el amor se viste de estas tres calidades, rompe los corazones de bronce, abre las bolsas de hierro y rinde las voluntades de mármol; y más si a estas tres cosas se les añade el engaño y la lisonja, atributos convenientes para las que quieren mostrar a la luz del mundo sus donaires. ¿Hay, por ventura, entendimiento tan agudo en el mundo que, estando mirando una de estas hermosas que pinto, dejando a una parte las de su belleza, se ponga a discurrir las de su humilde trato? La hermosura en parte ciega y en parte alumbra: tras la que ciega corre el gusto, tras la que alumbra el pensar en la enmienda.

Ninguna de estas cosas consideró Periandro al entrar en casa de Hipólita. Pero, como tal vez sobre descuidados cimientos suele levantar amor sus máquinas, ésta sin pensamiento alguno se fabricó, no sobre la voluntad de Periandro, sino en la de Hipólita; que, con estas damas que suelen llamar del vicio, no es menester trabajar mucho para dar con ellas, donde se arrepientan sin arrepentirse.

Ya había visto Hipólita a Periandro en la calle, y ya le había hecho movimientos en el alma su bizarría, su gentileza, y, sobre todo, el pensar que era español, de cuya condición se prometía dádivas imposibles y concertados gustos; y estos pensamientos los había comunicado con Zabulón, y rogádole se lo trajese a casa, la cual tenía tan aderezada, tan limpia y tan compuesta, que más parecía que esperaba ser tálamo de bodas que acogimiento de peregrinos.

Tenía la señora Hipólita que con este nombre la llamaban en Roma, como si lo fuera un amigo llamado Pirro Calabrés, hombre acuchillador, impaciente, facinoroso, cuya hacienda libraba en los filos de su espada, en la agilidad de sus manos y en los engaños de Hipólita, que muchas veces con ellos alcanzaba lo que quería, sin rendirse a nadie; pero en lo que más Pirro aumentaba su vida, era en la diligencia de sus pies, que lo estimaba en más que las manos y de lo que él más se preciaba era de traer siempre asombrada a Hipólita en cualquiera condición que se le mostrase, ora fuese amorosa, ora fuese áspera; que nunca les falta a estas palomas duendas milanos que las persigan, ni pájaros que las despedacen: ¡miserable trato de esta mundana y simple gente!

Digo, pues, que este caballero, que no tenía de serlo más que el nombre, se halló en casa de Hipólita, al tiempo que entraron en ella el judío y Periandro. Apartóle aparte Hipólita y díjole:

Vete con Dios, amigo, y llévate esta cadena de oro de camino, que este peregrino me envió con Zabulón esta mañana.

Mira lo que haces, Hipólita respondió Pirro, que, a lo que se me trasluce, este peregrino es español, y soltar él de su mano, sin haber tocado la tuya, esta cadena, que debe de valer cien escudos, gran cosa me parece, y mil temores me sobresaltan.

Llévate tú, ¡oh Pirro!, la cadena, y déjame a mí el cargo de sustentarla y de no volverla, a pesar de todas sus españolerías.

Tomó la cadena, que le dio Hipólita, Pirro, que para el efeto la había hecho comprar aquella mañana, y, sellándole la boca con ella, más que de paso le hizo salir de casa.

Luego Hipólita, libre y desembarazada de su corma, suelta de sus grillos, se llegó a Periandro, y, sin desenfado y con donaire, lo primero que hizo fue echarle los brazos al cuello, diciéndole:

En verdad que tengo de ver si son tan valientes los españoles como tienen la fama.

Cuando Periandro vio aquella desenvoltura, creyó que toda la casa se le había caído a cuestas; y, poniéndole la mano delante el pecho a Hipólita, la detuvo y la apartó de sí, y le dijo:

Estos hábitos que visto, señora Hipólita, no permiten ser profanados, o a lo menos yo no lo permitiré en ninguna manera; y los peregrinos, aunque sean españoles, no están obligados a ser valientes cuando no les importa; pero mirad vos, señora, en qué queréis que muestre mi valor, sin que a los dos perjudique, y seréis obedecida sin replicaros en nada.

Paréceme respondió Hipólita, señor peregrino, que ansí lo sois en el alma como en el cuerpo; pero, pues, según decís que haréis lo que os dijere, como a ninguno de los dos perjudique, entraos conmigo en esta cuadra, que os quiero enseñar una lonja y un camarín mío.

A lo que respondió Periandro:

Aunque soy español, soy algún tanto medroso, y más os temo a vos sola que a un ejército de enemigos. Haced que nos haga otro la guía y llevadme do quisiéredes.

Llamó Hipólita a dos doncellas suyas y a Zabulón el judío, que a todo se halló presente, y mandólas que guiasen a la lonja.

Abrieron la sala, y a lo que después Periandro dijo, estaba la más bien aderezada que pudiese tener algún príncipe rico y curioso en el mundo. Parrasio, Polignoto, Apeles, Ceuxis y Timantes tenían allí lo perfecto de sus pinceles, comprado con los tesoros de Hipólita, acompañados de los del devoto Rafael de Urbino y de los del divino Micael Angelo: riquezas donde las de un gran príncipe deben y pueden mostrarse. Los edificios reales, los alcázares soberbios, los templos magníficos y las pinturas valientes son propias y verdaderas señales de la magnanimidad y riqueza de los príncipes, prendas, en efeto, contra quien el tiempo apresura sus alas y apresta su carrera, como a émulas suyas, que a su despecho están mostrando la magnificencia de los pasados siglos.

¡Oh Hipólita, sólo buena por esto! Si entre tantos retratos que tienes, tuvieras uno de tu buen trato, y dejaras en el suyo a Periandro, que, asombrado, atónito y confuso andaba mirando en qué había de parar la abundancia que en la lonja veía en una limpísima mesa, que de cabo a cabo la tomaba la música que de diversos géneros de pájaros en riquísimas jaulas estaban, haciendo una confusa, pero agradable armonía.

En fin, a él le pareció que todo cuanto había oído decir de los huertos hesperídeos, de los de la maga Falerina, de los Pensiles famosos, ni de todos los otros que por fama fuesen conocidos en el mundo, no llegaban al adorno de aquella sala y de aquella lonja. Pero, como él andaba con el corazón sobresaltado, que bien haya su honestidad, que se le aprensaba entre dos tablas, no se le mostraban las cosas como ellas eran; antes, cansado de ver cosas de tanto deleite, y enfadado de ver que todas ellas se encaminaban contra su gusto, dando de mano a la cortesía, probó a salirse de la lonja, y se saliera si Hipólita no se lo estorbara, de manera que le fue forzoso mostrar con las manos ásperas palabras algo descorteses. Trabó de la esclavina de Periandro, y, abriéndole el jubón, le descubrió la cruz de diamantes que de tantos peligros hasta allí había escapado, y así deslumbró la vista a Hipólita como el entendimiento, la cual, viendo que se le iba, a despecho de su blanda fuerza, dio en un pensamiento, que si le supiera revalidar y apoyar algún tanto mejor, no le fuera bien dello a Periandro; el cual, dejando la esclavina en poder de la nueva egipcia, sin sombrero, sin bordón, sin ceñidor ni esclavina, se puso en la calle: que el vencimiento de tales batallas consiste más en el huir que en el esperar. Púsose ella asimismo a la ventana, y a grandes voces comenzó a apellidar la gente de la calle, diciendo:

¡Ténganme a ese ladrón, que, entrando en mi casa como humano, me ha robado una prenda divina que vale una ciudad!

Acertaron a estar en la calle dos de la guarda del Pontífice, que dicen pueden prender en fragante, y, como la voz era de ladrón, facilitaron su dudosa potestad y prendieron a Periandro; echáronle mano al pecho, y, quitándole la cruz, le santiguaron con poca decencia: paga que da la justicia a los nuevos delincuentes, aunque no se les averigüe el delito.

Viéndose, pues, Periandro puesto en cruz, sin su cruz, dijo a los tudescos, en su misma lengua, que él no era ladrón, sino persona principal, y que aquella cruz era suya, y que viesen que su riqueza no la podía hacer de Hipólita, y que les rogaba le llevasen ante el gobernador, que él esperaba con brevedad averiguar la verdad de aquel caso. Ofrecióles dineros, y con esto y con habelles hablado en su lengua, con que se reconcilian los ánimos que no se conocen, los tudescos no hicieron caso de Hipólita; y así, llevaron a Periandro delante del gobernador, viendo lo cual Hipólita, se quitó de la ventana, y, casi arañándose el rostro, dijo a sus criadas:

¡Ay, hermanas, y qué necia he andado! A quien pensaba regalar, he lastimado; a quien pensaba servir, he ofendido; preso va por ladrón el que lo ha sido de mi alma; mirad qué caricias, mirad qué halagos son hacer prender al libre y disfamar al honrado.

Y luego les contó cómo llevaban preso al peregrino dos de la guarda del Papa. Mandó asimismo que la aderezasen luego el coche, que quería ir en su seguimiento y disculpalle, porque no podía sufrir su corazón verse herir en las mismas niñas de sus ojos, y que antes quería parecer testimoñera que cruel; que de la crueldad no tendría disculpa, y del testimonio sí, echando la culpa al amor, que por mil disparates descubre y manifiesta sus deseos, y hace mal a quien bien quiere.

Cuando ella llegó en casa del gobernador, le halló con la cruz en las manos, examinando a Periandro [sobre] el caso; el cual, como vio a Hipólita, dijo al gobernador:

Esta señora que aquí viene ha dicho que esa cruz que vuesa merced tiene yo se la he robado, y yo diré que es verdad, cuando ella dijere de qué es la cruz, qué valor tiene y cuántos diamantes la componen; porque si no es que se lo dicen los ángeles o alguno otro espíritu que lo sepa, ella no lo puede saber, porque no la ha visto sino en mi pecho, y una vez sola.

¿Qué dice la señora Hipólita a esto? dijo el gobernador.

Y esto cubriendo la cruz, porque no tomase las señas della.

La cual respondió:

Con decir que estoy enamorada, ciega y loca, quedará este peregrino disculpado y yo esperando la pena que el señor gobernador quisiere darme por mi amoroso delito.

Y le contó punto por punto lo que con Periandro le había pasado, de lo que se admiró el gobernador, antes del atrevimiento que del amor de Hipólita: que de semejantes sujetos son propios los lascivos disparates. Afeóle el caso, pidió a Periandro la perdonase, dióle por libre, y volvióle la cruz, sin que en aquella causa se escribiese letra alguna, que no fue ventura poca.

Quisiera saber el gobernador quién eran los peregrinos que habían dado las joyas en prendas del retrato de Auristela, y asimismo quién era él y quién Auristela.

A lo que respondió Periandro:

El retrato es de Auristela, mi hermana; los peregrinos pueden tener joyas mucho más ricas; esta cruz es mía; y, cuando me dé el tiempo lugar, y la necesidad me fuerce, diré quién soy; que el decirlo agora no está en mi voluntad, sino en la de mi hermana. El retrato que vuesa merced tiene ya se lo tengo comprado al pintor por precio convenible, sin que en la compra hayan intervenido pujas, que se fundan más en rancor y en fantasía que en razón.

El gobernador dijo que él se quería quedar con él por el tanto, por añadir con él a Roma cosa que aventajase a las de los más excelentes pintores que la hacían famosa.

Yo se le doy a vuesa merced respondió Periandro, por parecerme que, en darle tal dueño, le doy la honra posible.

Agradecióselo el gobernador, y aquel día dio por libres a Arnaldo y a el duque, y les volvió sus joyas, y él se quedó con el retrato, porque estaba puesto en razón que se había de quedar con algo.









Capítulo octavo del cuarto libro



Más confusa que arrepentida volvió Hipólita a su casa; pensativa además y además enamorada: que, aunque es verdad que en los principios de los amores los desdenes suelen ser parte para acabarlos, los que usó con ella Periandro le avivaron más los des[e]os. Parecíale a ella que no había de ser tan de bronce un peregrino que no se ablandase con los regalos que pensaba hacerle; pero, hablando consigo, se dijo a sí misma:

Si este peregrino fuera pobre, no trujera consigo cruz tan rica, cuyos muchos y ricos diamantes sirven de claro sobrescrito de su riqueza: de modo que la fuerza desta roca no se ha de tomar por hambre; otros ardides y mañas son menester para rendirla. ¿No sería posible que este mozo tuviese en otra parte ocupada el alma? ¿No sería posible que esta Auristela no fuese su hermana? ¿No sería posible que las finezas de los desdenes que usa conmigo los quisiese asentar y poner en cargo a Auristela? ¡Válame Dios, que me parece que en este punto he hallado el de mi remedio! ¡Alto! ¡Muera Auristela! Descúbrase este encantamento; a lo menos, veamos el sentimiento que este montaraz corazón hace; pongamos siquiera en plática este disignio; enferme Auristela; quitemos su sol delante de los ojos de Periandro; veamos si, faltando la hermosura, causa primera de adonde el amor nace, falta también el mismo amor: que podría ser que, dando yo lo que a éste le quitare, quitándole a Auristela, viniese a reducirse a tener más blandos pensamientos; por lo menos, probarlo tengo, ateniéndome a lo que se dice: que no daña el tentar las cosas que descubren algún rastro de provecho.

Con estos pensamientos algo consolada, llegó a su casa, donde halló a Zabulón, con quien comunicó todo su disignio, confiada en que tenía una mujer de la mayor fama de hechicera que había en Roma, pidiéndole, habiendo antes precedido dádivas y promesas, hiciese con ella, no que mudase la voluntad de Periandro, pues sabía que esto era imposible, sino que enfermase la salud de Auristela; y, con limitado término, si fuese menester, le quitase la vida. Esto dijo Zabulón ser cosa fácil al poder y sabiduría de su mujer. Recibió no sé cuánto por primera paga, y prometió que desde otro día comenzaría la quiebra de la salud de Auristela.

No solamente Hipólita satisfizo a Zabulón, sino amenazóle asimismo; y a un judío dádivas o amenazas le hacen prometer y aun hacer imposibles.

Periandro contó a Croriano, Ruperta, a Auristela y a las tres damas francesas, a Antonio y a Constanza su prisión, los amores de Hipólita y la dádiva que había hecho del retrato de Auristela al gobernador.

No le contentó nada a Auristela los amores de la cortesana, porque ya había oído decir que era una de las más hermosas mujeres de Roma, de las más libres, de las más ricas y más discretas, y las musarañas de los celos, aunque no sea más de una, y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la representa en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olimpo; y cuando la honestidad ata la lengua de modo que no puede quejarse, da tormento al alma con las ligaduras del silencio, de modo que a cada paso anda buscando salidas para dejar la vida del cuerpo. Según otra vez se ha dicho, ningún otro remedio tienen los celos que oír disculpas; y, cuando éstas no se admiten, no hay que hacer caso de la vida, la cual perdiera Auristela mil veces, antes que formar una queja de la fee de Periandro.

Aquella noche fue la primera vez que Bartolomé y la Talaverana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo estaban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eran los del matrimonio, pues se habían casado; que la muerte del polaco puso en libertad a Luisa, y a él le trujo su destino a venir peregrino a Roma. Antes de llegar a su patria halló en Roma a quien no traía intención de buscar, acordándose de los consejos que en España le había dado Periandro, pero no pudo estorbar su destino, aunque no le fabricó por su voluntad.

Aquella noche, asimismo, visitó Arnaldo a todas aquellas señoras, y dio cuenta de algunas cosas que en el volver a buscarles, después que apaciguó la guerra de su patria, le habían sucedido. Contó cómo llegó a la isla de las Ermitas, donde no había hallado a Rutilio, sino a otro ermitaño en su lugar, que le dijo que Rutilio estaba en Roma; dijo, asimismo, que había tocado en la isla de los pescadores, y hallado en ella libres, sanas y contentas a las desposadas y a los demás que con Periandro, según ellos dijeron, se habían embarcado; contó cómo supo de oídas que Policarpa era muerta, y Sinforosa no había querido casarse; dijo cómo se tornaba a poblar la Isla Bárbara, confirmándose sus moradores en la creencia de su falsa profecía; advirtió cómo Mauricio y Ladislao, su yerno, con su hija Transila, habían dejado su patria y pasádose a vivir más pacíficamente a Inglaterra; dijo también cómo había estado con Leopoldio, rey de los dáneos, después de acabada la guerra, el cual se había casado por dar sucesión a su reino, y que había perdonado a los dos traidores que llevaba presos cuando Periandro y sus pescadores le encontraron, de quien mostró estar muy agradecido, por el buen término y cortesía que con él tuvieron; y, entre los nombres que le era forzoso nombrar en su discurso, tal vez tocaba con el de los padres de Periandro, y tal con los de Auristela, con que les sobresaltaba los corazones y les traía a la memoria así grandezas como desgracias.

Dijo que en Portugal, especialmente en Lisboa, eran en suma estimación tenidos sus retratos; contó asimismo la fama que dejaban en Francia, en todo aquel camino, la hermosura de Constanza y de aquellas señoras damas francesas; dijo cómo Croriano había granjeado opinión de generoso y de discreto en haber escogido a la sin par Ruperta por esposa; dijo, asimismo, cómo en Luca se hablaba mucho en la sagacidad de Isabela Castrucho, y en los breves amores de Andrea Marulo, a quien con el demonio fingido trujo el cielo a vivir vida de ángeles; contó cómo se tenía por milagro la caída de Periandro, y cómo dejaba en el camino a un mancebo peregrino, poeta, que no quiso adelantarse con él, por venirse despacio, componiendo una comedia de los sucesos de Periandro y Auristela, que los sabía de memoria por un lienzo que había visto en Portugal, donde se habían pintado, y que traía intención firmísima de casarse con Auristela, si ella quisiese.

Agradecióle Auristela su buen propósito, y aun desde allí le ofreció darle para un vestido, si acaso llegase roto: que un deseo de un buen poeta toda buena paga merece.

Dijo también que había estado en casa de la señora Constanza y Antonio, y que sus padres y abuelos estaban buenos y sólo fatigados de la pena que tenían de no saber de la salud de sus hijos, deseando volviese la señora Constanza a ser esposa del conde, su cuñado, que quería seguir la discreta elección de su hermano, o ya por no dar los veinte mil ducados, o ya por el merecimiento de Constanza, que era lo más cierto, de que no poco se alegraron todos, especialmente Periandro y Auristela, que como a sus hermanos los querían.

Desta plática de Arnaldo, se engendraron en los pechos de los oyentes nuevas sospechas de que Periandro y Auristela debían de ser grandes personajes, porque, de tratar de casamientos de condes y de millaradas de ducados, no podían nacer sino sospechas illustres y grandes.

Contó también cómo había encontrado en Francia a Renato, el caballero francés vencido en la batalla contra derecho, y libre y vitorioso por la conciencia de su enemigo. En efeto, pocas cosas quedaron de las muchas que en el galán progreso desta historia se han contado, en quien él se hubiese hallado, pues que allí no las volviese a traer a la memoria, trayendo también la que tenía de quedarse con el retrato de Auristela, que tenía Periandro contra la voluntad del duque y contra la suya, puesto que dijo que, por no dar enojo a Periandro, disimularía su agravio.

Ya le hubiera yo deshecho respondió Periandro, volviendo, señor Arnaldo, el retrato, si entendiera fuera vuestro. La ventura y su diligencia se le dieron al duque; vos se le quitastes por fuerza; y así, no tenéis de qué quejaros. Los amantes están obligados a no juzgar sus causas por la medida de sus deseos, que tal vez no los han de satisfacer, por acomodarse con la razón, que otra cosa les manda; pero yo haré de manera que, no quedando vos, señor Arnaldo, contento, el duque quede satisfecho, y será con que mi hermana Auristela se quede con el retrato, pues es más suyo que de otro alguno.

Satisfízole a Arnaldo el parecer de Periandro, y ni más ni menos a Auristela. Con esto cesó la plática; y otro día por la mañana comenzaron a obrar en Auristela los hechizos, los venenos, los encantos y las malicias de la Iulia, mujer de Zabulón.









Capítulo nono del cuarto libro



No se atrevió la enfermedad a acometer rostro a rostro a la belleza de Auristela, temerosa no espantase tanto la hermosura la fealdad suya; y así, la acometió por las espaldas, dándole en ellas unos calosfríos, al amanecer, que no la dejaron levantar aquel día; luego luego, se le quitó la gana de comer, y comenzó la viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con el tiempo suele llegar a los enfermos, sembró en un punto por todos los sentidos de Constanza, haciendo el mismo efeto en los de Periandro, que luego se alborotaron y temieron todos los males posibles, especialmente lo que temen los poco ven- turosos.

No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecían cárdenas las encarnadas rosas de sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos, y casi mudado el asiento y encaje natural de su rostro. Y no por esto le parecía menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada. Llegaban a sus oídos, a lo menos llegaron de allí a dos días, sus palabras, entre débiles acentos formadas, y pronunciadas con turbada lengua. Asustáronse las señoras francesas, y el cuidado de atender a la salud de Auristela fue de tal modo que tuvieron necesidad de tenerle de sí mismas.

Llamáronse médicos, escogiéronse los mejores, a lo menos los de mejor fama; que la buena opinión califica la acertada medicina, y así suele haber médicos venturosos como soldados bien afortunados; la buena suerte y la buena dicha, que todo es uno, también puede llegar a la puerta del miserable en un saco de sayal como en un escaparate de plata. Pero ni en plata ni en lana no llegaba ninguna a las puertas de Auristela, de lo que discretamente se desesperaban los dos hermanos Antonio y Constanza.

Esto era al revés en el duque, que, como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltando el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el alma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la sepultura con la cosa amada. Feísima es la muerte, y quien más a ella se llega es la dolencia; y amar las cosas feas parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro.

Auristela, en fin, iba enflaqueciendo por momentos, y quitando las esperanzas de su salud a cuantos la conocían. Sólo Periandro era el solo, sólo el firme, sólo el enamorado, sólo aquel que con intrépido pecho se oponía a la contraria fortuna y a la misma muerte, que en la de Auristela le amenazaba.

Quince días esperó el duque de Nemurs, a ver si Auristela mejoraba, y en todos ellos no hubo ninguno que a los médicos no consultase de la salud de Auristela, y ninguno se la aseguró, porque no sabían la causa precisa de su dolencia; viendo lo cual el duque y [que] las damas francesas no hacían dél caso alguno, viendo también que el ángel de luz de Auristela se había vuelto el de tinieblas, fingiendo algunas causas que, si no del todo, en parte le disculpaban, un día, llegándose a Auristela en el lecho donde enferma estaba, delante de Periandro, le dijo:

Pues la ventura me ha sido tan contraria, hermosa señora, que no me ha dejado conseguir el des[e]o que tenía de recebirte por mi legítima esposa, antes que la desesperación me traiga a términos de perder el alma, como me ha traído en los de perder la vida, quiero por otro camino probar mi ventura, porque sé cierto que no tengo de tener ninguna buena, aunque la procure; y así, sucediéndome el mal que no procuro, vendré a perderme y a morir desdichado, y no desesperado. Mi madre me llama; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero, y entretener el tiempo del camino tanto que halle la muerte lugar de acometerme, pues ha de hallar en mi alma las memorias de tu hermosura y de tu enfermedad, y quiera Dios que no diga las de tu muerte.

Dieron sus ojos muestra de algunas lágrimas. No pudo responderle Auristela, o no quiso, por no errar en la respuesta delante de Periandro. Lo más que hizo fue poner la mano debajo de su almohada, y sacar su retrato y volvérsele al duque, el cual le besó las manos por tan gran merced; pero, alargando la suya Periandro, se le tomó, y le dijo:

Si dello no disgustas, ¡oh gran señor!, por lo que bien quieres, te suplico me le prestes, porque yo pueda cumplir una palabra que tengo dada, que, sin ser en perjuicio tuyo, será grandemente en el mío si no lo cumplo.

Volviósele el duque, con grandes ofrecimientos de poner por él la hacienda, la vida y la honra, y más, si más pudiese, y desde allí se dividió de los dos hermanos, con pensamiento de no verlos más en Roma. Discreto amante, y el primero quizá que haya sabido aprovecharse de las guedejas que la ocasión le ofrecía.

Todas estas cosas pudieran despertar a Arnaldo, para que considerara cuán menoscabadas estaban sus esperanzas, y cuán a pique de acabar con toda la máquina de sus peregrinaciones, pues, como se ha dicho, la muerte casi había pisado las ropas a Auristela, y estuvo muy determinado de acompañar al conde, si no en su camino, a lo menos en su propósito, volviéndose a Dinamarca; mas el amor, y su generoso pecho, no dieron lugar a que dejase a Periandro sin consuelo y a su hermana Auristela en los postreros límites de la vida, a quien visitó, y de nuevo hizo ofrecimientos, con determinación de aguardar a que el tiempo mejorase los sucesos, a pesar de todas las sospechas que le sobrevenían.









Capítulo diez del cuarto libro



Contentísima estaba Hipólita de ver que las artes de la cruel Julia tan en daño de la salud de Auristela se mostraban, porque en ocho días la pusieron tan otra de lo que ser solía, que ya no la conocían sino por el órgano de la voz; cosa que tenía suspensos a los médicos y admirados a cuantos la conocían. Las señoras francesas atendían a su salud con tanto cuidado como si fueran sus queridas hermanas, especialmente Feliz Flora, que con particular afición la quería.

Llegó a tanto el mal de Auristela que, no conteniéndose en los términos de su juridición, pasó a la de sus vecinos, y, como ninguno lo era tanto como Periandro, el primero con quien encontró fue con él, no porque el veneno y maleficios de la perversa judía obrasen en él derechamente, y con particular asistencia, como en Auristela, para quien estaban hechos, sino porque la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela era tanta, que causaba en él el mismo efeto que en Auristela, y así se iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vida suya como de la de Auristela.

Viendo lo cual Hipólita, y que ella misma se mataba con los filos de su espada, adivinando con el dedo de dónde procedía el mal de Periandro, procuró darle remedio, dándosele a Auristela, la cual, ya flaca, ya descolorida, parecía que estaba llamando su vida a las aldabas de las puertas de la muerte; y, creyendo sin duda, que por momentos la abrirían, quiso abrir y preparar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, bien como ya instruída en la verdad católica; y así, haciendo las diligencias necesarias, con la mayor devoción que pudo, dio muestras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de sus costumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Roma la habían enseñado, y, resignándose en las manos de Dios, sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas.

Hipólita, pues, habiendo visto, como está ya dicho, que muriéndose Auristela moría también Periandro, acudió a la judía a pedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían a Auristela, o los quitase del todo: que no quería ella ser inventora de quitar con un golpe solo tres vidas, pues muriendo Auristela, moría Periandro, y, muriendo Periandro, ella también quedaría sin vida. Hízolo así la judía, como si estuviera en su mano la salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todos los males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como no dependen los males de culpa; pero Dios, obligándole, si así se puede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos, permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda ha él permitido, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quitan la vida a la persona que quiere[n], sin que tenga remedio de escusar este peligro, porque le ignora, y no se sabe de dónde procede la causa de tan mortal efeto; así que, para guarecer destos males, la gran misericordia de Dios ha de ser la maestra, la que ha de aplicar la medicina.

Comenzó, pues, Auristela a dejar de empeorar, que fue señal de su mejoría; comenzó el sol de su belleza a dar señales y vislumbres de que volvía a amanecer en el cielo de su rostro; volvieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en sus ojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a enterarse el órgano suave de su voz; afinóse el carmín de sus labios; compitió con el marfil la blancura de sus dientes, que volvieron a ser perlas, como antes lo eran; en fin, en poco espacio de tiempo volvió a ser toda hermosa, toda bellísima, toda agradable y toda contenta, y estos mismos efetos redundaron en Periandro, y en las damas francesas y en los demás: Croriano y Ruperta, Antonio y su hermana Constanza, cuya alegría o tristeza caminaba al paso de la de Auristela, la cual, dando gracias al cielo por la merced y regalos que le iba haciendo, así en la enfermedad como en la salud, un día llamó a Periandro, y, estando solos por cuidado y de industria, desta manera le dijo:

Hermano mío, pues ha querido el cielo que con este nombre tan dulce y tan honesto ha dos años que te he nombrado, sin dar licencia al gusto o al descuido para que de otra suerte te llamase, que tan honesta y tan agradable no fuese, querría que esta felicidad pasase adelante, y que solos los términos de la vida la pusiesen término: que tanto es una ventura buena cuanto es duradera, y tanto es duradera cuanto es honesta. Nuestras almas, como tú bien sabes, y como aquí me han enseñado, siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro. En esta vida los des[e]os son infinitos, y unos se encadenan de otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo, y tal se sume en el infierno. Si te pareciere, hermano, que este lenguaje no es mío, y que va fuera de la enseñanza que me han podido enseñar mis pocos años y mi remota crianza, advierte que en la tabla rasa de mi alma ha pintado la esperiencia y escrito mayores cosas; principalmente ha puesto que en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria, y todos los medios que para este fin se encaminan son los buenos, son los santos, son los agradables, como son los de la caridad, de la honestidad y el de la virginidad. Yo, a lo menos, así lo entiendo, y, juntamente con entenderlo así, entiendo que el amor que me tienes es tan grande que querrás lo que yo quisiere. Heredera soy de un reino, y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad que no he salido della un punto; tú has sido mi padre, tú mi hermano, tú mi sombra, tú mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda, y tú mi enseñador y mi maestro, pues me has traído a esta ciudad, donde he llegado a ser cristiana como debo. Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza: que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios, que te dará a sí mismo, cuya recompensa infinitamente excede a que me dejes por él. Una hermana tengo pequeña, pero tan hermosa como yo, si es que se puede llamar hermosa la mortal belleza; con ella te podrás casar, y alcanzar el reino que a mí me toca, y con esto, haciendo felices mis deseos, no quedarán defraudados del todo los tuyos. ¿Qué inclinas la cabeza, hermano? ¿A qué pones los ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, respóndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré la mía, y buscaré alguna salida a tu gusto, que en algo con el mío se conforme.

Con grandísimo silencio estuvo escuchando Periandro a Auristela, y en un breve instante formó en su imaginación millares de discursos, que todos venieron a parar en el peor que para él pudiera ser, porque imaginó que Auristela le aborrecía, porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le acabara la suya, pues bien debía saber que, en dejando ella de ser su esposa, él no tenía para qué vivir en el mundo; y fue y vino con esta imaginación con tanto ahínco que, sin responder palabra a Auristela, se levantó de donde estaba sentado, y, con ocasión de salir a recebir a Feliz Flora y a la señora Constanza, que entraban en el aposento, se salió dél y dejó a Auristela, no sé si diga arrepentida, pero sé que quedó pensativa y confusa.









Capítulo once del cuarto libro



Las aguas en estrecho vaso encerradas, mientras más priesa se dan a salir, más despacio se derraman, porque las primeras, impelidas de las segundas, se detienen, y unas o otras se niegan el paso, hasta que hace camino la corriente y se desagua.

Lo mismo acontece en las razones que concibe el entendimiento de un lastimado amante, que, acudiendo tal vez todas juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no sabe el discurso con cuáles se dé primero a entender su imaginación; y así, muchas veces, callando, dice más de lo que querría.

Mostróse esto en la poca cortesía que hizo Periandro a los que entraron a ver a Auristela, el cual lleno de discursos, preñado de conceptos, colmado de imaginaciones, desdeñado y desengañado, se salió del aposento de Auristela, sin saber, ni querer, ni poder responder palabra alguna a las muchas que ella le había dicho. Llegaron a ella Antonio y su hermana, y halláronla como persona que acaba de despertar de un pesado sueño, y que entre sí estaba diciendo con palabras distintas y claras:

Mal hecho; pero, ¿qué importa? ¿No es mejor que mi hermano sepa mi intención? ¿No es mejor que yo deje con tiempo los caminos torcidos y las dudosas sendas, y tienda el paso por los atajos llanos, que con distinción clara nos están mostrando el felice paradero de nuestra jornada? Yo confieso que la compañía de Periandro no me ha de estorbar de ir al cielo; pero también siento que iré más presto sin ella; sí, que más me debo yo a mí que no a otro, y al interese del cielo y de gloria se ha de posponer los del parentesco, cuanto más que yo no tengo ninguno con Periandro.

Advierte dijo a esta sazón Constanza, hermana Auristela, que vas descubriendo cosas que podrían ser parte que, desterrando nuestras sospechas, a ti te dejasen confusa. Si no es tu hermano Periandro, mucha es la conversación que con él tienes; y si lo es, no hay para qué te escandalices de su compañía.

Acabó a esta sazón de volver en sí Auristela, y, oyendo lo que Constanza le decía, quiso enmendar su descuido; pero no acertó, pues para soldar una mentira, por muchas se atropellan, y siempre queda la verdad en duda, aunque más viva la sospecha.

No sé, hermana dijo Auristela, lo que me he dicho, ni sé si Periandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es que es mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él me muevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, en los términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensamiento, ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como le debe guardar una mujer principal a un tan principal hermano.

No te entiendo, señora Auristela la dijo a esta sazón Antonio, pues de tus razones tanto alcanzo ser tu hermano Periandro, como si no lo fuese. Dinos ya quién es y quién eres, si es que puedes decillo; que agora sea tu hermano o no lo sea, por lo menos no podéis negar ser principales, y en nosotros, digo en mí y en mi hermana Constanza, no está tan en niñez la esperiencia que nos admire ningún caso que nos contares; que, puesto que ayer salimos de la Isla Bárbara, los trabajos que has visto que hemos pasado han sido nuestros maestros en muchas cosas, y, por pequeña muestra que se nos dé, sacamos el hilo de los más arduos negocios, especialmente en los que son de amores, que parece que los tales consigo mismo traen la declaración. ¿Qué mucho que Periandro no sea tu hermano, y qué mucho que tú seas su ligítima esposa? ¿Y qué mucho, otra vez, que con honesto y casto decoro os hayáis mostrado hasta aquí limpísimos al cielo y honestísimos a los ojos de los que os han visto? No todos los amores son precipitados ni atrevidos, ni todos los amantes han puesto la mira de su gusto en gozar a sus amadas, sino con las potencias de su alma; y, siendo esto así, señora mía, otra vez te suplico nos digas quién eres y quién es Periandro, el cual, según le vi salir de aquí, él lleva un volcán en los ojos y una mordaza en la lengua.

¡Ay, desdichada replicó Auristela, y cuán mejor me hubiera sido que me hubiera entregado al silencio eterno, pues, callando, escusara la mordaza que dices que lleva en su lengua! Indiscretas somos las mujeres, mal sufridas y peor calladas; mientras callé, en sosiego estuvo mi alma; hablé, y perdíle; y, para acabarle de perder, y para que juntamente se acabe la tragedia de mi vida, quiero que sepáis vosotros, pues el cielo os hizo verdaderos hermanos, que no lo es mío Periandro, ni menos es mi esposo ni mi amante; a lo menos, de aquéllos que, corriendo por la carrera de su gusto, procuran parar sobre la honra de sus amadas. Hijo de rey es; hija y heredera de un reino soy; por la sangre somos iguales; por el estado, alguna ventaja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nuestras intenciones se responden, y nuestros deseos, con honestísimo efeto, se están mirando; sola la ventura es la que turba y confunde nuestras intenciones, y la que por fuerza hace que esperemos en ella. Y, porque el nudo que lleva a la garganta Periandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora, señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle, que, pues él tuvo licencia para irse sin la mía, no querrá volver sin ser buscado.

Levanta, pues dijo Constanza, y vamos a buscalle, que los lazos con que amor liga a los amantes, no los deja alejar de lo que bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le verás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un poco los escrúpulos que te rodean, dales de mano, y dala de esposa a Periandro; que, igualándole contigo, pondrás silencio a cualquiera murmuración.

Levantóse Auristela, y, en compañía de Feliz Flora, Constanza y Antonio, salieron a buscar a Periandro; y, como ya en la opinión de los tres era reina, con otros ojos la miraban, y con otro respeto la servían.

Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto.

¡Ay! iba diciendo entre sí, hermosísima Sigismunda, reina por naturaleza, bellísima por privilegio y por merced de la misma naturaleza, discreta sobremodo, y sobremanera agradable, y ¡cuán poco te costaba, oh señora, el tenerme por hermano, pues mis tratos y pensamientos jamás desmintieran la verdad de serlo, aunque la misma malicia lo quisiera averiguar, aunque en sus trazas se desvelara! Si quieres que te lleven al cielo sola y señera, sin que tus acciones dependan de otro que de Dios y de ti misma, sea en buen hora; pero quisiera que advirtieras que no sin escrúpulo de pecado puedes ponerte en el camino que deseas. Sin ser mi homicida, dejaras, ¡oh señora!, a cargo del silencio y del engaño tus pensamientos, y no me los declararas a tiempo que habías de arrancar con las raíces de mi amor mi alma, la cual, por ser tan tuya, te dejo a toda tu voluntad, y de la mía me destierro; quédate en paz, bien mío, y conoce que el mayor que te puedo hacer es dejarte.

Llegóse la noche en esto, y, apartándose un poco del camino, que era el de Nápoles, oyó el sonido de un arroyo que por entre unos árboles corría, a la margen del cual, arrojándose de golpe en el suelo, puso en silencio la lengua, pero no dio treguas a sus suspiros.









Capítulo doce del cuarto libro

Donde se dice quién eran Periandro y Auristela




Parece que el bien y el mal distan tan poco el uno del otro, que son como dos líneas concurrentes, que, aunque parten de apartados y diferentes principios, acaban en un punto.

Sollozando estaba Periandro, en compañía del manso arroyuelo y de la clara luz de la noche; hacíanle los árboles compañía, y un aire blando y fresco le enjugaba las lágrimas; llevábale la imaginación Auristela, y la esperanza de tener remedio de sus males el viento, cuando llegó a sus oídos una voz estranjera que, escuchándola con atención, vio que [era] en lenguaje de su patria, sin poder distinguir si murmuraba o si cantaba; y la curiosidad le llevó cerca, y, cuando lo estuvo, oyó que eran dos personas las que no cantaban ni murmuraban, sino que en plática corriente estaban razonando; pero lo que más le admiró fue que hablasen en lengua de Noruega, estando tan apartados della; acomodóse detrás de un árbol de tal forma que él y el árbol hacían una misma sombra, recogió el aliento, y la primera razón que llegó a sus oídos fue:

No tienes, señor, para qué persuadirme de que en dos mitades se parte el día entero de Noruega, porque yo he estado en ella algún tiempo, donde me llevaron mis desgracias, y sé que la mitad del año se lleva la noche y la otra mitad el día. El que sea esto así, yo lo sé; el porqué sea así, ignoro.

A lo que respondió:

Si llegamos a Roma, con una esfera te haré tocar con la mano la causa dese maravilloso efeto, tan natural en aquel clima como lo es en éste ser el día y la noche de venticuatro horas. «También te he dicho cómo en la última parte de Noruega, casi debajo del polo Ártico, está la isla que se tiene por última en el mundo, a lo menos por aquella parte, cuyo nombre es Tile, a quien Virgilio llamó Tule en aquellos versos que dicen, en el libro I, Georg.:

...Ac tua nautae

Numina sola colant: tibi serviat ultima Thule;

que Tule, en griego, es lo mismo que Tile en latín. Esta isla es tan grande, o poco menos, que Inglaterra, rica y abundante de todas las cosas necesarias para la vida humana. Más adelante, debajo del mismo norte, como trecientas leguas de Tile, está la isla llamada Frislanda, que habrá cuatrocientos años que se descubrió a los ojos de las gentes, tan grande que tiene nombre de reino, y no pequeño. De Tile es rey y señor Magsimino, hijo de la reina Eustoquia, cuyo padre no ha muchos meses que pasó desta a mejor vida, el cual dejó dos hijos, que el uno es el Magsimino que te he dicho, que es el heredero del reino, y el otro, un generoso mozo llamado Persiles, rico de los bienes de la naturaleza sobre todo estremo, y querido de su madre sobre todo encarecimiento; y no sé yo con cuál poderte encarecer las virtudes deste Persiles, y así, quédense en su punto, que no será bien que con mi corto ingenio las menoscabe; que, puesto que el amor que le tengo, por haber sido su ayo y criádole desde niño, me pudiera llevar a decir mucho, todavía será mejor callar, por no quedar corto.»

Esto escuchaba Periandro, y luego cayó en la cuenta que el que le alababa no podía ser otro que Seráfido, un ayo suyo, y que, asimismo, el que le escuchaba era Rutilio, según la voz y las palabras que de cuando en cuando respondía. Si se admiró o no, a la buena consideración lo dejo; y más cuando Seráfido, que era el mismo que había imaginado Periandro, oyó que dijo:

«Eusebia, reina de Frislanda, tenía dos hijas de estremada hermosura, principalmente la mayor, llamada Sigismunda (que la menor llamábase Eusebia, como su madre), donde naturaleza cifró toda la hermosura que por todas las partes de la tierra tiene repartida, a la cual, no sé yo con qué disignio, tomando ocasión de que la querían hacer guerra ciertos enemigos suyos, la envió a Tile en poder de Eustoquia, para que seguramente, y sin los sobresaltos de la guerra, en su casa se criase, puesto que yo para mí tengo que no fue esta la ocasión principal de envialla, sino para que el príncipe Magsimino se enamorase della y la recibiese por su esposa: que de las estremadas bellezas se puede esperar que vuelvan en cera los corazones de mármol, y junten en uno los estremos que entre sí están más apartados.

»A lo menos, si esta mi sospecha no es verdadera, no me la podrá averiguar la esperiencia, porque sé que el príncipe Magsimino muere por Sigismunda, la cual, a la sazón que llegó a Tile, no estaba en la isla Magsimino, a quien su madre la reina envió el retrato de la doncella y la embajada de su madre, y él respondió que la regalasen y la guardasen para su esposa. Respuesta que sirvió de flecha que atravesó las entrañas de mi hijo Persiles, que este nombre le adquirió la crianza que en él hice. Desde que la oyó no supo oír cosas de su gusto, perdió los bríos de su juventud, y, finalmente, encerró en el honesto silencio todas las acciones que le hacían memorable y bien querido de todos, y sobre todo vino a perder la salud y a entregarse en los brazos de la desesperación de ella.

»Visitáronle médicos; como no sabían la causa de su mal, no acertaban con su remedio: que, como no muestran los pulsos el dolor de las almas, es dificultoso y casi imposible entender la enfermedad que en ellas asiste. La madre, viendo morir a su hijo, sin saber quién le mataba, una y muy muchas veces le preguntó le descubriese su dolencia, pues no era posible sino que él supiese la causa, pues sentía los efetos. Tanto pudieron estas persuasiones, tanto las solicitudes de la doliente madre, que, vencida la pertinacia o la firmeza de Persiles, le vino a decir cómo él moría por Sigismunda, y que tenía determinado de dejarse morir antes que ir contra el decoro que a su hermano se le debía, cuya declaración resucitó en la reina su muerta alegría, y dio esperanzas a Persiles de remediarle, si bien se atropellase el gusto de Magsimino, pues, por conservar la vida, mayores respetos se han de posponer que el enojo de un hermano.

»Finalmente, Eustoquia habló a Sigismunda, encareciéndole lo que se perdía en perder la vida Persiles, sujeto donde todas las gracias del mundo tenían su asiento, bien al revés del de Magsimino, a quien la aspereza de sus costumbres en algún modo le hacían aborrecible. Levantóle en esto algo más testimonios de los que debiera, y subió de punto, con los hipérboles que pudo, las bondades de Persiles.

»Sigismunda, muchacha, sola y persuadida, lo que respondió fue que ella no tenía voluntad alguna, ni tenía otra consejera que la aconsejase, sino a su misma honestidad; que, como ésta se guardase, dispusiesen a su voluntad della. Abrazóla la reina, contó su respuesta a Persiles, y entre los dos concertaron que se ausentasen de la isla antes que su hermano viniese, a quien darían por disculpa, cuando no la hallase, que había hecho voto de venir a Roma, a enterarse en ella de la fe católica, que en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra, jurándole primero Persiles que en ninguna manera iría en dicho ni en hecho contra su honestidad. Y así, colmándoles de joyas y de consejos, los despidió la reina, la cual después me contó todo lo que hasta aquí te he contado.

»Dos años, poco más, tardó en venir el príncipe Magsimino a su reino, que anduvo ocupado en la guerra que siempre tenía con sus enemigos; preguntó por Sigismunda, y el no hallarla fue hallar su desasosiego. Supo su viaje, y al momento se partió en su busca, si bien confiado de la bondad de su hermano, temeroso pero de los recelos, que por maravilla se apartan de los amantes.

»Como su madre supo su determinación, me llamó aparte, y me encargó la salud, la vida y la honra de su hijo, y me mandó me adelantase a buscarle y a darle noticia de que su hermano le buscaba. Partióse el príncipe Magsimino en dos gruesísimas naves, y, entrando por el estrecho hercúleo, con diferentes tiempos y diversas borrascas, llegó a la isla de Tinacria, y desde allí a la gran ciudad de Parténope, y agora queda no lejos de aquí, en un lugar llamado Terrachina, último de los de Nápoles y primero de los de Roma; queda enfermo, porque le ha cogido esto que llaman mutación, que le tiene a punto de muerte. Yo, desde Lisboa, donde me desembarqué, traigo noticia de Persiles y Sigismunda, porque no pueden ser otros una peregrina y un peregrino, de quien la fama viene pregonando tan grande estruendo de hermosura, que si no son Persiles y Sigismunda, deben de ser ángeles humanados.»

Si como los nombras respondió el que escuchaba a Seráfido Persiles y Sigismunda, los nombraras Periandro y Auristela, pudiera darte nueva certísima dellos, porque ha muchos días que los conozco, en cuya compañía he pasado muchos trabajos.

Y luego le comenzó a contar los de la Isla Bárbara, con otros algunos, en tanto que se venía el día y en tanto que Periandro, porque allí no le hallasen, los dejó solos, y volvió a buscar a Auristela, para contar la venida de su hermano, y tomar consejo de lo que debían de hacer para huir de su indignación, teniendo a milagro haber sido informado en tan remoto lugar de aquel caso. Y así, lleno de nuevos pensamientos, volvió a los ojos de su contrita Auristela, ya las esperanzas casi perdidas de alcanzar su deseo.









Capítulo trece del cuarto libro



Entretiénese el dolor y el sentimiento de las recién dadas heridas en la cólera y en la sangre caliente, que, después de fría, fatiga de manera que rinde la paciencia del que las sufre. Lo mismo acontece en las pasiones del alma: que, en dando el tiempo lugar y espacio para considerar en ellas, fatigan hasta quitar la vida.

Dijo su voluntad Auristela a Periandro, cumplió con su deseo, y, satisfecha de haberle declarado, esperaba su cumplimiento, confiada en la rendida voluntad de Periandro, el cual, como se ha dicho, librando la respuesta en su silencio, se salió de Roma, y le sucedió lo que se ha contado. Conoció a Rutilio, el cual contó a su ayo Seráfido toda la historia de la Isla Bárbara, con las sospechas que tenía de que Auristela y Periandro fuesen Sigismunda y Persiles; díjole asimismo que, sin duda, los hallarían en Roma, a quien, desde que los conoció, venían encaminados con la disimulación y cubierta de ser hermanos; preguntó muchísimas veces a Seráfido la condición de las gentes de aquellas islas remotas, de donde era rey Magsimino y reina la sin par Auristela.

Volvióle a repetir Seráfido cómo la isla de Tile o Tule, que agora vulgarmente se llama Islanda, era la última de aquellos mares setentrionales, puesto que ``un poco más adelante está otra isla, como te he dicho, llamada Frislanda, que descubrió Nicolás Zeno, veneciano, el año de mil y trecientos y ochenta, tan grande como Sicilia, ignorada hasta entonces de los antiguos, de quien es reina Eusebia, madre de Sigismunda, que yo busco. Hay otra isla, asimismo poderosa y casi siempre llena de nieve, que se llama Groenlanda, a una punta de la cual está fundado un monasterio debajo del título de Santo Tomás, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal de la isla, para que, en saliendo della, sean entendidos por doquiera que fueren. Está, como he dicho, la isla sepultada en nieve, y encima de una montañuela está una fuente, cosa maravillosa y digna de que se sepa, la cual derrama y vierte de sí tanta abundancia de agua, y tan caliente, que llega al mar, y, por muy gran espacio dentro dél, no solamente le desnieva, pero le calienta de modo que se recogen en aquella parte increíble infinidad de diversos pescados, de cuya pesca se mantiene el monasterio y toda la isla, que de allí saca sus rentas y provechos. Esta fuente engendra asimismo unas piedras conglutinosas, de las cuales se hace un betún pegajoso, con el cual se fabrican las casas como si fuesen de duro mármol. Otras cosas te pudiera decir dijo Seráfido a Rutilio destas islas, que ponen en duda su crédito, pero en efeto son verdaderas''.

Todo esto, que no oyó Periandro, lo contó después Rutilio, que, ayudado de la noticia que dellas Periandro tenía, muchos las pusieron en el verdadero punto que merecían. Llegó en esto el día, y hallóse Periandro junto a la iglesia y templo, magnífico y casi el mayor de la Europa, de San Pablo, y vio venir hacia sí alguna gente en montón, a caballo y a pie; y, llegando cerca, conoció que los que venían eran Auristela, Feliz Flora, Constanza y Antonio, su hermano, y asimismo Hipólita, que, habiendo sabido la ausencia de Periandro, no quiso dejar a que otra llevase las albricias de su hallazgo, y así, siguió los pasos de Auristela, encaminados por la noticia que dellos dio la mujer de Zabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con quien no la tiene con nadie.

Llegó en fin Periandro al hermoso escuadrón, saludó a Auristela, notóle el semblante del rostro, y halló más mansa su riguridad y más blandos sus ojos. Contó luego públicamente lo que aquella noche le había pasado con Seráfido, su ayo, y con Rutilio; dijo cómo su hermano el príncipe Magsimino quedaba en Terrachina, enfermo de la mutación, y con propósito de venirse a curar a Roma, y con autoridad disfrazada y nombre trocado a buscarlos; pidió consejo a Auristela y a los demás de lo que haría, porque de la condición de su hermano el príncipe no podía esperar ningún blando acogimiento.

Pasmóse Auristela con las no esperadas nuevas; despareciéronse en un punto, así las esperanzas de guardar su integridad y buen propósito, como de alcanzar por más llano camino la compañía de su querido Periandro.

Todos los demás circunstantes discurrieron en su imaginación qué consejo darían a Periandro, y la primera que salió con el suyo, aunque no se le pidieron, fue la rica y enamorada Hipólita, que le ofreció de llevarle a Nápoles con su hermana Auristela, y gastar con ellos cien mil y más ducados que su hacienda valía. Oyó este ofrecimiento Pirro el Calabrés, que allí estaba, que fue lo mismo que oír la sentencia irremisible de su muerte: que en los rufianes no engendra celos el desdén, sino el interés; y, como éste se perdía con los cuidados de Hipólita, por momentos iba tomando la desesperación posesión de su alma, en la cual iba atesorando odio mortal contra Periandro, cuya gentileza y gallardía, aunque era tan grande, como se ha dicho, a él le parecía mucho mayor, porque es propia condición del celoso parecerle magníficas y grandes las acciones de sus rivales.

Agradeció Periandro a Hipólita, pero no admitió su generoso ofrecimiento. Los demás no tuvieron lugar de aconsejarle nada, porque llegaron en aquel instante Rutilio y Seráfido, y entrambos a dos, apenas hubieron visto a Periandro, cuando corrieron a echarse a sus pies, porque la mudanza del hábito no le pudo mudar la de su gentileza. Teníale abrazado Rutilio por la cintura y Seráfido por el cuello; lloraba Rutilio de placer y Seráfido de alegría.

Todos los circunstantes estaban atentos mirando el estraño y gozoso recibimiento. Sólo en el corazón de Pirro andaba la melancolía, atenaceándole con tenazas más ardiendo que si fueran de fuego; y llegó a tanto estremo el dolor que sintió de ver engrandecido y honrado a Periandro que, sin mirar lo que hacía, o quizá mirándolo muy bien, metió mano a su espada, y por entre los brazos de Seráfido se la metió a Periandro por el hombro derecho, con tal furia y fuerza que le salió la punta por el izquierdo, atravésandole, poco menos que al soslayo, de parte a parte.

La primera que vio el golpe fue Hipólita, y la primera que gritó fue su voz, diciendo:

¡Ay, traidor, enemigo mortal mío, y cómo has quitado la vida a quien no merecía perderla para siempre!

Abrió los brazos Seráfido, soltóle Rutilio, calientes ya en su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela, la cual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho, y los brazos a una y a otra parte.

Este golpe, más mortal en la apariencia que en el efeto, suspendió los ánimos de los circunstantes y les robó la color de los rostros, dibujándoles la muerte en ellos, que ya, por la falta de la sangre, a más andar se entraba por la vida de Periandro, cuya falta amenazaba a todos el último fin de sus días; a lo menos, Auristela la tenía entre los dientes, y la quería escupir de los labios.

Seráfido y Antonio arremetieron a Pirro, y, a despecho de su fiereza y fuerzas, le asieron y, con gente que se llegó, le enviaron a la prisión; y el gobernador, de allí a cuatro días, le mandó llevar a la horca por incorregible y asasino, cuya muerte dio la vida a Hipólita, que vivió desde allí adelante.









Capítulo catorce del cuarto libro



Es tan poca la seguridad con que se gozan los humanos gozos, que nadie se puede prometer en ellos un mínimo punto de firmeza.

Auristela, arrepentida de haber declarado su pensamiento a Periandro, volvió a buscarle alegre, por pensar que en su mano y en su arrepentimiento estaba el volver a la parte que quisiese la voluntad de Periandro, porque se imaginaba ser ella el clavo de la rueda de su fortuna y la esfera del movimiento de sus deseos. Y no estaba engañada, pues ya los traía Periandro en disposición de no salir de los de Auristela.

Pero, ¡mirad los engaños de la variable fortuna! Auristela, en tan pequeño instante como se ha visto, se vee otra de lo que antes era: pensaba reír, y está llorando; pensaba vivir, y ya se muere; creía gozar de la vista de Periandro, y ofrécesele a los ojos la del príncipe Magsimino, su hermano, que, con muchos coches y grande acompañamiento, entraba en Roma por aquel camino de Terrachina, y, llevándole la vista el escuadrón de gente que rodeaba al herido Periandro, llegó su coche a verlo, y salió a recebirle Seráfido, diciéndole:

¡Oh príncipe Magsimino, y qué malas albricias espero de las nuevas que pienso darte! Este herido que ves en los brazos desta hermosa doncella, es tu hermano Persiles, y ella es la sin par Sigismunda, hallada de tu diligencia a tiempo tan áspero, y en sazón tan rigurosa, que te han quitado la ocasión de regalarlos y te han puesto en la de llevarlos a la sepultura.

No irán solos respondió Magsimino, que yo les haré compañía, según vengo.

Y, sacando la cabeza fuera del coche, conoció a su hermano, aunque tinto y lleno de la sangre de la herida; conoció asimismo a Sigismunda por entre la perdida color de su rostro, porque el sobresalto, que le turbó sus colores, no le afeó sus facciones: hermosa era Sigismunda antes de su desgracia, pero hermosísima estaba después de haber caído en ella; que tal vez los accidentes del dolor suelen acrecentar la belleza.

Dejóse caer del coche sobre los brazos de Sigismunda, ya no Auristela, sino la reina de Frislanda, y, en su imaginación, también reina de Tile; que estas mudanzas tan estrañas caen debajo del poder de aquella que comúnmente es llamada Fortuna, que no es otra cosa sino un firme disponer del cielo.

Habíase partido Magsimino con intención de llegar a Roma a curarse con mejores médicos que los de Terrachina, los cuales le pronosticaron que antes que en Roma entrase le había de saltear la muerte (en esto más verdaderos y esperimentados que en saber curarle). Verdad es que el mal que causa la mutación, pocos le saben curar.

En efeto, frontero del templo de San Pablo, en mitad de la campaña rasa, la fea muerte salió al encuentro al gallardo Persiles y le derribó en tierra, y enterró a Magsimino, el cual, viéndose a punto de muerte, con la mano derecha asió la izquierda de su hermano y se la llegó a los ojos, y con su izquierda le asió de la derecha y se la juntó con la de Sigismunda, y con voz turbada y aliento mortal y cansado dijo:

De vuestra honestidad, verdaderos hijos y hermanos míos, creo que entre vosotros está por saber esto. Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud, y góceslos años infinitos.

Estas palabras, tan tiernas, tan alegres y tan tristes, avivaron los espíritus de Persiles, y, obedeciendo al mandamiento de su hermano, apretándole la muerte, [con] la mano le cerró los ojos, y con la lengua, entre triste y alegre, pronunció el sí, y le dio de ser su esposo a Sigismunda.

Hizo el sentimiento de la improvisa y dolorosa muerte en los presentes [su efeto], y comenzaron a ocupar los suspiros el aire y a regar las lágrimas el suelo.

Recogieron el cuerpo muerto de Magsimino y lleváronle a San Pablo; y, el medio vivo de Persiles, en el coche del muerto, le volvieron a curar a Roma, donde no hallaron a Belarminia ni a Deleasir, que se habían ya ido a Francia con el duque.

Mucho sintió Arnaldo el nuevo y estraño casamiento de Sigismunda; muchísimo le pesó de que se hubiesen mal logrado tantos años de servicio, de buenas obras hechas, en orden a gozar pacífico de su sin igual belleza; y lo que más le tarazaba el alma eran las no creídas razones del maldiciente Clodio, de quien él, a su despecho, hacía tan manifiesta prueba. Confuso, atónito y espantado, estuvo por irse sin hablar palabra a Persiles y Sigismunda; mas, considerando ser reyes, y la disculpa que tenían, y que sola esta ventura estaba guardada para él, determinó de ir a verles, y ansí lo hizo. Fue muy bien recebido, y para que del todo no pudiese estar quejoso, le ofrecieron a la infanta Eusebia para su esposa, hermana de Sigismunda, a quien él acetó de buena gana; y se fuera luego con ellos, si no fuera por pedir licencia a su padre; que en los casamientos graves, y en todos, es justo se ajuste la voluntad de los hijos con la de los padres. Asistió a la cura de la herida de su cuñado en esperanza, y, dejándole sano, se fue a ver a su padre, y prevenir fiestas para la entrada de su esposa.

Feliz Flora determinó de casarse con Antonio el Bárbaro, por no atreverse a vivir entre los parientes del que había muerto Antonio. Croriano y Ruperta, acabada su romería, se volvieron a Francia, llevando bien qué contar del suceso de la fingida Auristela. Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien.

Persiles depositó a su hermano en San Pablo, recogió a todos sus criados, volvió a visitar los templos de Roma, acarició a Constanza, a quien Sigismunda dio la cruz de diamantes y la acompañó hasta dejarla casada con el conde su cuñado. Y, habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu y cumplió su voto, y vivió en compañía de su esposo Persiles hasta que bisnietos le alargaron los días, pues los vio en su larga y feliz posteridad.



Fin de Los trabajos de Persiles y Sigismunda









EN MADRID,

por Juan de la Cuesta.



Año MDCXVII